No hay Europa cristiana sin San Benito de Nursia. Los pilares de la Europa Cristiana (II)
Cuando uno visita no lejos de Roma el monasterio de Subiaco, il Sacro Specco, y lee la lista esculpida en marmol de los monjes benedictinos que evangelizaron los diversos paises de Europa, del este al oeste y del norte al sur, entiende perfectamente porqué San Benito es, quizás sin haberlo pretendido, el «Padre de Europa»
Proclamado Patrono de Europa por Pablo VI, y único como tal hasta que Juan Pablo II nombró también a San Cirilo y San Metodio, hablar de él es hablar de Europa, como ha recordado recientemente Benedicto XVI (Papa que le tiene especial devoción y habla de él y de su obra con frecuencia):
Nació en Nursia alrededor del año 480. La única auténtica vida de Benito de Nursia es la que está contenida en los «Diálogos» de San Gregorio, y es más bien un bosquejo de su carácter que una biografía. Consistente mayoritariamente de eventos milagrosos que, si bien iluminan la vida del Santo, poco ayudan para hacer una descripción cronológica de su vida. Las fuentes de san Gregorio fueron, según lo que él mismo cuenta, algunos discípulos del Santo: Constantino, que lo sucedió como abad de Montecassino, y Honorato, que era abad de Subiaco cuando san Gregorio escribía los «Diálogos».«Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha podido mantener su fuerza iluminadora hasta hoy. Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa pretendía reconocer la obra maravillosa desempeñada por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, que acaba de salir de un siglo profundamente herido por dos guerras mundiales y por el derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado como trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de la propia identidad. Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente, de lo contrario no se puede reconstruir Europa.
Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, ha causado, como ha revelado el Papa Juan Pablo II «un regreso sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad» (Insegnamenti, XIII/1, 1990, p. 58). Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un verdadero maestro del que podemos aprender el arte de vivir el verdadero humanismo.»
Benito fue hijo de un noble romano de Nursia, pequeña población cercana a Espoleto. Hay una tradición, aceptada por san Beda, que afirma que Benito fue gemelo de su hermana Escolástica. Pasó su niñez en Roma, donde vivió con sus padres y asistió a la escuela hasta que llegó a la educación superior. Fue en este punto vital concreto cuando «habiendo regalado a otros sus libros, y dejando la casa y la riqueza de su padre, deseoso de servir sólo a Dios, se dio a la búsqueda de un sitio donde pudiera lograr ese santo propósito. Fue así que abandonó Roma, instruido por una ignorancia culta y provisto de una sabiduría no aprendida» («Diálogos», san Gregorio, II, Introducción, en Migne, P.L. LXVI).
No hay concordancia de opiniones acerca de la edad de Benito en ese momento. Generalmente se ha afirmado que fue a los catorce años, pero un examen minucioso de la narración de san Gregorio hace imposible suponer que eso sucedió antes de los 19 ó 20 años. Tenía edad suficiente para haber estado en medio de sus estudios literarios, para entender el significado real y el valor de las vidas disolutas y licenciosas de sus compañeros, y para haber sido él mismo afectado profundamente por el amor de una mujer (Ibid. II, 2). Era perfectamente capaz de sopesar todos esos elementos y compararlos con la vida que se aconsejaba en los Evangelios, y de optar por esta última. Estaba iniciando su vida; tenía a su alcance los medios para hacer una carrera en la nobleza romana. No era ciertamente un chiquillo. San Gregorio afirma: «estaba en el mundo y era libre de disfrutar de las ventajas que el mundo le ofrecía, pero dio un paso atrás del mundo, en donde ya había puesto el pie» (Ibid. Introducción). Si se acepta el año 480 como la fecha de su nacimiento, podremos pensar que el abandono de sus estudios y de su hogar sucedió alrededor del año 500 d.C.
No parece que Benito haya salido de Roma con el objeto de convertirse en eremita, sino simplemente de encontrar un lugar alejado de la vida de la gran ciudad. Basta observar que se llevó con él a su anciana nodriza para que lo sirviera, y se estableció en Enfide, cerca de un templo dedicado a san Pedro, en compañía de «hombres virtuosos» que compartían sus sentimientos y su perspectiva sobre la vida. La tradición de Subiaco identifica Enfide como la actual Affile, que se encuentra en las montañas Simbrucini, alrededor de cuarenta millas de Roma y dos de Subiaco. Está sobre la cima de un risco que se levanta abruptamente desde el valle hacia una cadena de montañas, y que vista desde el valle se asemeja a una fortaleza. Según describe la narrativa de san Gregorio, y lo confirman las ruinas del pueblo antiguo y las inscripciones encontradas en los alrededores, Enfide era un sitio de mayor importancia que la población actual. Fue en Enfide donde Benito operó su primer milagro restaurando a su condición original una criba de trigo hecha de barro que su anciana sierva había roto accidentalmente. El renombre que ese milagro le dio a Benito hizo que éste buscara irse más lejos aún de la vida social y «escapó secretamente de su nodriza y buscó el rincón más apartado de Subiaco». Había sido transformado el propósito de su vida. Originalmente había escapado de los males de la gran ciudad; ahora estaba determinado a ser pobre y a vivir de su propio trabajo. «Por Dios escogió deliberadamente las durezas de la vida y el cansancio del trabajo» (Ibidem 1).
