La batalla que cambió la vida de los cristianos

CONMEMORAMOS LOS 1700 AÑOS DE LA BATALLA DEL PUENTE MILVIO

Como es sabido, el papel de sostén del Estado encomendado al culto de los dioses en el imperio romano había mantenido vivo durante siglos el conflicto con el cristianismo, el cual con su fe en un solo Dios, creaba en la opinión pública pagana la convicción de que saboteaba los fundamentos del bienestar general. Por eso se recurrió en repetidas ocasiones a medidas violentas en el Imperio, pero las consecuencias del fracaso de esta política religiosa se sacaron no tanto porque se hubiera llegado a ver palmariamente la verdad del mensaje cristiano, sino desde el tradicional planteamiento en el que se ponderaba la utilidad de la religión. También la escalonada integración del cristianismo en el imperio se llevó a cabo siguiendo la idea directriz del usual sistema religioso político.

La última gran persecución de los cristianos había sido la llevada a cabo bajo el emperador Diocleciano. Éste había implantado la tetrarquía, que apuntaba a una descentralización de la administración del imperio, para lo cual había nombrado coemperador en Occidente a su amigo Maximiano y césares a Galerio y constancio, creando así una dinastía ficticia que asegurase la sucesión. La tetrarquía pasó por un momento de fervor religioso, pues Diocleciano, con el título de Iovius, se ponía bajo la protección de Júpiter, mientras que los cosoberanos eran considerados descendientes de Hércules. En una serie de medidas -por ejemplo en leyes referentes al matrimonio- se puso de manifiesto un rasgo religioso conservador que, como consecuencia, desembocaría necesariamente en un enfrentamiento frontal con el cristianismo.

Influido por Galerio, pero bajo su propia responsabilidad, Diocleciano se lanzó a restaurar los fundamentos religiosos del Imperio, cuya fragilidad había contemplado claramente y en todo su alcance en la negativa de los cristianos a prestar servicio militar. Tras practicar depuraciones en el ejercito, pidió consejo al oráculo de Apolo en Didyma, y declaró la guerra al cristianismo con un edicto publicado en el ario 303, en palabras de Lactancio “para parar los pies inmediatamente a esa religión”. Las medidas comprendían la declaración de inferioridad legal de los creyentes, la prohibición de reuniones cultuales, la entrega de los libros litúrgicos y la destrucción de los edificios de la Iglesia. La resistencia ardiente fue machacada sin piedad. La situación apurada de los cristianos, entre los que se contaban la esposa y la hija del emperador, se incrementaron con la imposición de ofrecer sacrificio.

Otros edictos dispusieron el apresamiento de los clérigos y la pena de muerte para los que se negaban a ofrecer el sacrificio a los dioses. Un cuarto edicto de primeros del ario 304 extendía la obligación de ofrecer sacrificio a toda la población, y puso de manifiesto la radicalidad de la manera de proceder de Diocleciano. Los malos tratos recibidos y otras crueldades practicadas en ellos llevaron a la muerte a numerosos cristianos, aunque la presión estatal no tuvo la misma intensidad en todas las regiones: Mientras que en Oriente la persecución duró años -aunque con algunas interrupciones- tuvo menor efecto en Occidente, especialmente en el ámbito de la soberanía de Constancio, es decir, en la Galia. A pesar de la ilimitada autoridad de Diocleciano en el marco de la tetrarquía, el emperador de Occidente, Constancio Cloro, procedió a regañadientes contra los cristianos. Apenas se produjeron mártires en el ámbito de su soberanía y son contradictorias las informaciones sobre destrucciones de lugares de reunión.

