La última y más terrible de las antiguas persecuciones
LA SUPERSTICIÓN RELIGIOSA LLEVÓ A LA MÁS GRANDE PERSECUCIÓN DE LA ANTIGÜEDAD
LORENZO CAPPELLETTI
La madrugada del 23 de febrero del 303 –día de los Terminalia, la festividad de “Júpiter de los confines” (Iupiter Terminalis), que podía haber sido el momento simbólico para terminar definitivamente con la fe cristiana–, los pretorianos arrasan la basílica cristiana de Nicomedia, la ciudad donde residían entonces los emperadores Diocleciano y Galerio. Aquel mismo día, o el día después, fue emanado un edicto que, por lo que respecta a los cristianos, decretaba la destrucción de sus lugares de culto y sus libros sagrados; la expulsión de los cargos públicos y la privación del derecho a defenderse frente a cualquier tipo de acusación; la degradación de los cristianos más ilustres, que podían por ello ser sometidos a tortura; y, por lo que se refiere a los esclavos cristianos, la imposibilidad de ser liberados.
Es el principio de la sanguinaria persecución que durante un decenio será no sólo semilla de cristianos, sino también causa de traiciones y laceraciones dentro de la Iglesia (cfr. Eusebio, Historia Eclesiástica VIII, 2-3), empezando por la de Roma, cuyo papa Marcelino, como se lee lapidariamente en su biografía oficial, acabó alabando a los dioses paganos: «ad sacrificium ductus est ut turificaret, quod et fecit» (Liber pontificalis I, 162). No por nada todos los fieles piden cada día en la oración del Señor «et ne nos inducas in tentationem».
Cuando se cumplieron los mil setecientos años de esta persecución, conocida como la gran persecución o la persecución de Diocleciano, no tuvo ningún eco en las páginas culturales de la prensa. Y, sin embargo, no se trata de un hecho menor y carente de sugerencias para los modernos, «los primeros», decía Péguy, «después de Jesús sin Jesús», que no comprendiendo ya el eco de la lucha radical y misteriosa a la que alude el Apocalipsis de san Juan, no entendemos por qué la fe en Jesucristo ha de ser odiada y consideramos su persecución simplemente como resultado de costumbres primitivas y bárbaras, o como mucho como instrumento para otros intereses. Como también consideramos bárbara y/o instrumental, pese a los hechos, la conversión de Constantino.
Nos encargaremos nosotros de recordarla. Para ello nos valdremos de las noticias que nos ofrecen dos autores contemporáneos de los hechos, el griego Eusebio, obispo de Cesarea de Palestina, y el rétor de lengua y cultura latinas Lucio Celio Firmiano Lactancio. El planteamiento de ambos es discutible, porque escriben sus obras historiográficas como paladines de un cristianismo ya vencedor. Pero nosotros no nos interesaremos por la cornisa más o menos ideológica y triunfalista en que ambos incluyen a vencedores y vencidos, sino por los hechos ocurridos en Oriente a caballo de los siglos III y IV, y de los cuales ellos fueron, en algunas ocasiones, testigos oculares.
Quienes sabían interpretar no el hígado de las ovejas o el vuelo de los pájaros, sino algunos hechos acaecidos durante el decenio precedente, podían imaginarse, mucho antes de aquella Kristallnacht del 23 de febrero, que se estaba preparando la solución final. En los años noventa del siglo precedente, en efecto, había habido varias depuraciones de militares y funcionarios imperiales, si bien fueron esporádicas y sin implicaciones para la fe cristiana, por lo menos aparentemente. Estas implicaciones salen a la luz precisamente al terminar el siglo, tras la victoria del César Galerio en la segunda expedición contra los persas, de la que había vuelto con muchas ínfulas con el título de Persicus maximus, y por la decidida influencia de la casta de los arúspices (los adivinos).
«Diocleciano se hallaba en Oriente. Buscaba ansiosamente, como solía hacer, presagios del futuro, por lo que sacrificaba cabezas de ganado y examinaba el hígado para descifrar el porvenir. Algunos sirvientes que asistían a una ceremonia y que conocían al Señor se hicieron en la frente la señal inmortal [de la cruz]. Las potencias maléficas huyeron ante este gesto y los sacrificios quedaron viciados. Los arúspices estaban atónitos por no poder ver en las vísceras de las víctimas sacrificadas las señales acostumbradas, y recomenzaban el sacrificio, pero las víctimas inmoladas seguían sin ofrecer presagios. Hasta que Tage, famoso jefe de los arúspices, bien porque sospechaba o bien porque algo había visto, afirmó que las sagradas ceremonias no daban resultado porque estaban presentes hombres profanos en los sacrificios rituales. Furioso, Diocleciano ordenó que hicieran sacrificios no sólo los encargados de las ceremonias sagradas, sino todos los que estaban en el palacio, y que se fustigara a quienes opusieran resistencia; con despachos escritos a los comandantes ordenó que también los soldados fueran obligados a los sacrificios nefandos: quienes no obedecieran serían expulsados del ejército» (Lactancio, De mortibus persecutorum X).
