El día en que san José entró en el canon de la Misa
Una sorpresa de San Juan XXIII al Concilio
En breve se cumplirán sesenta años de un acto inesperado (pero muy deseado desde hacía tiempo) de Juan XXIII en pleno concilio: la inserción del nombre del glorioso patriarca san José en el canon de la Misa. Hacía pocos meses que el Papa había publicado su edición típica del Missale Romanum” (conocida popularmente como “Misal de 1962), a la que había incorporado la nueva semana santa promulgada por su venerable predecesor Pío XII en 1955 y el nuevo código de rúbricas de 1960, puesto en vigor por su motu proprio “Rubricarum instructum”. Es ésta edición típica de Juan XXIII la que su augusto sucesor el Papa felizmente reinante ha declarado ser la expresión oficial del rito romano clásico –forma extraordinaria– de la misa. Pues bien, en este misal seguía faltando el nombre de san José en el texto de la misa, aspiración que remontaba al siglo XIX.
Desde la Edad Media y, más intensamente, desde la época de santa Teresa de Jesús (que fue su entusiasta propagadora), la devoción a san José había experimentado un constante incremento. Los teólogos habían discernido el papel desempeñado por él en la economía de la salvación y lo hacían entrar, en cierto modo, en el orden hipostático, al haber contribuido en gran medida al misterio de la Encarnación. Los autores de espiritualidad fomentaban las prácticas de piedad dirigidas a honrarlo. Se formó así un creciente movimiento a favor de un reconocimiento oficial de la primacía del glorioso patriarca en el culto público de la Iglesia. En la misa romana, no obstante nombrarse a la Santísima Virgen y a varios santos, el nombre de san José no aparecía, sin duda por haberse forjado el ordinario de la misa en tiempos tempranos en los que la devoción josefina no se había aún abierto paso en la Iglesia.
En 1815, superados los trastornos revolucionarios y los provocados por la aventura napoleónica –de los cuales fue la Iglesia víctima– y habiendo regresado triunfalmente de su cautiverio francés el papa Pío VII, le fue dirigida una doble petición firmada por miles de obispos, sacerdotes y laicos a fin de obtener para san José un lugar de mayor distinción en la liturgia latina. Concretamente se pedía que su nombre fuera insertado en el canon de la misa y en la colecta A cunctis después del de la Santísima Virgen. La Sagrada Congregación de Ritos, sin tomar en consideración el aspecto teológico de la cuestión y sin consultar el voto de ningún experto, respondió negativamente el 16 de septiembre de ese año mediante el decreto Urbis et Orbis “Pia devotione moti”.
Cincuenta años después (habiendo entretanto progresado el movimiento josefino en todo el mundo), por iniciativa del canónigo Don Domenico Ricci, profesor de historia eclesiástica en la Universidad de Módena, de Don Antonio Dondi y de Mons. Raffaele Coppola, una nueva petición, un postulatum firmado por más de 150.000 personas, fue elevado a la Santa Sede y presentado al beato papa Pío IX el 22 de abril de 1866, día en que se celebraba la fiesta del Patrocinio de san José. El postulatum constaba de cuatro puntos. Se pedía al Romano Pontífice: 1) que se reconociera el de san José como culto de “suprema dulía” o “protodulía”; 2) que, en consecuencia, la fiesta del Patrocinio fuese elevada al máximo rango litúrgico de doble de primera clase con octava en la Iglesia universal; 3) que el nombre de san José fuera añadido a las preces de la Misa inmediatamente después del de su Santísima Esposa en el Confiteor, en la oración Suscipe Sancta Trinitas del Ofertorio, en el embolismo después del Pater y en el mismo Communicantes del Canon, y 4) que en las Letanías de los Santos su nombre fuera antepuesto al de san Juan Bautista.
Esta vez la Sagrada Congregación de Ritos confió el postulatum a tres consultores para que lo examinaran y dieran sus vota. Eran éstos: el R.P. Girolamo Pio Saccheri, O.P.; el R.P. Luigi Marchesi, lazarista, y el R.P. Francesco M. Cirino, C.R. El primero dio un parecer negativo, aunque su exposición histórica podría haber dado pie a una solución positiva. El segundo emitió un dictamen positivo en un votum ex officio de más de doscientas páginas en el que hacía gala de un gran conocimiento y dominio de los documentos históricos tanto desde el punto de vista teológico como litúrgico. El tercero de los consultores también presentó un votum positivo basándose en el papel especialísimo de san José en los primeros años de Jesucristo en la perspectiva de su futuro sacrificio. No obstante el juicio positivo de los Padres Marchesi y Cirino, la Sagrada Congregación de Ritos prefirió no dar ninguna respuesta oficial al postulatum de 1866. Sin embargo, la segunda de sus peticiones, a saber, la elevación de la fiesta del Patrocinio de san José al máximo rango litúrgico sería concedida por san Pío X algunas décadas más tarde.
