Dos estilos distintos pero un mismo amor a la Iglesia
ACHILLE RATTI Y EUGENIO PACELLI, TAN DISTINTOS Y TAN CERCANOS
RODOLFO VARGAS RUBIO
- Achille, Achille, Achille…
Tres veces pronunció el nombre de pila del Papa el cardenal Pacelli, camarlengo de la Santa Iglesia Romana. Pío XI no respondió. Era el 10 de febrero de 1939 y su cuerpo yacía yerto sobre el lecho de doliente en los apartamentos papales en el Palacio Apostólico. Al silencio del pontífice siguió una declaración pronunciada en voz solemne por el purpurado, en la que se adivinaba un acento de dolor:
- Vere Papa mortuus est!
Sí, Achille Ratti estaba realmente muerto. Eugenio Pacelli no sólo lloraba la pérdida del Papa: lloraba a su Papa. En efecto, entre Pío XI y su secretario de Estado se había establecido una relación que trascendía la dedicación común por los intereses de la Iglesia o la mera simpatía. Se trataba de un verdadero afecto paterno-filial. Es más: el Papa había preparado conscientemente al Cardenal para sucederle en el sacro solio y lo había dado a entender a todo el mundo. “Farà un bel Papa!” solía decir refiriéndose al tímido Pacelli, a quien hizo viajar por Europa y a las dos Américas para foguearlo en el trato con los grandes de la Tierra.
Es fama el fuerte carácter de Pío XI, que hacía temblar a los monseñores de la Curia Romana y al personal del Palacio Apostólico. La impaciencia del Papa frente a una muestra de negligencia o incompetencia era de sobra conocida y bien se cuidaban todos de provocarla. El único capaz de dulcificar al Santo Padre (y con quien éste nunca se enojaba) era Pacelli. Bien es verdad que era irreprochable: había aprendido en sus largos años de vida curial y diplomática a no cometer deslices y a ser exacto y diligente. El único error que podía achacársele fue la pérdida de un importante expediente relativo a la codificación canónica de la Iglesia en tiempos de Benedicto XV, pero aprendió la lección.
Nadie se llamó a sorpresa cuando, semanas más tarde, Eugenio Pacelli emergió del cónclave convertido en Pío XII. Había aprendido a ser papa al lado del formidable Ratti (como Pablo VI aprendería a ser papa al suyo). Como él, no quería asesores sino ejecutores. Se asumió toda la reponsabilidad y el peso íntegro del gobierno de la Iglesia, pero, a diferencia de su predecesor, durante la mayor parte de su pontificado no tendría ni querría un secretario de Estado, que le descargara de buena parte de las responsabilidades. A la muerte del cardenal Maglione, reaccionaría como Luis XIV a la de Mazarino: gobernaría solo. Pero esto es otra historia.
Aquí nos interesa examinar un argumento que suelen usar los denigradores de Pío XII como sostén de su acusación de cobardía y pusilanimidad: el de una supuesta contraposición con Pío XI. Según ellos, éste habría sido un pontífice intrépido, que se habría enfrentado a los totalitarismos de la época, en tanto su sucesor se habría mostrado apocado y condescendiente con ellos. Aseguran que si al primero le hubiera tocado vivir las circunstancias por las que atravesó Pío XII, hubiera procedido de modo muy distinto al de éste. Pero ¿es esto cierto?
De entrada hay que admitir que Pío XI y Pío XII son papas con dos personalidades y dos estilos distintos: el uno vehemente y combativo; el otro reflexivo y prudente. Pero estas diferencias no impidieron en modo alguno que hubiera un buen entendimiento y una admiración recíproca entre ambos. Quizás Achille Ratti veía en Eugenio Pacelli las características que podían contribuir a equilibrar su natural ímpetu para el mayor bien de los intereses de la Iglesia. Lo que sí está claro es que a Pío XI le desagradaban profundamente la vileza y la debilidad de carácter y es claro que si hubiera detectado cualquiera de estas cosas en Pacelli, nunca lo habría llamado para ser su secretario de Estado, ni lo hubiera creado cardenal ni mucho menos le hubiera otorgado su plena confianza y dispensado su predilección.
