Liberalismo, Totalitarismos y Ley de Dios

Liberalismo

Así explica Danilo Castellano Qué es el liberalismo:

La libertad liberal es, pues, esencialmente reivindicación de una independencia del orden de las cosas, esto es, del “dato” ontológico de la creación y, en el límite, independencia de sí mismo. Aquélla, por tanto, reivindica coherente, aunque absurdamente, la soberanía de la voluntad, sea la del individuo, la de la sociedad o la del Estado. Pretende siempre afirmar la libertad respecto de Dios y la liberación de su ley en el intento de afirmar la voluntad/poder sin criterios y, al máximo, admitiendo aquellos criterios y sólo aquellos que de ella derivan, y que –al depender de ella– no son propiamente criterios. De ahí́ la reivindicación de las llamadas libertades “concretas”: de la libertad de pensamiento contrapuesta a la libertad del pensamiento, de la libertad de religión contrapuesta a la libertad de la religión, de la libertad de conciencia contrapuesta a la libertad de la conciencia, etc.

El hombre tiene derecho a ser feliz pero también tiene el derecho a poner la felicidad en aquello en lo que cree que le hace feliz. El ser humano es responsable de sus actos y sería el origen y el fin de sus propias leyes. Y la persona se puede autodeterminar como quiera. La persona libre no debe estar sujeta a ninguna forma de coacción.

Sigue Castellano:

No sería libre, por tanto, quien está sometido a la ley natural que no permite la autodeterminación absoluta, quien debe estar debajo de una voluntad distinta de la propia. Los Diez Mandamientos constituirían obstáculos para la libertad, como toda autoridad obstaculizaría también tal libertad. Por ello se ha podido sostener que el hombre no nace libre, sino que se convierte en libre. La libertad no sería una de las características naturales del ser humano sino una conquista suya dependiente de la sola capacidad de autoafirmarse.

Todo ser humano, para ser libre, debe ser dueño de sí, no simplemente de sus actos. Lo que significa que debe poder disponer y gozar absolutamente –como sigue escribiendo Locke en el ya citado Segundo Tratado– de la “propiedad de la propia persona”. Sólo el individuo tiene derechos sobre sí mismo. Nada más puede interferir en el goce y en la disposición de su vida y su libertad. Lo que, a su vez, significa que cada uno es soberano de sí. Puede, por ejemplo, disponer libremente del propio cuerpo; puede, por ejemplo, mutilarse por finalidades no terapéuticas (ligadura de trompas, esterilización, etc.); puede disponer de sí por pura conveniencia (cambio de sexo, contratos sobre el propio cuerpo con fines de lucro, etc.); puede reivindicar el derecho al suicidio; puede consumir libremente sustancias estupefacientes si entiende que le hacen (al menos momentáneamente) feliz.

Todos, en suma, tendrían derecho –como repite también Marcello Pera– de “escoger y perseguir la propia concepción del bien”, incluso cualquier concepción siempre que sea compatible con las normas políticas públicas.

Yo soy libre de escoger, si quiero, la concepción del bien que propone la religión católica. Pero soy yo quien decide, soy yo la instancia última: nunca Dios. El liberalismo propone que cada individuo haga su propia voluntad: no la voluntad de Dios; que la persona establezca sus propias normas morales, según su criterio subjetivo: Dios no es nadie para obligarme a aceptar unos Mandamientos que coartan mi libertad de decidir por mí mismo. Y si cada uno, de manera subjetiva, decide qué está bien y qué mal, el relativismo se acaba imponiendo porque nadie tendría derecho a imponer su visión del hombre y del mundo a los demás.

La libertad liberal es la libertad negativa; es decir, la libertad ejercida sin ningún criterio. Poco importa, aunque la cuestión resulte relevante desde el punto de vista práctico, que esta libertad se ejercite por el individuo, por el Partido o por el Estado. Lo que destaca es el hecho de que postula que la libertad sea liberación: liberación de la condición finita, liberación de la propia naturaleza, liberación de la autoridad, liberación de las necesidades, etc.