En 1867 fue fundada en Ferrara por el Padre Franchini la Sociedad para la promoción del culto de san José, cuyo órgano oficial era la revista “Eco delle glorie di San Giuseppe”, dirigida por Don Zanella, párroco de San Nicolás de Verona. En 1869, la Sociedad preparó un opúsculo dirigido a los Padres del Concilio Vaticano Primero (que había sido convocado por el beato Pío IX el 29 de junio de 1867, en el décimo octavo centenario del martirio de san Pedro). El escrito fue llevado a Roma por dos representantes de la Sociedad, patrocinados por el Revmo. P. Fray Bernardino da Portogruaro, ministro general de los Franciscanos. Mientras tanto miles de firmas eran puestas a varias peticiones alrededor del mundo.
El 9 de marzo de 1870 fue sometido a los padres conciliares un tercer postulatum firmado por 43 superiores generales de órdenes, pidiendo la proclamación de san José como Patrono de la Iglesia universal. Los padres no sólo lo acogieron de buena gana, sino que quisieron que se incluyera en una más amplia petición que incluyera la concesión de honores litúrgicos correspondientes al lugar de primerísimo orden de san José en la Iglesia (como se había pedido en 1815 y en 1866). Dicha petición circuló ampliamente en el aula conciliar y en Roma, pero no pudo ser presentada por la súbita suspensión sine die del Vaticano I debido a la invasión de los Estados Pontificios por los sardo-piamonteses. No obstante, siguió pasando de mano en mano, siendo apoyada por 38 cardenales (entre ellos Gioacchino Pecci, el futuro León XIII), 218 patriarcas, primados, arzobispos y obispos e innumerables personalidades de relieve en el mundo católico.
Ninguna instancia de la Curia Romana elevó el postulatum al Papa, pero el 8 de diciembre de 1870, el decreto Urbis et Orbis Quemadmodum Deus de la Sagrada Congregación de Ritos, en nombre del beato Pío IX, declaraba a san José patrono de la Iglesia universal y elevaba la fiesta de san José del 19 de mayo a rito doble de primera clase (aunque sin octava por razón de la cuaresma). No sólo eso. El 7 de julio de 1871, por la carta apostólica Inclytum Patriarcam de 7 de julio de 1871, el beato Pío IX, recordando el decreto de 1870, declaraba: “pensamos que en la pública veneración de la Iglesia deberían ser acordados a san José todos y cada uno de los privilegios de honor que corresponden a los santos patronos, de acuerdo con las rúbricas generales del Breviario y del Misal”. El camino del enaltecimiento litúrgico de san José quedaba francamente abierto.
Durante el reinado de León XIII una importante campaña fue promovida por el R.P. Cyprien Macabious, jesuita de la provincia de Toulouse (refugiado en Uclés debido a la política anticlerical de la Tercera República francesa). Escribió este celoso religioso un tratado: De cultu sancto Iosephi amplificando (Sobre el incremento del culto a san José), que ejerció un gran influjo en la jerarquía de la época. Aconsejado por “un ilustre cardenal romano” (que no nombra), el P. Macabiou preparó un nuevo postulatum, en el que se pedían dos cosas: 1) que se reconociese a san José el culto de protodulía y 2) que su nombre fuera insertado en el Ordinario de la Misa en el Confíteor y otras tres plegarias justo detrás del nombre de María. El postulatum fue subscrito por 615 cardenales, arzobispos y obispos, 17 generales de órdenes religiosas. Esta nueva campaña, proseguida entre 1887 y 1897 no tuvo éxito, como tampoco una de los arzobispos y obispos de América Latina de 1899 debido a ciertas restricciones impuestas por la Curia Romana.
En 1928 una nueva petición fue hecha circular en Italia desde la iglesia del Gesù por el confesor del papa Pío XI, el R.P. Celestino Alisardi, jesuita, el cual obtuvo numerosas firmas de cardenales, arzobispos y obispos italianos. La Sagrada Congregación de Ritos no le dio curso, como tampoco a la que el propio cardenal secretario de Estado Eugenio Pacelli, antiguo nuncio en Baviera y Alemania, le elevó en 1935 en nombre de las jerarquías alemana y austríaca y de las comunidades germano-parlantes de las Américas. En fin, en 1955, por iniciativa de la Sociedad Iberoamericana de Josefología, Mons. José García Goldáraz, arzobispo de Salamanca hizo circular una petición similar a las anteriores. Subscrita por 360 obispos de rito latino, fue presentada por el prelado salmanticense en octubre a la Sagrada Congregación de Ritos. Tampoco obtuvo resultados. Hasta que llegó el beato Juan XXIII y se abrió el concilio Vaticano Segundo.