Como en muchas narraciones de persecución antiguas y modernas, la motivación podría parecer insuficiente y, por consiguiente, increíble: «Es difícil para quienes nunca conocieron ninguna persecución, y que nunca conocieron a un cristiano, creer en estas narraciones de persecución cristiana», escribía Eliot en el coro VI de The Rock (hoy la pretensión de resolver esta dificultad en clave cultural nace de una incredulidad mayor y a su vez la fomenta). Pero un precedente nos lo confirma: la última persecución generalizada del 257-58, decidida por el emperador Valeriano, que, como hará luego Diocleciano, había acogido a muchos cristianos, hasta el punto de que «su casa se había convertido en una iglesia de Dios», dice Eusebio (Historia Eclesiástica VII, 10, 3), estuvo, desde luego, determinada por la superstición feroz del consejero Macriano. Eusebio habla así de él: «Su [de Valeriano] maestro [Macriano], que era el jefe de los magos egipcios, lo persuadió de que cambiara de rumbo, le indujo a matar y perseguir a aquellos hombres puros y santos, porque se oponían y obstaculizaban los encantos inmundos y repugnantes; había y sigue habiendo, sin embargo, cristianos capaces de desbaratar los designios de los demonios nefastos con su presencia, con su mirada, sólo con su respiración y su voz. Le sugirió que llevara a cabo ritos impuros, maléficos, abominables, sacrificios execrandos; que decapitara a pobres niños, que inmolara a hijos de infelices padres, que lacerara las vísceras de recién nacidos, que dividiera e hiciera pedazos a las criaturas de Dios, como si así pudiera alcanzar la felicidad» (Historia Eclesiástica VII, 10, 4).
Así pues, hacia el año 300, estas medidas dirigidas a hacer limpieza en el Palacio y en el ejército, motivadas como cincuenta años antes por una feroz superstición, podían sentar peligrosos precedentes.
Pero también había habido otros antes. En la época de la primera guerra persa, en el 297, el maniqueísmo había sido condenado con penas durísimas, hasta la decapitación y la hoguera para los jefes y los adeptos, por ser «religio nova et inopinata» (Edicto contra los maniqueos) y sobre todo porque «de Persica adversaria nobis gente progressa» (ivi): era el maniqueísmo que más tarde fascinará a Agustín. «El que san Agustín fuera durante nueve años auditor en la secta de Manes es la prueba de que esta herejía debía contener algo muy atractivo que hoy, a nosotros, que conocemos solo una parte de las tradiciones antecedentes recogidas por Manes, nos resulta muy difícil valorar», advierte Eric Peterson finalizando el capítulo correspondiente de la Enciclopedia Católica. (La advertencia de un estudioso de su calibre debería ser un consejo para valorar las relaciones de Agustín –tanto con los maniqueos de Roma [«amicitia eorum familiarius utebar quam caeterorum hominum qui in illa haeresi non fuissent»: Confesiones V, 10, 19], como, más tarde en África, con los donatistas, de los que no solo fue confutador sino también estimador [de Ticonio aprecia, hasta hacerlas suyas, las reglas de interpretación de las Sagradas Escrituras]– fuera de un “esquema de conversión”, porque si no resulta casi más difícil creer en las narraciones de conversión que en las de persecución. Dicho sea entre paréntesis, aunque no sin cierto énfasis). El cristianismo, aunque no era tan nova religio y procedía de una tierra no tan enemiga, hacía poco que había nacido en Oriente, en Palestina también entonces crucial, y podía sufrir la misma suerte.