A una corta distancia de Efide está la entrada de un valle angosto y oscuro que penetra en la montaña y conduce directamente a Subiaco. Al otro lado del río Anio y desviándose a la derecha, el sendero asciende siguiendo la cara izquierda del precipicio y pronto llega al sitio de la villa de Nerón y de la enorme masa formada por el extremo inferior del lago central. En el otro extremo del valle están las ruinas de los baños romanos de los cuales aún subsisten algunos grandes arcos y trozos de los muros. Sobresale de entre veinticinco arcos bajos, cuyos cimientos pueden ser perceptibles aún hoy día, el puente que une la villa y los baños, y bajo el cual fluye en cascada el agua del lago central al lago inferior. Las ruinas de esos amplios edificios y el ancho caudal de la cascada cerraban el paso de Benito al llegar éste de Enfide. Hoy día el valle yace abierto ante nosotros, cerrado solamente por las lejanas montañas. El sendero continúa ascendiendo mientras el lado del precipicio, sobre el que corre, se hace más y más empinado hasta llegar a una cueva sobre la que la montaña se eleva casi perpendicularmente. A su lado derecho desciende rápidamente hasta donde estaban, en tiempos de san Benito, las azules aguas del lago. La boca de la cueva es de forma triangular y tiene unos diez pies de profundidad. De camino desde Efide, Benito encontró a un monje, Romano, cuyo monasterio estaba en la montaña sobre el precipicio donde estaba la cueva. Romano discutió con Benito el propósito del viaje que había llevado este último a Subiaco, y le dio un hábito monacal.
Por consejo de Romano, Benito se convirtió en eremita y así vivió por tres años, desconocido de la gente, en esa cueva sobre el lago. San Gregorio dice poco de ese tiempo, pero ya no dice que Benito era un joven (puer) sino un hombre (vir) de Dios. Dos veces nos dice que Romano sirvió al Santo en todo lo que pudo. Parece ser que el monje visitaba frecuentemente a Benito y le llevaba comida en ciertos días. Durante esos años de soledad, rotos sólo por algunos encuentros casuales con el mundo exterior y por las visitas de Romano, maduró en mente y en carácter, en el conocimiento de si mismo y de sus hermanos hombres, y al mismo tiempo no solamente su nombre se fue haciendo famoso sino que conquistó el respeto de quienes vivían a su alrededor.
Su nombre era tan respetado que, a la muerte del abad de un monasterio vecino (identificado por algunos como Vicovaro), la comunidad lo buscó para pedirle que aceptara ser el nuevo abad. Benito conocía la vida y la disciplina de ese monasterio y también sabía que «su estilo de vida era distinto al suyo y que nunca podrían estar totalmente de acuerdo, pero, después de un tiempo, vencido por su insistencia, aceptó» (Ibid. 3). La experiencia fracasó. Los monjes intentaron envenenarlo, de modo que Benito volvió a su cueva. A partir de ese tiempo sus milagros se hicieron más frecuentes, y muchas personas, atraídas por su santidad y su carácter, llegaron a Subiaco para ponerse bajo su guía. Benito construyó doce monasterios en el valle para acomodar a esas personas. En cada uno de ellos puso a un superior con doce monjes. El vivía en el treceavo, con «unos cuantos, a los que él consideraba que su presencia sería más útil y podrían ser instruidos mejor» (Ibid., 3). Pero él se convirtió en el abad y el padre de todos. Con el establecimiento de esos monasterios comenzaron las escuelas para niños, y entre éstos, unos de los primeros fueron Mauro y Plácido.
No sabemos cuánto tiempo permaneció en Subiaco. El Abad Tosti conjetura que debe haber sido hasta el año 529.
