El bombardeo que destruyó la abadía de Montecassino
SE HABLÓ DE TRÁGICO ERROR EN LA DESTRUCCIÓN DE LA ABADÍA DE MONTECASSINO, HE AQUÍ LO QUE OCURRIÓ
ROBERTO ROTONDO
En la calurosa mañana de primavera del 18 de mayo de 1944, los primeros infantes polacos pisan agotados los escombros desiertos de la abadía de Montecassino. Las diezmadas tropas del general Anders son los primeros soldados del V cuerpo de ejército aliado que llegan hasta allá arriba, abriéndose camino por entre los cadáveres en putrefacción desperdigados por toda la ladera de la montaña. Una de las batallas más duras de la Segunda Guerra Mundial ha terminado. Del más antiguo monasterio de la cristiandad, fundado en el 529 d.C. por san Benito, y donde descansan sus restos mortales, quedan sólo escombros y trozos de paredes. Ha sido arrasado por el más imponente bombardeo de la historia contra un solo edificio el 15 de febrero, al que siguieron tres meses de combates feroces para echar a los alemanes, que se habían atrincherado entre los escombros después del bombardeo.
Pero cuando los soldados aliados llegan a Quota Monastero, los pocos paracaidistas alemanes, que seguían resistiendo tenazmente desde febrero, ya se habían ido para evitar que los cercaran los gurkhas de la división india del general Francis Tuker, que ha atravesado los montes Aurunci rompiendo el frente enemigo, dejando fuera Cassino y abriendo a los aliados el camino hacia Roma. Un plan que el propio Tuker hubiera querido poner en práctica ya en febrero, de acuerdo con el general francés Alphonse Juin, jefe de las tropas norteafricanas, para evitar atacar a los alemanes frontalmente en Montecassino. Pero la estrategia franco-india, que quizá hubiera salvado miles de vidas humanas, además de las paredes y los frescos renacentistas de la abadía, había sido descartada por los otros oficiales del “multiétnico” V cuerpo de ejército, formado por soldados de doce naciones distintas a las órdenes del general Mark Clark. Este último había decidido, empujado por subordinados influyentes como el neozelandés Bernard Freyberg, que había que insistir en el ataque frontal de la línea Gustav (planeada por el mariscal de campo Kesselring para detener a los aliados que iban desde el sur hacia el norte) precisamente en su punto principal: la ciudad de Cassino y la montaña a su espalda, sobre la que surgía el antiguo monasterio benedictino, desde donde se dominaban los valles del Liri y del Rápido.
La abadía de Montecassino, que durante la posguerra fue reconstruida exactamente como era, ha recordado este año con algunas manifestaciones los sesenta años del bombardeo y de la trágica batalla. También el presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi, participó el 15 de marzo en las celebraciones. Subió a la abadía, donde se recogió durante tres minutos de silencio para recordar a las víctimas del atentado terrorista de Madrid ocurrido cinco días antes, asistió a una misa y, luego, en la plaza de Cassino dedicó un discurso a los sufrimientos de aquellas tierras durante la última guerra. Sufrimientos que, durante la posguerra, solo el libro y, luego, la película La Campesina «tuvieron el valor de contar», dijo Ciampi, quien añadió: «Hay acontecimientos que representan el mal, que ninguna filosofía de la historia consigue mitigar. En la Segunda Guerra Mundial, por desgracia, hubo muchos. La destrucción de Cassino es uno de ellos». Además, siguió diciendo Ciampi, «nadie podrá nunca perdonar la destrucción de lo que durante más de mil años fue un faro de la civilización europea, la abadía de san Benito». Dos veces volvió el jefe del Estado a los bombardeos del monasterio benedictino: «Fue un trágico error, fruto de una mala información».
A sesenta años exactos de distancia, también EE UU e Inglaterra admiten que fue «un tráfico error». Pero, ¿cómo y por qué llegó el bombardeo?
Reconstruyamos los hechos, que tienen muchas analogías con guerras y operaciones militares de nuestros días, comenzando precisamente por aquel 15 de febrero de 1944, cuando, a las 9,24 de la mañana, la abadía de Montecassino fue sacudida por una tremenda explosión, que interrumpe la oración del pequeño grupo de monjes benedictinos que están en el cenobio invocando la asistencia de la Virgen y rezando «et pro nobis Christum exora». Entre ellos está el abad de ochenta años dom Gregorio Diamare y su secretario, dom Martino Matronola, que después publicará un diario indispensable para reconstruir aquellas dramáticas jornadas. Sobre sus cabezas y las de los cientos de refugiados presentes en el monasterio acaba de caer el montón de bombas, de 240 kg. cada una, soltadas por el bombardero estratégico número 666, pilotado por el mayor Bradford Evans, el cual, con un número de código tan inquietante, encabeza la primera de las cuatro formaciones de B-17, las fortalezas volantes estadounidenses, que han recibido la orden de destruir el milenario monasterio que surge sobre la colina. A las fortalezas volantes le siguen otras cuatro oleadas de bombarderos medianos. A las 13,33 todo ha terminado, los monjes están todos salvos, pero varios cientos de refugiados han muerto bajo las bombas, y será difícil, incluso después de la guerra, desenterrar los cuerpos y poner un nombre en las lápidas.