Las circunstancias en las que vivieron los dos papas no fueron idénticas: hubo una guerra de por medio. Y no una guerra cualquiera. La segunda conflagración mundial fue no sólo la más cruenta de la Historia, sino aquella en la que se colmó hasta rebasar el vaso de la crueldad humana. Ésta llegó a límites inimaginables, hasta el punto que el mayor de los escépticos podría tomar pie de ella para admitir la existencia del demonio. Y es que tanto el nazismo como el bolchevismo tenían un siniestro trasfondo luciferino. ¿Qué hubiera hecho Pío XI en el lugar de Pío XII? No es fácil saberlo, aunque hay razones para pensar que no habría actuado de modo diferente en substancia al de su sucesor.
Achille Ratti podía ser audaz, pero no era ningún irresponsable y, desde luego, no habría puesto en peligro –por un afán de justificación personal– a millones de seres humanos, desafiando a un loco furioso como era Hitler. Desde luego con Mussolini –que no puede compararse en grado de maldad al Führer– aguantó todo lo que pudo para no perjudicar a la Acción Católica, objeto del hostigamiento del régimen, que pretendía acabar con ella. Se sabe que el Papa quería aprovechar el décimo aniversario de la Conciliazione para hacer una pública denuncia contra aquél delante de todos los obispos italianos, pero la muerte se lo impidió. Sin embargo, en diez años de sistemáticas violaciones de los Pactos Lateranenses, salvo la encíclica Non abbiamo bisogno (1931), Pío XI observó una paciencia para con el Duce que, a los ojos de quien no comprendiera la situación, podría parecer condescendencia. Pero estaba en juego el bien de las almas y por él, como dijo una vez, el Papa estaba dispuesto a negociar hasta con el Diablo en persona.
Así que si Pío XI hubiera sido el papa de la guerra, probablemente –aunque muy a su pesar– no le hubiera plantado cara a Hitler. De hacerlo, no le habría quedado otra opción que correr a refugiarse a Londres o caer en manos del tirano. Pero ello en nada habría favorecido a las víctimas de la persecución: todo lo contrario. Fue ése el dilema de Pío XII, que escogió la prudencia como la mejor cobertura para una ayuda eficaz a los proscritos. Es muy cómodo ser héroe desde el exilio, al modo del general De Gaulle; lo difícil es ser héroe en silencio. Lo fueron, por ejemplo, muchos funcionarios de la Francia ocupada, miembros secretos de la Resistencia, que gracias a haberse callado y haber disimulado pudieron favorecer la lucha contra los nazis.
Hay un indicio interesante sobre qué hubiera pensado Pío XI sobre la posición de su sucesor ante el nazismo y al que no se presta la suficiente atención: el cardenal Eugène Tisserant tenía un temperamento muy parecido al del papa Ratti (al que profesaba gran admiración), hasta el punto de ser conocido como “el León de Lorena” (en efecto, había nacido en Nancy, la capital de esa castigada región de Francia). En muchas cosas no anduvo de acuerdo con Pío XII y así lo manifestó en más de una ocasión y sin pelos en la lengua. Sin embargo, ni una palabra de crítica acerca de una actitud supuestamente silenciosa de Pacelli durante el período bélico. En el libro que el fiel secretario del cardenal, Mons. Gilles Roche, escribió sobre este papa basándose en las memorias inéditas que aquél le confió (y que fueron objeto, por cierto, de una rocambolesca historia), no hay ninguna frase de censura o reproche para la actuación del pontífice.
Pero veamos ahora las concretas actuaciones de Pacelli al lado de Pío XI como secretario de Estado. En primer lugar, abordemos la cuestión de la política concordataria de la Santa Sede, que se achaca a la mentalidad diplomática y juridicista del primero, que supuestamente habría prevalecido sobre su sentido pastoral. En especial, se cargan las tintas por la firma del Concordato con el Reich Alemán en 1933. No se reflexiona en el hecho de que la política de concordatos es anterior a la llegada del cardenal Pacelli al tercer piso del Palacio Apostólico. Bajo la supervisión de Pío XI y el cardenal Gasparri se celebraron los siguientes: con Letonia, Polonia, Rumanía, Lituania, Checoeslovaquia, y los länder alemanes de Baviera y Prusia, además de los Pactos Lateranenses (que incluían el Concordato con Italia). De la época Pacelli sólo datan, en cambio, los concordatos con Baden, Austria, Alemania y Yugoeslavia. La concordataria fue, pues, una política decidida por Achille Ratti, con el objeto de proporcionar a la Iglesia un instrumento legal para defender sus derechos y a sus hijos.