De esos años san Gregorio se contenta con narrar algunas historias que describen la vida de los monjes y el carácter y gobierno de san Benito. Esta última función la realizó san Benito al intentar llevar a cabo en los doce monasterios su concepto de vida monástica. A partir de la Regla podemos intentar completar muchos detalles. Por experiencia propia y por su conocimiento de la historia del monasticismo, Benito sabía que la regeneración del individuo, fuera de casos excepcionales, no se logra a través de la soledad, ni de la austeridad, sino siguiendo el camino trillado del instinto social del hombre, con sus condiciones necesarias de obediencia y trabajo. Sabía también que ni la mente ni el cuerpo pueden ser sobrecargados en su esfuerzo de evitar el mal (Ibid.. 64).
Por eso en Subiaco no encontramos solitarios, ni eremitas conventuales, ni grandes austeridades, sino únicamente varones reunidos en comunidades organizadas con el objeto de llevar vidas buenas, trabajando en lo que les llegaba a sus manos: portando agua hasta la cima de pronunciadas montañas, haciendo faenas de casa, construyendo los doce claustros, limpiando el terreno, haciendo jardines, enseñando a los niños, predicando a los campesinos, leyendo y estudiando al menos cuatro horas diarias, acogiendo a los forasteros, recibiendo y entrenando a los nuevos monjes, participando en las horas regulares de oración, recitando y cantando el salterio. La vida de Subiaco y el carácter de san Benito atrajeron a muchos a los nuevos monasterios, pero con los números cada vez mayores, y su creciente influencia, llegaron también inevitablemente los celos y las persecuciones, que alcanzaron su punto culminante cuando un sacerdote vecino intentó escandalizar a los monjes llevándoles una mujer desnuda para que bailara en el patio del monasterio donde residía san Benito (Dial. San Gregorio, 8). Para proteger a sus seguidores de ulteriores persecuciones, Benito abandonó Subiaco y se dirigió a MonteCassino.
Sobre la cima de Monte Cassino «había una antigua capilla en la que la gente simple del campo, según la costumbre de los gentiles viejos, daba culto al dios Apolo. Alrededor y sobre ella, en todos lados, había madera para el servicio de los demonios, y en ella, hasta ese día, la loca multitud de infieles ofrecían los más perversos sacrificios. El hombre de Dios, acercándose, hizo pedazos el ídolo, destruyó el altar y puso fuego a la madera, y en lo que había sido el templo de Apolo construyó el oratorio de san Martín; donde había estado el altar del mismo Apolo construyó un oratorio para san Juan. Gracias a su continua predicación llevó a los pobladores de la región a abrazar la fe cristiana» (Ibid.. 8). Fue en este sitio que el Santo edificó su monasterio. Su experiencia de Subiaco le había aconsejado cambiar sus planes, por lo que en esta ocasión en vez de construir varias casas, con una comunidad pequeña en cada una, puso a todos los monjes en el mismo monasterio y cuidó de su gobierno nombrando a un prior y varios decanos (Regla, 65, 21). En la Regla- que probablemente fue redactada en Montecassino- no encontramos pista alguna que nos ayude a entender porqué construyó esos doce monasterios en Subiaco. La vida de la que hemos sido testigos en Subiaco se reanudó en Montecassino, pero el cambio de la situación y de las condiciones locales produjeron una modificación en el trabajo adoptado por los monjes. Subiaco es un valle lejano, perdido en las montañas y de difícil acceso. Montecassino está en una de las carreteras más transitadas del sur de Italia, y no está lejos de Capua. Eso ocasionó que el monasterio estuviera más en contacto con el mundo exterior. Pronto se convirtió en un centro de gran influencia en un distrito muy poblado, en el que había varias diócesis y otros monasterios. Los abades llegaban a consultar a Benito. Había visitas continuas de gentes de toda clase, y entre los amigos de Benito se contaban nobles y obispos. Había también en la cercanía monasterios de monjas a los que los monjes acudían para predicar y enseñar. Hay un poblado cercano en el que Benito predicó e hizo muchos conversos (Dialog. San Gregorio, 19). El monasterio se convirtió en un protector de los pobres y su garante (Ibid.. 13), su refugio en la enfermedad, en las angustias, en los accidentes y en la necesidad.