Si el Liberalismo es representado por la serpiente que incitó a nuestros primeros padres a pecar y a desobedecer la Ley de Dios, dejándose tentar por la soberbia de pretender ser como dioses; el Leviatán representa perfectamente los totalitarismos. Los ciudadanos han de renunciar a su libertad para someterse completamente al poder del Estado. El Estado ha de salvar a los hombres de sí mismos y garantizar su seguridad física y vital. El Estado tiene que salvarnos de las pandemias, del cambio climático, de la contaminación, del tabaco, de la carne roja y de los rayos solares que perjudican nuestra piel. El Estado es soberano: es un monstruo que no respeta a nadie más que a quien le rinde pleitesís y sumisión total. 

Los Totalitarismos

La libertad liberal deriva con una pasmosa facilidad hacia el totalitarismo. Lo estamos viendo en nuestros días. Del “cada uno puede pensar como le dé la gana y opinar lo que quiera” pasamos en un santiamén a la dictadura de lo políticamente correcto; o sea, al Pensamiento Único. Así, si se te ocurre criticar la filosofía y la antropología que subyacen tras la Ideología de Género, te acusarán de machista o de homófobo. Si tú criticas desde postulados cristianos las ideas que defienden los materialistas ateos, resulta que estás cometiendo un delito de odio. Ahora bien, si los enemigos de Dios atacan a los creyentes, los insultan, profanan o queman nuestras iglesias o nuestras catedrales, entonces ya no hay delito de odio, sino libertad de expresión. La doble vara de medir resulta cuando menos, llamativa. Citar textos de la Biblia que condenan las prácticas homosexuales como pecados que claman al cielo resulta que es insultar y faltar al respeto a los homosexuales y promover el odio hacia ellos. Ahora bien, que ellos desfilen blasfemando e insultando a los católicos resulta ser muestra de progreso y de civilización. Acojonante todo.

No pueden entender que no hay mayor acto de amor, de caridad, que procurar la salvación de las almas para evitar que se condenen para toda la eternidad. Y que llamar a la conversión y al arrepentimiento es un deber de todo cristiano. Porque nosotros vivimos desde la perspectiva de la vida eterna y nuestra felicidad es Dios: no los placeres pasajeros de este mundo. Pero los materialistas ateos no creen en nada más que en su propio placer y no entienden más felicidad que la de su bragueta.

La idea de que el hombre es egoísta por naturaleza, de que el hombre es un lobo para el hombre; de que vivimos en la sociedad en una guerra permanente entre individuos, colectivos, clases sociales, partidos políticos o naciones, tiene una larga tradición.

El Leviatán de Hobbes, por ejemplo, en 1651, ya explicaba y justificaba la existencia de un estado absolutista que subyugara y coartase la libertad de sus ciudadanos. El Estado debe establecer y garantizar la paz y debe imponer sus leyes sobre los individuos incluso mediante el uso de la fuerza. La única manera de superar la guerra permanente, el conflicto constante entre los individuos y los colectivos, es el miedo al Estado. El Estado es absoluto y exige obediencia ilimitada. 

Pero el Estado o el Partido no debe sujetarse a Dios ni a la Iglesia ni a la Ley Eterna. Sino que es la Iglesia la que deber someterse a los dictados del Estado, del Partido o del Pueblo Soberano. Porque ya Dios no es el Soberano, sino que la soberanía es del Pueblo, del Estado o del Partido.

Quien eleva la raza, el pueblo, el Estado o el Partido a suprema norma de todo y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a esta. 

Quien legisla contra Dios y contra su Ley Santa es un impío y un blasfemo. Y así, pasamos de la antropolatría liberal, que exige adoración al hombre individual; a la estatolatría, que impone la adoración al líder, al Partido y al Estado. Véase lo que ocurre con la China comunista de Xi Jinping, con la Venezuela de Maduro, o con la Corea del Norte de Kim Jong-un. En todas las dictaduras comunistas, se persigue a los católicos y en el caso de China, se llega a imponer una Iglesia Patriótica apóstata, controlada y dirigida por el Partido Comunista, que se permite la licencia de nombrar a sus propios obispos, cambiar la Biblia a su gusto; el Evangelio, por los eslóganes del Partido; y las imágenes de Nuestro Señor o de la Virgen, por las fotografías de Jinping.

Lo mismo ocurrió con la dictadura nazi en Alemania o con el fascismo italiano: culto al líder, Estado totalitario y un partido único que, elevado a la categoría de ídolo, dictaba sus leyes al margen de Dios y muchas veces contra Dios, aplastando la libertad de los ciudadanos. Los totalitarismos fascistas también imponen una estatolatría pagana que idolatra al Estado y al Partido y relega a Dios por debajo del Estado, que sería el verdadero y único soberano. Lo que manda el Estado no se puede cuestionar y cualquier disidencia debe ser sofocada y reprimida por la fuerza.

