Caridad y Educación
Fe, Esperanza y Caridad
“Se dice que un ser cualquiera es perfecto cuando alcanza su propio fin, que es la perfección última de las cosas. Ahora bien, la caridad es el medio que nos une a Dios, fin último del alma humana; pues como dice San Juan, el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él. Por consiguiente, la perfección de la vida cristiana se toma de la caridad” (Santo Tomás de Aquino).
Sólo la caridad nos une enteramente con Dios como último fin sobrenatural del hombre. La fe y la esperanza nos unen ciertamente con Dios – como virtudes teologales que son – pero no como último fin absoluto, sino como primer principio del que nos viene el conocimiento de la verdad (por la fe) y la perfecta bienaventuranza (por la esperanza). La caridad mira a Dios y nos une a Él. La fe nos da un conocimiento de Dios necesariamente oscuro e imperfecto (de non visis) y la esperanza es también radicalmente imperfecta (de non possessis), mientras que la caridad nos une con Él ya desde ahora de manera perfecta, dándonos la posesión real de Dios y estableciendo una corriente de mutua amistad entre Él y nosotros. Por eso la caridad es inseparable de la gracia, mientras que la fe y la esperanza son compatibles, de alguna manera, con el pecado mortal (fe y esperanza informes). La caridad, en fin, supone la fe y la esperanza, pero las supera en dignidad y perfección. La caridad constituye la esencia misma de la perfección cristiana; supone y encierra todas las demás virtudes.
Dios nos ha dado la libertad para que amemos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Dios: eso es la caridad. Somos libres para caminar por este mundo en gracia de Dios para llegar a nuestro fin, que es Dios mismo. Esto es el cielo: el gozo de la visión beatífica de Dios; es decir, del Bien, la Belleza y la Verdad. La dignidad de ser hijo de Dios exige del justo un comportamiento adecuado; es la raíz de una nueva plenitud de vida que le es dada al hombre en el plano sobrenatural, en la que no hay contradicción entre el precepto del amor y la libertad: cuanta mayor caridad tiene alguien, más libertad posee; cuanto más sometido está el hombre a Dios, más libre es. Incluso podemos decir que el único modo que tiene el hombre de conquistar su libertad es el de obedecer a Dios. Él es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más brota esta libertad. La única cosa que Dios nos «prohíbe» es lo que nos prohíbe ser libres, lo que impide nuestra realización como personas capaces de amar y de ser amadas libremente, y de encontrar su felicidad en el amor; lo que Dios nos prohíbe es pecar y lo que nos exige es que le amemos a Él sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Lo que Dios nos pide es lo que Él mismo nos da por pura gracia: la caridad.
La misión de la Iglesia es predicar la fe, proclamar a tiempo y a destiempo la Verdad revelada por Dios (el Credo, el Padre Nuestro, los Mandamientos de la Ley Eterna de Dios). Por la fe, la Iglesia debe ser signo de esperanza en un mundo desesperado y que vive sumido en las tinieblas de pecado: el mal no tiene la última palabra, la muerte ha sido derrotada por Cristo en la cruz, tenemos la esperanza de la vida eterna junto a Dios. La injusticia y el mal recibirán su merecido y el bien y la justicia prevalecerán. Dios es la esperanza de que cada uno de nosotros podamos alcanzar todo aquello que siempre hemos deseado: el conocimiento de la verdad, la delectación de la belleza y el gozo del bien, de la justicia y del amor absolutos y eternos. Nosotros tenemos la esperanza de la vida eterna.
Pero más perfecta que la fe y la esperanza es la caridad: en eso conocerán que sois discípulos míos: en que os améis los unos a los otros. El amor debe ser la seña de identidad de la Iglesia y de la escuela católica, que no es sino una parte de la propia Iglesia. La caridad debe ser nuestro distintivo: lo que haga diferentes a nuestros colegios. ¿Habrá mejor escuela para educar a un niño que aquella en la que los maestros amen de tal manera a los niños que estuvieran dispuestos a entregar su vida por ellos; que los quisieran como si fueran sus propios hijos? ¿Habrá mejor escuela que aquella en la que los profesores se amen entrañablemente entre sí y se apoyen y cooperen y recen los unos por otros? ¿Habrá mejor escuela que aquella en la que los profesores amen y recen por las familias de sus niños? ¿Habrá mejor escuela que aquella en la que la fe y la esperanza se prediquen con la palabra y se manifiesten de modo tangible a los ojos de cualquiera mediante el lenguaje universal del amor? No hay mejor escuela que aquella en la que la Caridad sea el centro de su vida: el principio y el fin de su labor. Educamos por caridad y llevamos las almas de los niños hacia la Caridad, hacia Dios, que es el Bien más grande. ¿Hay mejor escuela que aquella que quiere siempre lo mejor para sus alumnos? ¿Hay mejor escuela que aquella que enseña al que no sabe, que corrige con amor al que se equivoca, que da buenos consejos al que los necesita, que consuela a los tristes, que perdona las injurias y sufre con paciencia los defectos del prójimo, que reza de manera incesante por los niños, por sus familias y por los profesores?