Durante la vida del Santo hay una cosa que siempre ha permanecido como una característica inmutable de las casas benedictinas: sus miembros aceptan cualquier trabajo que se adapte a sus circunstancias peculiares; el que sea dictado por sus necesidades. Así encontramos a los benedictinos enseñando en escuelas pobres y en universidades, practicando las bellas artes y haciendo faenas de agricultura, teniendo cuidado de las almas o consagrándose enteramente al estudio. Ninguna labor es ajena al benedictino, con la condición de que sea compatible con la vida comunitaria y con el rezo del Oficio Divino. Tal libertad de elección laboral es indispensable en una Regla que tenía el propósito de ser útil para en tiempo y lugar, pero sobre todo era el fruto natural de la perspectiva de san Benito, lo que lo hace diferente de los fundadores de órdenes religiosas posteriores. Éstos tenían en mente un trabajo especializado al que deseaban que se dedicaran sus seguidores. El objetivo de san Benito era crear una Regla que pudiera ser observada por cualquiera que quisiera seguir los consejos evangélicos, en la vida, en la oración y en el trabajo, para salvar su alma. La narración que hace san Gregorio del establecimiento de Montecassino únicamente nos da pequeñas pinceladas desconectadas de escenas que dibujan la vida diaria de la vida monacal. Hay algunos datos biográficos novedosos. Desde Montecassino san Benito fundó otro monasterio cerca de Terracina, en la costa, como a cuarenta millas de distancia (Ibid.. 22). Añadiremos el don de la profecía a la sabiduría de la larga experiencia y a las maduras virtudes de la santidad. San Gregorio nos da muchos ejemplos. Entre estos, el caso más celebrado es el de la visita de Totila, Rey de los Godos, en el año 543, cuando el Santo lo «regañó por sus malas acciones y en pocas palabras le advirtió sobre todo lo que le iba a suceder, diciéndole: «Haces diariamente mucho mal, y has cometido muchos pecados; abandona ya tu vida de pecado. Entrarás a la ciudad de Roma, y cruzarás el mar; has de reinar nueve años y al décimo dejarás esta vida mortal». Al oír esas palabras, el Rey se atemorizó, y se alejó, deseando que el santo varón hiciera oración a Dios por él. Desde entonces nuca fue tan cruel como antes. Poco después fue a Roma, viajó por mar a Sicilia, y al décimo año de su reinado perdió el reino y la vida (Ibid.. 15).
La fecha de la visita de Totila a Montecassino, 543, es la única fecha de la vida del Santo de la que tenemos certeza. Debe haber acontecido cuando Benito ya era de edad avanzada. Como otros biógrafos, el Abad Tosti data la muerte del Santo en ese mismo año. Poco antes de su muerte oímos hablar por primera vez de su hermana Escolástica. «Ella había sido dedicada al Señor desde su infancia, y llegaba a visitar a su hermano cada año. Y el hombre de Dios se alejaba un poco de la puerta, a un sitio que pertenecía a la abadía, para platicar con ella» (Ibid.. 33). Su último encuentro sucedió tres días antes de la muerte de Escolástica, en un día «en que el cielo estaba tan claro que no se veía ninguna nube». La hermana le rogó a Benito que pasaran la noche juntos, pero «nada lo hizo acceder a ello, diciendo que por ningún motivo podía él pasar la noche fuera de la abadía… La monja, habiendo oído la negación de su hermano, juntó sus manos, las colocó sobre la mesa e, inclinándose sobre ellas, oró a Dios Todopoderoso. Al levantar la cabeza de la mesa, súbitamente se desató una terrible tempestad de rayos y truenos, y tan copiosa lluvia, que ni el venerable Benito, ni los monjes que lo acompañaban, pudieron sacar la cabeza fuera de la puerta» (Ibid.. 33).Tres días después «Benito observó cómo el alma de su hermana, separada de su cuerpo, en forma de paloma, ascendía al cielo. Lleno de regocijo de ver su gran gloria, dio gracias Dios todopoderoso con himnos y alabanzas, y comunicó la noticia de la muerte de su hermana a los monjes, a quienes mandó llevar su cadáver a la abadía, para enterrarlo en la tumba que él había preparado para si mismo» (Ibid.. 34). Debe haber sido por ese mismo tiempo que Benito tuvo esa maravillosa visión, en la cual él estuvo tan cerca de ver a Dios cuanto es posible a un ser humano en esta vida. Los santos Gregorio y Buenaventura dicen que Benito vio a Dios y que en esa visión de Dios también vio todo el mundo. Santo Tomás niega que eso haya sido posible. Sin embargo, Urbano VIII no duda en afirmar que «el Santo, aún estando en esta vida, merecía ver a Dios en persona y, en Él, todo lo que está bajo Él». Si no fue al Creador a quien vio, ciertamente vio la luz que reside en el Creador, y en esa luz, dice san Gregorio: «vio todo el mundo reunido como si estuviera bajo un rayo de sol. Al mismo tiempo vio el alma de Germano, Obispo de Capua, siendo llevado por los ángeles al cielo en un globo de fuego» (Ibid. 35). Una vez más se le revelaron las cosas escondidas de Dios, y él avisó a sus hermanos, tanto «a los que habían vivido con él diariamente como a los que vivían lejos» de su próxima muerte. «Seis días antes de morir dio órdenes de que se abriera su sepulcro y siendo preso de una calentura, con tremenda fiebre comenzó a perder el sentido. Como la enfermedad empeorase día a día, al sexto día ordenó a sus monjes que lo llevaran al oratorio, en donde se armó por la recepción del Cuerpo y sangre de Nuestro Salvador Jesucristo. Sostenido por los brazos de sus discípulos, se irguió con los brazos hacia el cielo, y orando de esa manera entregó su espíritu» (Ibid, 37). Fue sepultado en la misma tumba que su hermana «en el oratorio de San Juan Bautista, que él mismo había edificado cuando derribó el altar de Apolo» (Ibid). Existen ciertas dudas sobre si los restos del Santo reposan en Montecassino, o si fueron llevados a Fleury. El Abad Tosti, en su «Vida de San Benito», discute ese punto con profundidad (cap. XI) y decide la controversia a favor de Montecassino.
