Historias del Postconcilio (V): Pablo VI y la renovación de la Compañía de Jesús
PABLO VI SIGUIÓ CON PREOCUPACIÓN EL “AGGIORNAMENTO” POSTCONCILIAR DE LOS JESUITAS
Pablo VI siguió con preocupada atención las peripecias de los Institutos religiosos durante los años que siguieron a la clausura del Concilio Vaticano II. La secularización de un número considerable de sus miembros, la escasez de vocaciones y la gradual reducción de los efectivos de aquellos Institutos, inquietaban al Pontífice; y más todavía le preocupaba la desorientación acerca de los fines propios de cada Orden o Congregación, que podía ser la consecuencia –como realmente lo fue- de un imprudente “aggiornamento” encaminado a acomodar tales instituciones a las nuevas circunstancias de la sociedad contemporánea. El Papa, en una carta dirigida en 1974 al Prepósito General de la Compañía de Jesús, el español Pedro Arrupe, exponía las grandes directrices que habrían de ser tenidas siempre en cuenta al proceder a la obra de la acomodación. No quería –escribía- que “la renovación se realice al precio de experiencias arriesgadas, extrañas al genio propio de cada familia religiosa y, con más razón, si implicaban el abandono de los valores primordiales de una vida consagrada a Dios”.
El Papa Montini siguió especialmente de cerca la evolución de los acontecimientos en la Compañía de Jesús, y ello por diversas razones: por la importancia que tenía en la vida de la Iglesia universal y, también, por la condición que le correspondía de Superior supremo de la Compañía, derivada del vínculo particular que, desde su fundación, ligaba la Orden al Romano Pontífice. Dos preocupaciones primordiales inspiraron la actuación de Pablo VI: La salvaguardia de la integridad de la Formula Instituti –su constitución orgánica- y la fidelidad de la Compañía a sus fines propios.
El 22 de mayo de 1965 –estando todavía reunido el Concilio- Pablo VI se dirigió a los Jesuitas miembros de la Congregación General 31 que, tras el fallecimiento del P. Janssens, eligió como Prepósito General a Arrupe y encomendó a la Compañía la lucha contra el amenazador peligro del ateísmo. Pidió a la Orden “que tiene por característica ser baluarte de la Iglesia y la religión, que aúne sus fuerzas para oponerse valientemente al ateísmo, bajo la bandera y protección de San Miguel, príncipe de la milicia celestial”.
La Congregación pasó revista y sometió a examen todos los aspectos de la vida y de la actividad de la Compañía: - sus estructuras internas, con todo lo relativo a sus órganos de gobierno, personales (superiores en todos sus niveles, sus consultores y asesores) y colectivos; - la condición de las diversas categorías de sus miembros (definitivamente incorporados y no, con una consideración especial de los hermanos); - los objetivos, procesos y métodos de la formación de sus miembros en vida espiritual y en estudios y otras competencias, enlos diversos estadios; - los diversos ministerios apostólicos, con especial énfasis en la necesidad de una adecuada selección de los mismos para responder con eficacia a las nuevas necesidades que se presentaban; - y, con especial interés, los diversos aspectos de la vida espiritual de los jesuitas, individualmente y en comunidad, y la observancia de los votos religiosos y de la forma de vida propia de la Compañía. Nada escapó a su revisión y adaptación.
Fruto de todo ello fue un rico conjunto de 56 decretos, la mayoría de ellos formulados en términos no escuetamente dispositivos, como había sido la práctica predominante de las Congregaciones Generales anteriores, sino enriquecidos también con amplios desarrollos explicativos y motivadores -en un cierto mimetismo de los documentos conciliares -, que sirvieran para fundamentar e ilustrar pedagógicamente el sentido de lo que se disponía, y que, en muchos aspectos, resultaba nuevo, o incluso muy nuevo. Este proyecto de renovación, calificado por algunos de los Jesuitas participantes en la Congregación como “ilusionante y seductor” fue, por decirlo así, el detonante de muchos de los problemas por los que después pasó la Compañía.
De hecho, el curso de los acontecimientos en los años que siguieron a la celebración de la Congregación 31 -los primeros del P. Arrupe- provocó, un clima de disenso interno en la Compañía, entre dos corrientes que se configuraron, la “innovadora” y la que se denominó “tradicional” o “ignaciana”. Esta segunda, que tuvo especial importancia en España, solicitó la creación de una o varias provincias “ignacianas”, en las que se vivieran con rigor las reglas y el espíritu del Fundador. Los provinciales jesuitas españoles se opusieron a esta demanda, y el P. Arrupe, que la estimó como un peligro para la unidad, logró que Pablo VI, en bien de la paz de la Orden, no accediera a la creación de dicha provincia o provincias.