Según las palabras de Eusebio de Cesarea, al final de este periodo de persecución, los mismos verdugos “estaban embotados por la maldad, cansados de matar, saciados y hastiados por el derramamiento de sangre”. Pero en esta última confrontación entre la ideología estatal de Roma y los cristianos se hizo patente la fragilidad a fracaso de la política religiosa tradicional.
Ya la renuncia de Diocleciano en el año 305, debida a su enfermedad, puso al descubierto las lagunas de su sistema tetrárquico, que fue roto inmediatamente mediante usurpaciones y privó de su fuerza a la totalidad de las sanciones contra los cristianos. Galerio, sucesor y continuador de la política de Diocleciano en Oriente, se vio en la necesidad de reconocer el fracaso de las persecuciones. Aquejado de una grave enfermedad, publicó en Sárdica, el 30 de abril del año 311, un edicto de tolerancia que recordaba la política religiosa de Diocleciano tendente a restaurar la tradición romana, pero reconocía el fracaso del intento. En consecuencia, los cristianos debían recuperar su pleno derecho a existir, y debían pedir a su Dios por el emperador, por el Estado y por su propio bienestar. Con aquel decreto de gran repercusión histórica se ponía fin, en principio, a las confrontaciones entre el Estado romano y el cristianismo, aunque en Oriente reverdecerían las persecuciones en tiempo de Maximino Daya.

A pesar de las persecuciones padecidas a finales del siglo III, no sorprendió a los cristianos el cambio de la política religiosa bajo Galerio, aprovecharon los largos periodos de tranquilidad para organizarse y crecer. Pero era una situación frágil jurídicamente y por tanto dependiente de la voluntad de los posteriores dirigentes del Imperio, lo que siempre creaba una cierta incertidumbre e indudables riesgos. Quiso Dios sin embargo que la incertidumbre acabase prácticamente de una vez por todas gracias al joven Constantino, nacido de una relación de Constancio con una hospedera llamada Helena. Aunque su padre, tras el nombramiento como césar (289), se había casado con Teodora, la hijastra del emperador occidental Maximiano, Constantino no rompió la vinculación con la residencia oficial de Treveris. Como testigo ocular de las represalias en Oriente, el ambicioso príncipe vivió la diferencia de políticas religiosas, pero no vio a su padre entre los perseguidores de los cristianos. Cuando se produjo el cambio de soberanía el año 305, no fue elegido Constantino, en contra de lo esperado por el ejército, sino que fue elevado a la categoría de césar del nuevo augusto Maximino Daya.

Sobrino del emperador de Occidente Galerio, éste le nombró césar de los territorios orientales, el 1 de mayo del año 305, tras la muerte de Constancio Cloro. Pero, tras la conferencia celebrada el año 308 en la ciudad de Carnutum, y, a pesar de las protestas de su tío Galerio, Maximino no fue aceptado como césar de Oriente y fue sustituido por Licinio. Maximino no aceptó la resolución y, apoyado por sus tropas, se autoproclamó emperador de Oriente, en el año 310, dando comienzo a la primera gran crisis del sistema de la tetrarquía instaurado por Diocleciano. Bien sea por el desagrado que este suceso le produjo o por una llamada proveniente de la residencia de Treveris, lo cierto es que Constantino abandonó inmediatamente la capital oriental y se dirigió hacia el noroeste.

Maximino Daya cometió el error de formar una alianza con el usurpador Majencio, que controlaba Italia. La alianza con Majencio enfureció a Licinio, que atacó a las fuerzas del emperador oriental y las derrotó en la batalla de Tzirallum, cerca de Heraclea Póntica. Maximino huyó, primero a Nicomedia y después a Tarso, donde murió meses después, probablemente por envenenamiento. La pronta muerte del augusto situado en el vértice de la jerarquía dio alas a las ambiciones de soberanía de Constantino y le sirvieron como espuela las pretensiones de Majencio, que como se ha dicho había conseguido afirmar su posición en Italia. Tras llegar a un acuerdo con Licinio, que intentaba ampliar la parte del imperio que le había sido asignada en el encuentro imperial de Carnutum, Constantino pasó los Alpes a principios del año 312, con un reducido ejército, recorrió toda la parte superior de Italia, y se aproximó a Roma en otoño.

Presentaba su empresa en términos propagandísticos, decía que iba a liberar a Roma del yugo tirano de Majencio, una versión que encontró muchos oídos bien dispuestos a causa de algunas medidas de Majencio que habían creado malestar. Naturalmente, no podía decir que pretendía liberar a los cristianos y que para ello venia a Italia, pues, a diferencia de lo que acaecía en Oriente, aquí no se estaba gestando persecución alguna de la comunidad de Roma. Majencio, que se debatía entre la esperanza y la duda a consecuencia de la respuesta encontrada en los libros sibilinos, planeó primero una defensa de Roma, pero luego se decidió por una lucha en campo abierto, hacia el norte del derribado puente Milvio. Por el contrario, según cuenta Lactancio, Constantino recibió en sueños la indicación de poner la señal de la cruz de Cristo en los escudos de sus soldados. Eusebio sitúa esta experiencia al comienzo de la expedición militar, cuando nos presenta a Constantino orando al Dios de su padre. Y nos dice que el césar vio a continuación en el cielo del mediodía una cruz luminosa, rodeada por la siguiente leyenda: “En este signo vencerás”. Luego, invitado a ello por una posterior aparición de Cristo, ordenó hacer un estandarte con el dibujo del crismón, y llevarlo al frente de las tropas como pendón protector.