Quizás los rasgos más notables de san Benito sean su profundo y amplio sentimiento humano y su moderación. Lo primero se revela en muchas anécdotas registradas por san Gregorio. Lo vemos en su simpatía y cuidado por el más sencillo de los monjes; su prisa por ayudar al pobre godo que había perdido su azada; su pasar horas durante la noche en la montaña para evitar a sus monjes la carga de acarrear agua y así quitar de sus vidas una «causa justa de molestia»; quedarse tres días en un monasterio para enseñar a uno de los monjes a «quedarse quieto durante la oración como los demás monjes», en vez de salirse de la capilla y vagar por ahí «buscando ocuparse en asuntos terrenales y pasajeros». Permite al cuervo del bosque vecino acercarse diariamente, mientras los demás están cenando, para alimentarlo él mismo. Su pensamiento siempre está con los ausentes. Sentado en su celda sabe que Plácido ha caído en un lago; tiene una visión en la que acontece un accidente a unos constructores y les manda avisar; en espíritu y en una especie de presencia real, está con sus monjes «comiendo y refrescándose» durante un viaje de estos últimos, con su amigo Valentiniano de camino al monasterio, con un monje recibiendo de las monjas un regalo, con la nueva comunidad de Terracina. A lo largo de la narración de san Gregorio, siempre aparece como el mismo hombre amante de la paz, quieto, gentil, digno, fuerte, que gracias a la sutil fuerza de su simpatía se convierte en el centro de las vidas e intereses de todos los que lo rodean. Lo vemos en el templo con sus monjes, durante la lectura, a veces en los campos, pero más normalmente en su celda donde los mensajeros frecuentemente lo hallan «llorando silenciosamente en su oración», y durante las horas de la noche de pie «junto a su ventana en la torre, ofreciendo a Dios sus oraciones». A veces también, como lo descubrió Totila, está sentado fuera de la puerta de su celda, o «ante el portón del monasterio, leyendo un libro».
Benito nos ha dejado un retrato de si mismo en su descripción del abad ideal (Regla, 64): «Es propio del abad estar siempre haciendo algo bueno a favor de sus hermanos, en vez de presidir sobre ellos. Debe por tanto, estar educado en la ley de Dios, para saber cuándo debe sacar cosas nuevas y viejas; debe ser casto, sobrio y misericordioso, siempre prefiriendo la misericordia que la justicia, para que él también obtenga misericordia. Odie el pecado y ame a sus hermanos. Aún al corregirlos, actúe con prudencia, sin ir muy lejos, porque un afán desmedido de quitar aprisa la herrumbre puede causar que se rompa el vaso. Nunca pierda de vista su propia fragilidad y recuerde que no se debe romper la vara raspada. Con lo cual no queremos decir que se debe soslayar el vicio, sino que debe erradicarlo con prudencia y caridad, en la forma más conveniente a cada persona, como ya dijimos. Busque mejor ser amado que temido. Que no sea violento o demasiado ansioso; ni exigente u obstinado; ni celoso o suspicaz. Porque si no lo hace así, jamás podrá descansar. Al dar órdenes, ya temporales ya espirituales, siempre hágalo en forma prudente y considerada. Cuando deba imponer trabajos, sea discreto y moderado, teniendo en mente la discreción del santo Jacob cuando dijo: «Si canso demasiado a mi rebaño, todas las ovejas perecerán en un día». Con tales testimonios sobre la discreción, la madre de todas las virtudes, sacados de estas o parecidas palabras, siempre actúe moderadamente, de modo que el fuerte siempre tenga algo porque luchar y el débil nada de que temer».
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