Hay dos cosmovisiones, dos maneras de entender la vida y el hombre, que se oponen absolutamente entre sí. Para los católicos, en el centro está Dios. Para los liberales, en el centro está el hombre.
La cosmovisión católica
Dios es el único Señor. Cristo es el Rey del Universo y de la Historia: el único Salvador. Cristo ha derrotado con su muerte y su resurrección el poder del pecado y de la muerte. Cristo nos salva porque Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y la gracia de Dios nos permite liberarnos de nuestros pecados mediante los sacramentos: primero el bautismo y después la penitencia. Cristo derramó su sangre y se sacrificó. El Señor recibió el castigo que nosotros nos merecemos por nuestros pecados. Él murió para que nosotros tuviéramos vida eterna, siempre que lo sigamos a Él y no al Demonio.
Sólo Cristo nos salva. Nadie más. Por nuestros primeros padres entró el pecado y la muerte en el mundo. Por Cristo, el pecado y la muerte han sido derrotados para siempre. Por eso es urgente que nos arrepintamos de nuestros pecados y hagamos penitencia para que el Señor tenga compasión de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.
La cosmovisión cristiana entiende la vida como un combate contra el pecado en el que somos auxiliados por la gracia de Dios y que solo termina más allá de la muerte. Por eso conviene vivir en gracia de Dios y estar siempre preparados porque el día y la hora nadie la sabe.
El Reinado social de Cristo implica que los gobernantes deben procurar el bien común, cumpliendo y procurando que todos cumplan los mandamientos de la Ley de Dios. Todas las leyes deben promover el bien y combatir el mal; buscar la justicia y la paz. El gobernante debe tener la caridad como fin primordial y también como medio para alcanzar ese fin. El gobierno debería procurar la gloria de Dios y la santidad del pueblo; el bienestar material de todos en este mundo y la salvación de las almas en el otro.
Cosmovisión liberal
En cambio, la cosmovisión liberal prescinde de Dios y de los mandamientos. Así lo explica León XIII en su Encíclica Libertas:
12. El naturalismo o racionalismo en la filosofía coincide con el liberalismo en la moral y en la política, pues los seguidores del liberalismo aplican a la moral y a la práctica de la vida los mismos principios que establecen los defensores del naturalismo. Ahora bien: el principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada. Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade que no tiene sobre si superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud como de fuente primera. Y así como la razón individual es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber.
[…] si el juicio sobre la verdad y el bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones. En cuanto a la vida pública, el poder de mandar queda separado de su verdadero origen natural, del cual recibe toda la eficacia realizadora del bien común; y la ley, reguladora de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, queda abandonada al capricho de una mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía.
Y por ese tobogán hacia la tiranía estamos deslizándonos… Si la mayoría considera que está bien el aborto o la eutanasia, se aprueba una ley que conviertan la crueldad inhumana en virtud y sanseacabó. No nos olvidemos de que Hitler llegó al poder democráticamente y sus leyes antisemitas eran legítimas legalmente, aunque fueran monstruosas moralmente.
Cuando el hombre se aparta de Dios, su vida es desgraciada. Cuando un pueblo prescinde de Dios y legisla contra Dios o al margen de Dios, se pierde la paz y la justicia y la nación acaba siendo un infierno, cruel, bárbaro e inhumano. Siempre que el hombre se aleja de Dios, el resultado es el infierno. Donde no reina Dios, no reina la caridad: reina el pecado, el mal, la injusticia, la anarquía, la violencia…
Arrepentimiento y conversión
Nos toca predicar el arrepentimiento y la conversión. Solo en la medida en que todos vivamos en gracia de Dios, el mundo será más justo, más humano y habitable. Pero si vivimos en pecado mortal, no nos extrañemos de que proliferen las violaciones, la corrupción, los divorcios, los abortos, las mentiras, las blasfemias; el abandono y la soledad de los ancianos, los asesinatos y malos tratos a mujeres y niños… Y así un largo etcétera de calamidades que acarrean sufrimiento, dolor y muerte; injusticias y explotación de los más débiles. El Reino de Dios y el Infierno no están solo más allá. También están aquí entre nosotros. San John Henry Newman, en el Sermón «El mundo invisible», señala:
¿Le es difícil a la fe admitir las palabras de la Escritura que se refieren a nuestras relaciones con un mundo superior a nosotros?… Este mundo espiritual está presente aunque es invisible; es ya presente, no sólo futuro, y no nos es distante. No está por encima del cielo ni más allá del sepulcro; está presente ahora y aquí: «El reino de Dios está dentro de nosotros». Es san Pablo que habla de él: «No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno» (2C 4,18)…
Así es el reino de Dios escondido; y de la misma manera que ahora está escondido, de esta misma manera será revelado en el momento oportuno. Los hombres creen ser los amos del mundo y que pueden hacer de él lo que quieran. Creen ser sus propietarios y poseer un poder sobre su curso… Pero este mundo está habitado por los sencillos de Cristo a quienes desprecian y por sus ángeles en quienes no creen. Éstos son los que tomarán posesión de él cuando se manifestarán. Por ahora «todas las cosas» aparentemente «continúan tal como eran desde el principio de la creación» y los que se burlan de él preguntan: ¿Dónde queda la promesa de su venida?» (2P 3,4). Pero en el tiempo señalado habrá una «manifestación de los hijos de Dios» y los santos escondidos «brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Rm 8,19; Mt 13,43).
La aparición de los ángeles a los pastores fue de manera súbita: «De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial» (Lc 2,13). Inmediatamente antes la noche era igual a otra noche cualquiera –los pastores vigilaban sus rebaños- y observaban el curso de la noche: las estrellas seguían su curso; era medianoche; de ninguna manera esperaban semejante cosa cuando se les apareció el ángel. Así son el poder y la fuerza escondida en las cosas visibles. Se manifiestan cuando Dios lo quiere.
«No tienes aquí domicilio permanente» (Hb 13,14). Dondequiera que estuvieres, serás «extraño y peregrino» (Hb 11,13), y no tendrás nunca reposo, si no estuvieres íntimamente unido a Cristo. Volvamos a Dios. Vivamos el mandamiento del amor. Aborrezcamos el pecado y la mentira; arrodillémonos ante Cristo para que perdone nuestros pecados y nos dé la gracia que necesitamos para vivir con la dignidad de los hijos de Dios y algún día podamos disfrutar de la contemplación beatífica en el Cielo.
Así lo enseña el Catecismo:
1020 El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad:
«Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos […] Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos […] Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor» (Rito de la Unción de Enfermos y de su cuidado pastoral, Orden de recomendación de moribundos, 146-147).
1021 La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.
1022 Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).
Rechacemos el pecado y vivamos en gracia de Dios para que, por la gracia de Dios, podamos ser perfectos como nuestro Padre Celestial es Perfecto. Nosotros solos no podemos liberarnos de la esclavitud del pecado: necesitamos la gracia de Dios, que recibimos sobre todo por los sacramentos. Sin Dios no podemos hacer nada. Pero todo lo podemos en Aquel que nos conforta. Al final, el Inmaculado Corazón de María reinará y nuestra Madre Santísima pisará la cabeza de la Serpiente.
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