Cambio de escenario. Washington, a las 16.00 horas del mismo día, en Italia ya son más de las 22.00. Han pasado unas doce horas desde el comienzo del bombardeo, y el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, abre una rueda de prensa con estas palabras: «He leído en los periódicos de la tarde lo del bombardeo de la abadía de Montecassino por parte de nuestras fuerzas. Los corresponsales explicaban muy claramente que el motivo por el que ha sido bombardeada es que los alemanes la utilizaban para bombardearnos a nosotros. Era un fortín alemán, con artillería y todo lo necesario». El presidente estadounidense parece seguro, con la misma seguridad de los periódicos angloamericanos: La Air Force golpea a los nazis en Montecassino, es el título aquel día del New York Times. Roosevelt, quizá, no sabe que recibirá un clamoroso mentís de la historia, pero a la fuerza ha de notar algo raro en todo este hecho. Incluso para un mundo en guerra desde hace años, para el cual la muerte y la destrucción son el pan de cada día. En efecto, nunca los bombarderos estratégicos habían tenido como objetivo primario un monumento, por lo demás en zona neutral, una propiedad de la Santa Sede, un monasterio famoso en todo el mundo cristiano, un lugar donde se conservaban inestimables testimonios históricos y artísticos. Además desentonaba el despliegue de fuerzas: 453 toneladas de bombas descargadas, en ocho oleadas, por 239 bombarderos. Una enormidad. ¿Cómo se lo iban a tomar los católicos estadounidenses cuando al cabo de pocos meses tuvieran que votar para reelegirlo presidente de los Estados Unidos? En fin, «los bombardeos de un único objetivo que han tenido más publicidad en la historia», como lo definió Newsweek, era aquel día el título principal de los periódicos de medio mundo. ¿Cuáles iban a ser las consecuencias políticas? ¿Quién iba a ganar la batalla de la propaganda? Roosevelt distribuyó a los periódicos también una circular del comandante supremo de las fuerzas armadas aliadas en Europa, Dwight D. Eisenhower, que hasta aquel momento era reservada, en la que se explicaba que si durante el avance de las tropas se hubiera tenido que «elegir entre la destrucción de un famoso monumento y el sacrificio de nuestros soldados, entonces la vida de los soldados contará infinitamente más». Pero, explicaba Ike, la decisión no era fácil. Porque detrás de la expresión “necesidad militar” no habían de esconderse ni conveniencias personales, ni relajamiento o indiferencia. Pero era demasiado poco para evitar una recaída negativa en la opinión pública de Europa.
La propaganda nazi, efectivamente, iba a desencadenarse explotando a su favor la noticia del bombardeo. En la Europa controlada por los nazis los angloamericanos serán descritos, en los días siguientes al bombardeo, como nuevos bárbaros que quieren cancelar sistemáticamente cualquier traza de la «superior civilización europea». La abadía de Montecassino, que en el pasado había sido destruida tres veces por los bárbaros, por los sarracenos y por un terremoto, ahora había sido arrasada por «judíos y filobolcheviques de Moscú, Londres y Washington». Pero no es suficiente, porque la intelligence nazi –que según los informes del embajador británico ante el Vaticano, D’Arcy Osborne, ya hacía tiempo que estaba esparciendo la noticia de que había tropas suyas en la abadía, para provocar un bombardeo aliado– lo tiene fácil a la hora de elevar a los alemanes a defensores de la civilización: había sido, en efecto, la división Hermann Göring la que puso a salvo en el Vaticano, en diciembre de 1943, todas las obras de arte de la abadía que podían transportarse, junto con la inmensa biblioteca y sus inestimables códices.
En esta operación de salvamento preventivo había influido sobre todo la atención que el general Frido von Senger, comandante del XVI Panzerkorps, sentía por los benedictinos y el histórico monumento. Senger, católico, ligado durante muchos años a la Orden de san Benito, pertenecía a la pequeña aristocracia de la Alemania meridional contraria a los nazis, pero obediente a las órdenes. Senger, que mandaba toda la línea Gustav, también había respetado fundamentalmente la neutralidad del lugar y no había permitido que sus tropas, desparramadas por toda la montaña, se apostaran dentro de la tapia de 300 metros que rodeaba las paredes de la abadía y que delimitaba la zona neutral.