Pero habría que añadir que las reformas políticas y administrativas del decenio precedente no prometían nada bueno. Empezando por la fundamental reforma constitucional que fue la tetrarquía. Desde los primeros años de reinado, Diocleciano había asociado a su persona como Augusto, aunque en posición subordinada, a Maximiano, un general paisano suyo, especialmente para que se ocupara de las turbulentas Galias. La sucesiva afiliación a ambos, respectivamente, de Galerio y Constancio Cloro como Césares en el 293, había de completar la reforma tetrárquica que pretendía darle al Imperio un gobierno más adecuado y una sucesión indolora. Esta reforma, sin embargo, lejos de ser sólo un recurso técnico, adquiría un carácter fuertemente ideológico y religioso, como fue demostrado por William Seston en el clásico Dioclétien et la tétrarchie, sobre todo desde que en el 289, el primer fatídico Ochenta y nueve, Diocleciano asumía el título de “familiar de Júpiter” (Iovius) y le daba a Maximiano el de “familiar de Hércules” (Herculius): también lo serían sus respectivos hijos, cuyos destinos, además de por esta “parentela divina”, iban entrelazados a los dos Augustos por relaciones familiares. Por esa maraña de vínculos Constancio Cloro tuvo que abandonar a Helena, la madre de Constantino, para casarse con la hija de Maximiano.
Si por una parte las divinidades elegidas eran las del tradicional panteón romano, no era tradicional la “parentela divina” que fundaba el sistema constitucional. «Este absolutismo teocrático elevaba a sistema y a verdadero rito las señales de respeto heredadas de las monarquías orientales que paulatinamente habían ido entrando en uso y que culminaban en la adoratio obligatoria de los príncipes» (J. Moreau, La persecuzione del cristianesimo nell’Impero romano, p. 104). Paradójicamente, el poder en Roma (aunque Roma ya había dejado de ser el centro del Imperio), se comportaba como las monarquías contra las que ejercía su mayor esfuerzo bélico. La imitación del aparato simbólico era recíproca. Así ocurría que Narsetes, que subió al poder en Persia en el 293, el mismo año de ser elevados a Césares Galerio y Constancio, se proclamó “hijo” del gran Shapur I.
La reorganización de las provincias y de la administración, emprendida con la tetrarquía, además de la creciente importancia del ejército, habían hecho necesaria una política fiscal que les quitaba a los ciudadanos incluso la apariencia de libertad sobre la base del «principio de la responsabilidad colectiva aplicado con férreo rigor» (S. Mazzarino, L’Impero romano, II, p. 590). Una vez establecido el censo a que estaba obligada cada división administrativa, los pertenecientes a esa división tenían forzosamente que pagarlo. Los individuos ahora quedan asimilados e identificados con la tierra (estamos en los orígenes de los siervos de la gleba): «una unidad de trabajadores equivale, por lo que se refiere a los tributos, a una unidad imponible territorial: una cabeza de trabajador-colono (caput) resulta equivalente a una unidad de superficie que puede ser trabajada por un trabajador-colono (iugum). […] El Imperio romano, completamente rodeado de enemigos, que había salido de guerras civiles que seguían sacudiendo su unidad, quedó de este modo ordenado como un inmenso campo de trabajo, donde una plebs rusticana, la que estaba obligada a la capitatio (que, en principio, nunca pesa sobre la plebe ciudadana), trabajaba sin descanso para el mantenimiento de la civilitas romana, trabajaba para producir géneros alimenticios para la annona militaris y para la civilis» (ivi, pp. 589-591).
Todo iba dirigido a mantener el tren de vida de la plebe de los grandes centros urbanos del Imperio y a aumentar el de un ejército cuadruplicado en sus efectivos, para garantizar su fidelidad. La contrapartida fue una inflación creciente que llevó al derrumbe de la moneda, y que ni siquiera el Edictum de pretiis, del 301, pudo mitigar. Con la persecución ya comenzada, las dificultades económicas y la presión fiscal que condenaba a la miseria sobre todo a los más pobres se acentuarán.
Hay que considerar también todo esto a la hora de estudiar la gran persecución, porque toda crisis económica seria desemboca en luchas por la supervivencia, en las que el único principio es mors tua vita mea. No hay más que ver, en nuestros días, cómo el parón del crecimiento de África va ligado a la proliferación en aquel continente de violencias desconocidas en los decenios precedentes, por no hablar de epidemias que, sin necesidad de guerras bacteriológicas, están diezmando a poblaciones enteras.