El 28 de octubre del año 312 tuvo lugar la batalla en la zona entre Saxa Rubra y el puente Milvio. Ante el impetuoso ataque de tropas de Constantino, el ejército de Majencio fue impotente para resistencia alguna. Majencio emprendió la huida, cayó del puente de emergencia al rio y pereció ahogado. Alguien encontró su cadáver y llevó su cabeza, al día siguiente, delante del vencedor cuando éste entró en la ciudad conquistada. La posesión de Roma representaba una gran ganancia para Constantino, pero también una obligación, años más tarde él mismo consideraría la conquista de la capital del imperio como prueba de la protección divina y como demostración de que él había sido de una elección especial. El Dios bajo cuyo signo habia entrado Constantino como vencedor había demostrado su poder, y a Él debía procurar veneración el emperador, siguiendo el esquema de la religiosidad antigua, si bien no cabe hablar de una conversion en el sentido preciso del término, Constantino se limitó a hacer un sitio al Dios de los cristianos en el mundo religioso del Imperio y comenzó a promover el culto de ese como Pontifex Maximus.

Indudablemente, la victoria de Constantino cerca del puente Milvio supuso un hito importante en el desarrollo del imperio a partir de momento, pues esde el punto de vista político, la eliminación de un rival abría a Constantino el camino a la soberanía universal. Pero la diferencia fundamental la experimentaron los cristianos, pues su religión se había demostrado útil para constituir el fundamento de una nueva política imperial y ya no volverían a ser vistos como causantes de las desgracias del Imperio.

Ya en el desfile triunfal a través de Roma evito Constantino, significativamente, la ida al Capitolio. Con ello daba a entender claramente a que se distanciaba de la tradición religiosa de sus antecesores y apostaba por el Dios que le había dado la victoria y cuyo signo ondeaba en los estandartes de sus tropas. Esta demostración no apuntaba en primer término a restricciones del culto pagano, pues los sacerdotes de la religión pagana podían seguir ofreciendo sus sacrificios y se llego incluso a anunciar el nombramiento de un pontífice en honor de la gens Flavia. Pero la novedad era la personalidad pública de la Iglesia, como se evidenció con la cesión a la comunidad de Roma, aquel mismo invierno del año 312-313, de la propiedad de la zona de los Latera¬ni, donde se construyó la basílica constantiniana que hoy conocemos como San Juan de Letrán, dedicada al Santísimo Salvador. No lejos de allí, en la “domus sessoriana” de Helena, madre de Constantino, se reunirían posteriormente las principales reliquias de la pasión, junto con grandes cantidades de tierra traídas de Jerusalén. Y de aquellos mismos meses, rescriptos dirigidos al procónsul de Africa, Anulino, disponían la devolución de los bienes confiscados a la Iglesia; al clero del obispo Ceciliano de Cartago se le reconoció el privilegio de las liturgias, es decir, la exención de impuestos públicos. Y es altamente significativa la motivación que se da a tal medida, según explica Eusebio de Cesarea: En opinión del soberano, los clérigos “no deben verse impedidos, ni por error ni por sacrilegio, de dar el debido culto o servicio a la divinidad, sino que, por el contrario, deben servir sin impedimento alguno a su propia Ley (culto). Pues cuando ellos realizan la elevada veneración de la divinidad, están siendo útiles de la mejor forma posible a toda la comunidad (del Imperio)”.

El Edicto de Milán (313), sobre el que habrá que hablar una vez cruzado el umbral del nuevo año, mostrarán -como veremos- en qué modo Constantino supo dar carta de ciudadanía a la religión cristiana sin romper con las bases de la religiosidad tradicional romana.

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