El caso concreto del concordato con el Tercer Reich se ha tergiversado. En primer lugar, no constituyó ninguna aprobación del régimen nazi, el cual, por otra parte, acababa de llegar al poder y no había tenido tiempo de mostrarse en toda la crudeza de su perversión. Las mismas democracias europeas (Francia y Gran Bretaña) aún en 1938 – cuando ya se había manifestado la política racista y antisemita alemana y se había verificado el Anschluss– creían que era posible contener a Hitler y negociar con él. En segundo lugar, el concordato no fue buscado por la Santa Sede sino pedido por Hitler, el cual envió al vicecanciller, el católico Franz von Papen, a negociarlo sobre la base de un borrador de la época de la República de Weimar que había quedado archivado. El propósito del Führer era ganar prestigio para su recién estrenado gobierno siendo así que no tenía la menor intención de respetar lo pactado (por eso dio instrucciones a von Papen de ser largo en concesiones). Ni Pío XI ni el cardenal Pacelli se hacían ilusiones sobre el concordato con Alemania, pero al menos, como confiaron al embajador francés Charles-Roux, disponían de una base jurídica firme sobre la que protestar y con la que defender los derechos de la Iglesia y de los católicos alemanes.
Otra acusación que se le hace a Pío XII es su germanofilia, la cual le habría predispuesto a ver con simpatía la ascensión del nazismo al poder como una alternativa al comunismo. En general, se opone un Pacelli de derechas y tendencias autoritarias a un Pío XI de simpatías más bien demócratas. Si bien es verdad que este último fue un adversario decidido de los grandes totalitarismos (fascismo, nazismo y comunismo) no era un entusiasta del republicanismo liberal, que no había sabido enfrentarse al problema social (lo que, en parte, había favorecido la ascensión de esos mismos totalitarismos) y había degenerado, en algunos casos, en sectarismo antirreligioso (Méjico y España). La encíclica Quadragesimo anno (1931) revela más bien un ideario social y político de tipo corporativista, basado en el principio de subsidiariedad. No es extraño, pues, que el Estado novo implantado en Portugal por Oliveira Salazar y basado ese mismo sistema, fuera visto con buenos ojos por Pío XI.
En cuanto a Eugenio Pacelli, ciertamente sentía una gran simpatía hacia Alemania, pero ¿podía reprochársele después de haber pasado doce años allí? El sentido de la disciplina, del método y del orden proverbial del espíritu teutón era el que más se adaptaba a su personalidad. Su extraordinario dominio de la lengua de Goethe le permitió, por otra parte, forjarse una sólida cultura alemana. Ahora bien, hablar de germanofilia por este hecho parece excesivo y lo es mucho más el deducir de ello una supuesta simpatía por el nazismo, ni siquiera como una alternativa al comunismo (de cuyos efectos había sido testigo en 1919 durante la revolución roja en Baviera, como el nuncio Ratti lo sería, por cierto, al año siguiente, cuando la Rusia soviética invadió Polonia). El futuro Pío XII admiraba, en cambio, a la sociedad norteamericana, que había sabido cimentar un sistema estable y democrático de gobierno sin caer en los prejuicios y extremos del liberalismo europeo. De hecho, en 1936 emprendió una gira de carácter privado (aunque con la anuencia de Pío XI) por los Estados Unidos, país donde causó admiración y entusiasmo y de donde regresó a Roma con buenas y duraderas amistades, especialmente la del presidente Roosevelt (que, hecho sin precedentes, enviaría un representante personal ante Pacelli convertido en Pío XII).