Roosevelt, como Winston Churchill desde Londres, tras el bombardeo decide, pues, defender la bondad de la decisión de los mandos aliados en el Mediterráneo. No sólo porque la situación del avance hacia Roma estaba en una fase delicadísima (las tropas aliadas en el valle del Liri estaban bloqueadas, mientras que en la zona de Anzio corrían el riesgo de tener que escapar por mar), sino también porque el general inglés Henry Maitland Wilson, comandante supremo interaliado en el Mediterráneo, afirmaba que tenía «pruebas inconfutables» de la presencia del enemigo en la abadía antes del bombardeo. Y, cuando el 9 de marzo, el Foreign Office inglés pide a Wilson que dé una explicación al Vaticano, basada en hechos, sobre por qué había sido destruido el monasterio, pese a las amplias garantías dadas a la Santa Sede sobre el respeto hacia la abadía, Wilson confirmó que tenía doce «pruebas inconfutables» sobre el uso militar por parte de los alemanes del monasterio, pero sugirió también que habían de seguir en el secreto, para impedir que los alemanes construyeran después falsas contrapruebas. La promesa fue que las pruebas se le darían al Vaticano a su debido tiempo. Tiempo que no llegaría nunca, hasta el punto de que, incluso después de la guerra, hubo que hacer investigaciones y controvertidos estudios históricos sobre los documentos de los archivos militares para concluir que se trató de un error. Una de las pruebas inconfutables de Wilson fue dada a conocer tras la guerra por uno de los protagonistas, el capitán David Hunt, ayudante del mariscal de campo británico Harold Alexander, comandante en jefe de los ejércitos aliados en Italia. Hunt contó que, poco después de iniciar el bombardeo, le pasaron la traducción de un mensaje interceptado a los nazis que decía: «Ist der Abt noch im Kloster?», y la respuesta era «Ja». Abt había sido traducido como abreviatura de “sección militar”, por lo que la frase quedaba así: «¿La sección está en el monasterio?», «Sí». También a Hunt le pareció que confirmaba sus sospechas, la clásica “pistola humeante”, que diríamos hoy. Pero Abt significa también abad. Y, sigue contando Hunt, le bastó con seguir leyendo el texto de la interceptación para comprender que los alemanes hablaban de los monjes del monasterio y no de sus tropas. De todos modos, dijo Hunt, era demasiado tarde para detener a los aviones en vuelo. ¿Cómo es posible un error de esta magnitud? Hay que tener en cuenta también que los servicios secretos muy a menudo ven y oyen lo que creen que más le conviene a quien manda. Así fue también en este caso. No hay más que pensar que después de comenzar el bombardeo, el teniente Herbert Marks, del contraespionaje aliado, que observaba el monasterio con un telescopio, pese a estar comprobado que no había alemanes, afirmó que había visto unos setenta correr desde el pórtico de la abadía hacia el patio. Y un mensaje de la V armada de las 11.00, después de la primera oleada de B-17, decía: «Doscientos alemanes huyen del monasterio por la carretera».
Pero, ¿quién decidió que Montecassino tenía que ser destruida? En el libro Montecassino, de David Hapgood y David Richardson (recientemente editado por Baldini Castoldi Dalai), fruto de largas investigaciones en los archivos militares, se afirma que no hay pruebas que demuestren que la decisión fue tomada en un nivel más alto del general Wilson y del general Alexander. El hecho es que la decisión final de bombardear la abadía nunca fue reivindicada por nadie del escalón jerárquico, a partir de los líderes políticos aliados, pasando por los estados mayores y bajando hasta los comandantes en el campo de batalla. Sólo un general ha pasado a la historia como convencido asertor de la necesidad de destruir Montecassino: Bernard Freyberg. El comandante del contingente neozelandés, que desde primeros de febrero había tomado posición en el valle del Liri con sus hombres, era muy famoso en Nueva Zelanda, pero incluso quienes admiraban su valor admitían que era incapaz de concebir una estrategia más compleja que la que pueda tener un toro en plena embestida. De modo que estuvo inmediatamente de acuerdo con su superior, Mark Clark, a propósito del plan que preveía la escalada del monte de Montecassino, pese a que hacía ya semanas que este plan sólo estaba causando tremendas pérdidas. Incluso desde los primeros días, Freyberg echó a la abadía la culpa de no haber conseguido atravesar la línea alemana, porque, según él, los alemanes guiaban desde allí el fuego de la artillería. Se llegó de este modo al 12 de febrero, día en el que Freyberg, por “necesidades militares”, pidió con fuerza el bombardeo del monasterio, amenazando incluso con retirar sus tropas si no se le complacía. Clark no estaba de acuerdo, tanto por motivos políticos como militares, pero