El culto al líder es condenado expresamente por el magisterio de Pío XI en su encíclica contra el nazismo Mit brennender Sorge:

Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, creador del universo, señor, rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.

Este Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. Como el sol de Dios brilla indistintamente sobre el género humano, así su ley no reconoce privilegios ni excepciones. Gobernantes y gobernados, coronados y no coronados, grandes y pequeños, ricos y pobres, dependen igualmente de su palabra. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.

Solamente espíritus superficiales pueden caer en el error de hablar de un Dios nacional, de una religión nacional, y emprender la loca tarea de aprisionar en los límites de un pueblo solo, en la estrechez étnica de una sola raza, a Dios, creador del mundo, rey y legislador de los pueblos, ante cuya grandeza las naciones son como gotas de agua en el caldero (Is 40, 15).

La revelación, que culminó en el Evangelio de Jesucristo, es definitiva y obligatoria para siempre, no admite complementos de origen humano, y mucho menos sucesiones o sustituciones por revelaciones arbitrarias, que algunos corifeos modernos querrían hacer derivar del llamado mito de la sangre y de la raza. Desde que Cristo, el Ungido del Señor, consumó la obra de la redención, quebrantando el dominio del pecado y mereciéndonos la gracia de llegar a ser hijos de Dios, desde aquel momento no se ha dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo, para conseguir la bienaventuranza, sino el nombre de Jesucristo (Hech 4,12). Por más que un hombre encarnara en sí toda la sabiduría, todo el poder y toda la pujanza material de la tierra, no podría asentar fundamento diverso del que Cristo ha puesto (1Cor 3,11). En consecuencia, aquel que con sacrílego desconocimiento de la diferencia esencial entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osase poner al nivel de Cristo, o peor aún, sobre Él o contra Él, a un simple mortal, aunque fuese el más grande de todos los tiempos, sepa que es un profeta de fantasías a quien se aplica espantosamente la palabra de la Escritura: El que mora en los cielos se burla de ellos (Sal 2,4).

Aplíquense el cuento todos los tiranos que se creen tanto como Dios o incluso más que Dios.

La Ley de Dios

Nadie debería usar el nombre de Dios en vano… Porque muchos usan el nombre de Dios para “bautizar” la democracia liberal, los derechos humanos y las libertades constitucionales; y otros, para justificar dictaduras que, en nombre de Dios, pisotean sus Mandamientos.

Los que seguimos a Cristo tenemos que obedecer la Ley de Dios por encima de las leyes de los hombres. Si las leyes humanas mudables – sujetas a cambios – no son conformes con los ordenamientos divinos inmutables, nosotros le debemos siempre obediencia absoluta a nuestro Creador. Porque los Mandamientos de Dios están por encima del espacio y del tiempo, de las patrias y de las razas; de los partidos y de los caudillos. Y los católicos debemos obediencia absoluta a nuestro Señor en todos los ámbitos de la vida: en el privado y en el público; en la familia, en el trabajo y en la política.

La libertad para los católicos no consiste en hacer lo que cada uno quiera en cada momento, sino en hacer lo que se debe. Y nuestro deber consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Nuestra constitución, el fundamento de todas las demás leyes, es, para nosotros, la Caridad. Y nuestro deber es luchar bajo la bandera de Cristo el combate contra el mal, contra el pecado; contra el mundo, contra el demonio y contra la carne.

Pero nosotros sabemos que ningún sistema ni ninguna ideología ni ningún Estado puede cambiar el mundo ni se podrá jamás instaurar un paraíso en la tierra al margen de Dios o contra Dios. Las utopías son mentiras. Y Dios hace que los malvados caigan en sus propias trampas; les desbarata sus planes y les arruina sus malas acciones. El Señor frustra los planes de las naciones; desbarata los designios de los pueblos. Pero los planes del Señor quedan firmes para siempre; los designios de su mente son eternos.

Nosotros sabemos que nada podemos por nuestras propias fuerzas y que necesitamos de Dios.

Seguimos con Pío XI en la Encíclica citada:

Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión.

Ningún poder coercitivo del Estado, ningún ideal puramente terreno, por grande y noble que en sí sea, podrá sustituir por mucho tiempo a los estímulos tan profundos y decisivos que provienen de la fe en Dios y en Jesucristo.