Quizás a este tema doloroso de la separación entre los miembros de la Compañía se refería Arrupe en septiembre de 1969, antes de los tres años de concluida la Congregación, en una carta muy densa que dirigió a toda la Orden sobre la colaboración de todos a la renovación propuesta por la Congregación 31. En ella, después de hacer un balance de los aspectos favorables y desfavorables advertidos en el proceso, y de proponer su plan de trabajo futuro por medio de los Provinciales y en estrecha relación con ellos, formula el siguiente diagnóstico: “Nuestra situación actual es ardua y compleja, y en ella se mezclan el trigo y la cizaña: no se puede cortar la cizaña de modo que se lleve también por delante el trigo, ni tampoco dejarla crecer de modo que lo sofoque. Es preciso proceder con suma discreción, para poder llegar en las Provincias y en las Casas a una ejecución eficaz”. Pero la afirmación culminante de la carta suena así: “La Compañía no puede permanecer introvertida e inmóvil, pues así se condenaría a la inutilidad y a una muerte lenta. (…). Sólo tiene una opción verdadera: acelerar su adaptación a las necesidades apostólicas del mundo actual, en servicio a la Iglesia, según los criterios de Cristo y de acuerdo con las normas propuestas por el Concilio Vaticano y los signos de los tiempos”.
Mas las principales intervenciones de Pablo VI en la vida de la Compañía de Jesús se produjeron a raíz de la celebración de la Congregación general 32 y estuvieron dirigidas a la preservación de la constitución y de los fines de la Compañía. La Congregación (diciembre 1974 – marzo 1975) –según el testimonio coincidente del cardenal Villot y de Mons. J. Martin, dos personalidades muy próximas al Papa- produjo a éste dos grandes preocupaciones, que giraron sobre todo en torno a dos puntos: el problema del cuarto voto y el compromiso para la promoción de la justicia en le mundo. La Congregación expresó el deseo de implantar en la Orden una estructura más igualitaria y democrática, suprimiendo a tal efecto los grados existentes entre los miembros de la Compañía y extendiendo a todos el cuarto voto solemne de obediencia al Papa, propio tan sólo de los religiosos profesos. Pablo VI entendió que esta innovación afectaba a la constitución esencial del Instituto e incluso podría diluir la eficacia del voto y desvirtuar su sentido, y por esas razones se opuso a la iniciativa. En una carta dirigida al P. Arrupe (15 de febrero 1975) escribió: “No se puede introducir novedad alguna con respecto al cuarto voto. Como supremo tutor y garante de la Formula Instituti y como Pastor universal de la Iglesia, no podemos permitir que sufra la menor quiebra este punto, que constituye uno de los fundamentos de la Compañía de Jesús”.
Por otro lado, el decreto IV de la Congregación General –“Nuestra misión hoy: el servicio de la fe y la promoción de la justicia”- y varios decretos más fueron también objeto de importantes puntualizaciones, contenidas en el anexo que acompañaba a la carta papal de aprobación de las actas de la Congregación 32. Con referencia a la promoción de la justicias se recordaba que Pablo VI, al clausurar el Sínodo de los Obispos de 1974, advirtió que no se debía “exaltar más de lo justo la promoción del hombre y su progreso social” y pidió que se diera prioridad al anuncio de la fe. Esto valía “especialmente para la Compañía de Jesús, fundada con una finalidad espiritual y sobrenatural, que es y debe ser un instituto sacerdotal, no secular”. Se recordaba que la misión del sacerdote es inspirar a los laicos católicos que tienen protagonismo en la promoción de la justicia: “No deben confundirse los papeles de cada uno”, concluía la advertencia. Entre las observaciones a los restantes decretos, destaca la formulada al titulado “Fidelidad al Magisterio y al Romano Pontífice”: el inciso “salva una santa y deseable libertad”, introducido en el texto, podría potencialmente atentar contra una regla tan fundamental como la de “sentire cum ecclesia”.
La carta papal aprobatoria estaba fechada el 2 de mayo de 1977 y constituye un buen testimonio del interés con que siguió Pablo VI, hasta el final de su pontificado, los problemas relacionados con la Compañía de Jesús.
8 comentarios
Qué duda cabe que el despeñamiento de la Compañía de Jesús, que tanta influencia ejerció siempre sobre las demás órdenes y congregaciones, contribuyó en mucho a la crisis de la vida religiosa del postconcilio.
Y, en fin, Pablo VI se equivocó al no aprobar esa Provincia jesuítica de estricta observancia. De haberse concedido, hoy día habría constituido el reducto desde el que comenzar la generación de la Compañía, tan necesaria.
Creo que no hay que cebarse demasiado con ellos, el problema de la Iglesia es generalizado y hay problemas en todas las ordenes religiosas, pero sí es cierto que la Compañía de Jesús es posiblemente la que más ha sufrido los efectos de la secularización y el contagio de las ideologías modernas, con su agnosticismo y su ateísmo.
GRACIAS,
ANA
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