Ahondando en la supuesta propensión favorable al nazismo por parte de Pacelli, conviene recordar unos cuantos hechos. Primeramente, el nuncio en Munich fue de las pocas personalidades destacadas de la época que se tomó la molestia de leer Mein Kampf, libro del cual sacó la más desagradable de las impresiones, considerándolo un peligro en potencia, según el testimonio de la Madre Pascualina Lehnert, gobernanta de la nunciatura. También se debe considerar el hecho elocuente de la estrecha amistad que ligaba al cardenal Pacelli con los obispos alemanes más combativos del régimen hitleriano: el cardenal Michael von Faulhaber de Munich, el beato Clemens August von Galen, obispo de Münster y el obispo Conrad von Preysing de Berlín. Además, el antinazismo del secretario de Estado de Pío XI está suficientemente acreditado por la encíclica Mit brennender Sorge (1937), obra personal de Pacelli en colaboración con el cardenal Faulhaber, como lo prueban las minutas originales del documento con anotaciones de puño y letra de aquél. Es sabido, además, que cuando felicitaban al Papa por la encíclica, se volvía en dirección suya y decía, señalándole: “de él es el mérito”. En fin, no debe soslayarse la enérgica reprimenda de la que fue objeto el cardenal Innitzer de Viena, mandado llamar a Roma por Pacelli para pedirle explicaciones de su actitud benévola hacia el Anschluss.
Queda la cuestión de la famosa “encíclica fantasma” contra el racismo que Pío XI habría querido publicar impidiéndoselo la muerte. Se ha reprochado a Pío XII el haberla desechado para no provocar las iras de Alemania, contribuyendo así a la persecución de los judíos y de las minorías étnicas. Es cierto que Achille Ratti tenía en mente hacer una declaración formal sobre el tema de la discriminación racial y en junio de 1938 encargó al jesuita estadounidense John LaFarge la preparación del documento, que se llamaría Humani generis unitas. El religioso trabajó en ello todo el verano y al regresar a su país entregó el borrador al director de La Civiltà Cattolica para que lo hiciese llegar al Papa. Ahora bien, era evidente que lo que había escrito el P. LaFarge estaba muy lejos de constituir un texto definitivo. El buen jesuita, aunque firmemente adversario de la teoría de la distinción de razas y del antisemitismo, pagaba tributo a ser hijo de su época y no desdeñó recoger algunos argumentos del tradicional antijudaísmo religioso presente en el cristianismo (que, por otra parte, la Santa Sede estaba lejos de compartir). Desde luego, el texto no era, ni con mucho, una anticipación de Nostra Aetate. Pío XI, que había declarado públicamente que “espiritualmente todos somos semitas”, si lo leyó, ciertamente lo descartaría. De haber autorizado Pío XII su publicación hoy lo acusarían de intolerante y antisemita.
Un último punto, al hilo precisamente de este nuevo aniversario de la muerte de Pío XI. Ésta fue atribuida a Mussolini, el cual, para impedir que el Papa denunciara públicamente al régimen fascista en medio de las conmemoraciones del décimo aniversario de los Pactos Lateranenses, habría encargado al arquíatra pontificio Dr. Giuseppe Petacci (padre de su amante Claretta) que administrara una inyección letal al ya debilitado y prácticamente moribundo pontífice, el cual rogaba a Dios tan sólo un día más de vida para llevar a cabo su cometido. La especie fue difundida muchos años después por el cardenal Tisserant, pero desmentida vivamente por el cardenal Carlo Confalonieri, que en 1939 era chambelán privado de Pío XI y estuvo velando en todo momento junto a él durante su agonía. Por otra parte, ni Mons. Mario Nasalli Rocca di Corneliano, también chambelán privado, ni el maestro de cámara Mons. Antonio Arborio Mella di Sant’Elia, ambos personajes inmediatos al entorno papal, mencionan la cosa en sus memorias.
Lo cierto es que Eugenio Pacelli sucedió de manera natural a Achille Ratti (que es lo que éste deseaba y los cardenales consideraron oportuno). Ambos pontificados pueden considerarse juntos sin solución de continuidad. Los grandes planes de proyección universal de la Iglesia que tuvo Pío XI se vieron realizados magníficamente durante el reinado de su sucesor: la gran expansión misionera, la promoción del clero autóctono, la independencia y prestigio de la Santa Sede, el fomento del apostolado de los laicos, el uso de las nuevas tecnologías al servicio de la religión… Eran, sí, dos papas y dos estilos, pero compartían un mismo amor a la Iglesia y un solo designio de servir a Dios y salvar almas.
2 comentarios
Cuando se escriba la verdadera historia de esos años, veremos que pocos Papas tuvieron que arrostrar tantas complicaciones juntas, y casi sólo, porque eran muy pocas las personas de las que podía fiarse.
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