Por su extraordinario interés como crónica y por la manera como lo explica, dejamos la pluma al verbita P. Ralph Wiltgen, corresponsal de prensa en el aula conciliar, el cual, en su inestimable libro “El Rin inunda el Tíber", narra la manera cómo finalmente prosperó en parte lo que se venía pidiendo desde hacía ciento cincuenta años:
«El último orador en tomar la palabra el 30 de octubre [de 1962] fue Mons. Sansierra, obispo auxiliar de San Juan de Cuyo en Argentina. Expresó la esperanza de que no se olvidaría “el deseo que tienen un gran número de obispos y sacerdotes” de ver el nombre de San José en el canon de la Misa. El 5 de noviembre, la misma petición fue hecha, aunque con más detalles, por Mons. Cousineau, obispo de Cap Haïtien en Haití, antiguo superior del Oratorio de San José en Montréal, el cual solicitó que “el nombre de San José, esposo de la Santísima Virgen María, sea introducido en la Misa cada vez que se mencione el de la Santísima Virgen”.
«Al final de la décimo octava congregación general, tenida el 13 de noviembre, el cardenal secretario de Estado hizo una declaración a este respecto. Dijo que el Santo Padre deseoso de conformarse al voto “manifestado por numerosos Padres conciliares”, había decidido insertar el nombre de San José en el Canon de la Misa, inmediatamente después del de la Santísima Virgen María. Esta medida debía servir en adelante para recordar que San José había sido el patrón del Concilio Vaticano Segundo. “Esta decisión del Santo Padre –añadió el Cardenal– entrará en vigor el próximo 8 de diciembre y mientras tanto la Sagrada Congregación de Ritos preparará los documentos necesarios".
«El cardenal Montini debía decir más tarde que esta iniciativa inesperada había sido “una sorpresa dada al Concilio por el Papa”.
«Ciertos medios criticaron severamente a Juan XXIII por haber tomado lo que llamaron una medida independiente mientras el concilio ecuménico se hallaba en plenos trabajos. En efecto, este decreto no era sino el resultado de campañas, esporádicas pero intensas, llevadas a cabo desde 1815: cientos de miles de firmas de obispos y de laicos habían llegado al Vaticano. Esas campañas habían sido especialmente intensas cuando se anunció la convocatoria del primer Concilio Vaticano por Pío IX y la del segundo Concilio Vaticano por Juan XXIII. Nada más conocerse esta última, Mons. Joseph Phelan, de la iglesia de San José de Capitola en California, había difundido, con la ayuda de sus parroquianos, una petición que logró recoger unas 150.000 firmas.
«La principal responsabilidad de la medida tomada por Juan XXIII incumbía, sin embargo, a los Padres de la Santa Cruz Roland Gauthier y Guy Bertrand, directores del centro de investigación y documentación del Oratorio de San José de Montréal, que en 1961 habían escrito un folleto de 75 páginas en el que se reseñaba la historia de estas campañas. En él se exponía cómo la inserción del nombre de San José después del de la Santísima Virgen María en el Canon de la Misa tendría como efecto, doctrinal y litúrgicamente, el reconocimiento oficial de la preeminencia de la santidad de San José sobre la de todos los santos, excepto María. En colaboración con los carmelitas descalzos de la Sociedad Iberoamericana de Josefología de Valladolid y con los Padres de San José del beato Leonardo Murialdo del centro de investigación San Jose de Viterbo, aquellos dos padres de la Santa Cruz habían podido hacer publicar las traducciones inglesa, francesa, española, portuguesa e italiana de su folleto, de las cuales hicieron llegar un ejemplar juntamente con una petición a los Padres conciliares bastante antes de la apertura del Concilio.
«A mitad de marzo de 1962, habían sido remitidos seis volúmenes de peticiones firmadas por 30 cardenales, 436 patriarcas, arzobispos y obispos y 60 superiores generales a Juan XXIII, quien, después de haber examinado las firmas, dijo: “Algo se hará por San Jose”. Estas firmas no hacían sino confirmar su deseo personal efectivamente algo de especial en honor a San José, hacia el cual profesaba desde niño una especial devoción.
«El 19 de octubre, tres días antes que se abriera la discusión del esquema sobre la liturgia en el aula, el P. Edward Heston, de los Padres de la Santa Cruz, que había remitido las peticiones en nombre de los tres centros arriba mencionados, había sido oficialmente informado que el Sumo Pontífice había decidido dar curso a la propuesta y que iba a decretar la inserción del nombre de San José en el Canon de la Misa».
El 13 de noviembre de hace cincuenta años se anunciaba en el aula conciliar “la soberana decisión” de Juan XXIII. Ese mismo día un decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, Novis hisce temporibus, firmado por el cardenal Larraona, prefecto, y Mons. Dante, secretario, la hacía pública y obligatoria. Fue ésta la única modificación que se hizo a la edición típica del Misal Romano de 1962 hasta la recentísima de Benedicto XVI cambiando el formulario de la oración solemne del Viernes Santo por los judíos. Se trató, desde luego, de un enriquecimiento deseable y deseado, y de un acto de justicia hacia el Glorioso Patriarca, que aparecía por fin mencionado en el Sacrificio de aquella Redención en cuya economía tanto tuvo que ver, hasta el punto que, como dice el jesuita P. Alcañiz, entre en cierta manera en el orden hipostático, que contribuyó de peculiar manera a constituir.
RODOLFO VARGAS RUBIO
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