Con todo, la persecución cruenta llegó inesperadamente. Diocleciano reinaba desde el 284, y el cristianismo parecía prosperar gracias a un edicto del 260 concedido por el hijo de Valeriano, Galieno, después de que el padre fuera capturado en la guerra contra los partos de Shapur I y su piel, en sentido literal, campeaba como trofeo en el templo de aquellos. Aquel edicto había garantizado al cristianismo una situación quizá ya desde aquel momento de plena legitimidad. Hasta el punto de que, como escribe Marta Sordi, «en Oriente, romanización y cristianismo iban, en algún caso, paralelamente. Y se comprende que […] a los ojos del oriental Manes el cristianismo pudiera parecer la religión característica del mundo romano» (Il cristianesimo e Roma, p. 479). Mazzarino añade detalles que ponen de relieve la insostenible contradicción de un «Estado de cristianos con política anticristiana»: «La Crónica de Seert dirá que “los deportados romanos” [estaban también el obispo de Antioquía, Demetriano, y algunos sacerdotes entre quienes fueron capturados en una de las incursiones de Shapur] consiguieron en Persia un bienestar mayor que en su patria, y por su obra el cristianismo hizo prosélitos en Oriente”. El Imperio romano se encontraba, pues, en esta paradójica situación: constituido por cristianos sobre todo en sus partes orientales, parecía ser el Imperio de los cristianos visto desde el exterior; y sin embargo, su emperador era un perseguidor. […]. Extraña situación de un Estado de cristianos (especialmente en su parte oriental) con política anticristiana» (L’Impero romano, II, 529).
Como hemos visto, sin embargo, hasta el 303 no había habido más que alguna que otra medida dentro del ejército y del Palacio imperial, y ni siquiera se aplicaron de manera tan sistemática, visto que algunos funcionarios cristianos como Pedro, Doroteo y Gorgonio, en el momento en que estalló la persecución gozaban de la confianza del emperador y seguían en servicio en Nicomedia. El propio Lactancio, que nos lo narra, procedente de África, desembarcó, por invitación de Diocleciano, en Nicomedia hacia finales del siglo III, quizá allí se convirtió al cristianismo, sin por ello dejar de prestar su servicio de rétor en el palacio imperial. Incluso la mujer y la hija de Diocleciano, Prisca y Valeria, parece que simpatizaban con el cristianismo.
El primer edicto del 23 de febrero, además, y las demás disposiciones emanadas durante aquel mismo año 303, si bien fueron cada vez más duras, no contemplaban la pena capital por explícita voluntad de Diocleciano- Pero en un momento dado, a principios del 304, todos indistintamente fueron llamados a realizar públicamente un sacrificio y una libación a los dioses so pena de muerte.
¿Por qué esta obligación de rendir cuentas? Porque la política, que por naturaleza tiende al compromiso y la moderación, se había debido apoyar en la hostilidad religiosa. «La lucha adquiría así un significado político, pero solo en la medida en que la política se convertía ella misma en hecho religioso» (M. Sordi, Il cristianismo e Roma, p. 340). Diocleciano, que poseía bastante sentido político para comprender que una persecución de cristianos iba a agravar los problemas, se había tenido que doblegar ante Galerio. Este, que había vuelto victorioso del frente balcánico y luego del oriental, único general que consiguió domar a los enemigos del Imperio por antonomasia, germanos y partos, se estaba convirtiendo en el hombre fuerte del régimen. Fue, pues, la opinión de Galerio la que predominó, como atestiguan nuestras fuentes (cfr. De mort. pers. XI y XIX; e Hist. Ecl. VIII, apéndice), la que llevó a la solución final. Al parecer, hay que reconocer su acción provocatoria tras dos incendios estallados en Nicomedia, que llevaron ya tras el primer edicto a la muerte de muchos cristianos del lugar, entre ellos el obispo Antimo. Víctima no sólo política de esta acción fue también Diocleciano que, sospechoso de todo y ante los ojos de todos, caerá víctima de una verdadera enfermedad mental y abdicará al año siguiente.
¿Galerio, pues, es a Diocleciano lo que Macriano a Valeriano? En cierto sentido, sí. Pero él solo no habría sido más que el corpulento energúmeno de que hablan las fuentes. En realidad estaba dominado por su madre, ferozmente supersticiosa, e influido por un neoplatonismo que había quedado ya sólo en práctica teúrgica, el cual veía en la fe cristiana el principal obstáculo para sus magias. El Contra los cristianos del discípulo predilecto de Plotino, Porfirio, preparó el terreno a la persecución ya antes de finales del siglo III. Los discursos verdaderos de Hierocles, de la misma corriente, pero una generación más joven, lo acompañaron en su desarrollo. Hierocles, por lo demás, como gobernador primero de Bitinia y luego de Egipto, no actuó sólo con la pluma. Como el filósofo Teotecno, superintendente de Antioquía de Siria, y otros más. En Siria, Fenicia, Palestina y Egipto y en las provincias de la península de Anatolia, estos se desencadenaron como ejecutores de los edictos persecutorios hasta casi la paz del 313.
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