su posición era débil. Sobre él se cernía todavía la derrota de la división Texas el 20 de enero. Su orden de atravesar el río Rápido había terminado con el inútil sacrificio de casi dos mil soldados, y la noticia de la derrota había dado la vuelta al mundo. Además, como escribió Clark en su libro de memorias, En guerra con Alexander, en la escala jerárquica por encima de él había dos generales ingleses, y precisamente Alexander le dijo a propósito del bombardeo: «Freyberg es un personaje muy famoso en la Commonwealth, nosotros lo tratamos con guantes de seda y ustedes han de hacer lo mismo». Si se añade a esto que la casi totalidad de los periódicos ingleses y estadounidenses habían comenzado desde hacía tiempo una obsesiva campaña en la que se afirmaba que sus soldados estaban pagando con la vida la amabilidad de los mandos militares hacia la Iglesia católica, y que era «mejor una victoria en el bolsillo que un Miguel Ángel en la pared», se comprende por qué Clark se rindió y dio luz verde al despegue de los bombarderos. No sin haber lanzado previamente octavillas sobre el monasterio para avisar a los habitantes que las armas les estaban apuntando. Para los refugiados fue el aviso de una condena a muerte, tanto porque ninguno de ellos quiso creer completamente que se pudiera llegar a tanto, como porque no tuvieron ninguna posibilidad de escapar, al estar rodeados completamente por dos ejércitos en lucha.
Por una de esas imponderables paradojas que la historia sabe regalar, precisamente Freyberg, que quiso a toda costa destruir uno de los monumentos más significativos del cristianismo, recuperó a su hijo sano y salvo gracias a la hospitalidad que halló en un monasterio de monjas de Castel Gandolfo, las cuales escondieron a este joven teniente de infantería después de huir de los alemanes, que lo habían capturado en Anzio. También Castel Gandolfo fue una de las propiedades de la Iglesia que, pese a estar en zona neutral, fueron bombardeadas en aquellos meses por los mismos motivos aducidos para justificar la destrucción de la abadía de Montecassino: “necesidades militares”. Pero quizá ni siquiera la suerte del hijo le habría hecho cambiar de idea al general Bernard Freyberg, visto que no renunció al bombardeo ni siquiera cuando el día antes del despegue de los aviones se percató de que era inútil desde el punto de vista militar, porque sus hombres, inmovilizados por las posiciones alemanas, estaban demasiado lejos del objetivo y nunca habrían podido ocupar las ruinas de la abadía antes que el enemigo. El mando de la Air Force se negó a aplazar el bombardeo, porque desde el 16 de febrero los aviones habrían podido actuar en la zona de Anzio. Freyberg decidió, pues, seguir adelante y las consecuencias están en los libros de historia, y también en los muchos cementerios de guerra que surgieron a continuación en toda la zona. Freyberg consiguió muchos más bombarderos de los que había pedido, porque la aviación de Estados Unidos aprovechó la ocasión para dirimir una vieja cuestión: si era más eficaz el bombardeo diurno, como ellos afirmaban, o el nocturno, como sostenían los ingleses.
Los alemanes, como también el comandante neozelandés había previsto, fueron los primeros en ocupar las ruinas, y la batalla se recrudeció ferozmente. El pueblo de Cassino fue bombardeado en las semanas siguientes hasta tal punto que los tanques americanos no podían avanzar, bloqueados por los socavones de las bombas de sus propios aviones y de sus propias artillerías. Hubo un derroche de recursos económicos infinito. Una colina fue incluso rebautizada como “One-billion hill”, porque los artilleros habían calculado que la muerte de cada soldado enemigo había costado 25 mil dólares en proyectiles. «Quizá habría sido más fácil si esa cifra», escribió amargamente el famoso corresponsal de guerra Ernie Pyle, «se la hubieran ofrecido a los alemanes para que se fueran».
6 comentarios
Yo no comparto an absoluto ninguna de las justificaciones que se dan a ese acto.
Los soldados alemanes de la II Guerra Mundial son para nosotros, hombres del siglo XXI descreído y materialista, ejemplos de algunas de las más elevadas virtudes y cualidades: amor a la patria, fidelidad al deber, disciplina, camaradería, valor extraordinario, abnegación, espíritu de sacrificio, eficacia en el cumplimiento de las órdenes, templanza frente al saqueo y las violaciones...En muchos de estos aspectos el componente humano de la Wehrmacht alcanzó cotas probablemente inalcanzadas hasta entonces, y que acaso nunca se superen.
Cómo muchos de tales hombres perpetraron o consintieron matanzas y atrocidades como de las que fue responsable el III Reich es una de las más indescifrables paradojas de la Historia Contemporánea.
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