La observancia concienzuda de los diez mandamientos de la ley de Dios y de los preceptos de la Iglesia —estos últimos, en definitiva, no son sino disposiciones derivadas de las normas del Evangelio—, es para todo individuo una incomparable escuela de disciplina orgánica, de vigorización moral y de formación del carácter. Es una escuela que exige mucho, pero no más de lo que podemos. Dios misericordioso, cuando ordena como legislador: «Tú debes», da con su gracia la posibilidad de ejecutar su mandato. 

Por lo tanto, fomentar el abandono de las normas eternas de una doctrina moral objetiva, para la formación de las conciencias y para el ennoblecimiento de la vida en todos sus planos y ordenamientos, es un atentado criminal contra el porvenir del pueblo, cuyos tristes frutos serán muy amargos para las generaciones futuras.

Es una nefasta característica del tiempo presente querer desgajar no solamente la doctrina moral, sino los mismos fundamentos del derecho y de su aplicación, de la verdadera fe en Dios y de las normas de la relación divina. Fíjase aquí nuestro pensamiento en lo que se suele llamar derecho natural, impreso por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano (cf. Rom. 2,14-15), y que la sana razón humana no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir. A la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo, cualquiera que sea el legislador, en su contenido ético y, consiguientemente, en la legitimidad del mandato y en la obligación que implica de cumplirlo. Las leyes humanas, que están en oposición insoluble con el derecho natural, adolecen de un vicio original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con el aparato de la fuerza externa.

Los tristes frutos del abandono de la Ley de Dios, esos frutos amargos, ya los tenemos delante: aborto, eutanasia, suicidio asistido, experimentación con embriones humanos, trata de mujeres (prostitución, pornografía), y un largo etcétera de iniquidades.

El único que puede cambiar el mundo y que, de hecho, lo ha cambiado y lo sigue cambiando hoy, es Nuestro Señor Jesucristo: el que nació en un establo de Belén porque no había espacio en la posada. Nuestro mundo de hoy tampoco quiere acoger al Salvador, porque lo que quiere es matarlo, como Herodes. Nuestro Señor triunfó sobre el pecado y sobre la muerte y reina desde la cruz. Fue rechazado, humillado, torturado y despreciado. Y lo colgaron de la cruz. Pero el Cordero Degollado ha triunfado y Él enjugará nuestras lágrimas y su Reino no tendrá fin. Nosotros somos pocos, insignificantes, irrelevantes. No nos cuentan entre los sabios ni entre los influyentes ni entre los ricos. No salimos en los medios ni somos famosos ni poderosos. Pero el Señor nos dice: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza». Los hijos de María somos fieles soldados de Cristo. Que el Señor nos conceda la gracia de mantenernos fieles hasta el final y de contarnos entre sus elegidos.

Hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Id a adorarlo. En su debilidad está nuestra fortaleza.

¡Viva Cristo Rey!

 

7 comentarios

  
Marta de Jesús
Los que creen hacer 'su' voluntad son manejados por el Maligno. La libertad solo se obtiene entregándola a Dios. El Señor nos libre de esa soberbia que lleva a la desobediencia, y aleja de Dios y su Amor.



16/12/21 10:28 PM
  
Perplejo
Gran artículo, Pedro Luis. Que Dios le bendiga por declarar incansablemente la verdad. En estos días tan próximos al Adviento, y ante la oscuridad que reina en el mundo, hay que acojerse a las palabras con las que usted termina su artículo: "Hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Id a adorarlo. En su debilidad está nuestra fortaleza"
¡Viva Cristo Rey!
16/12/21 11:41 PM
  
Miguel García Cinto
Pedro Luis Llera:
Tu excelente post como de costumbre largo, pero totalmente inteligible, actualmente los católicos que pretendemos con la gracia del Señor, seguir el Evangelio cada vez somos menos, y con el agravante de que la inmensa mayoría de la jerarquía de la Iglesia, sigue los dictados del mundo, sobre todo del mundo occidental.
El Señor te bendiga y te guarde.
17/12/21 10:05 AM
  
Luis Piqué Muñoz
El Liberalismo, que No es más que la adoración a la Diosa Libertad, la Libertad Negativa, sin sentido, la Libertad por la Libertad, la absoluta autonomía de la Conciencia y la Voluntad, ha dado Lugar a Totalitarismos, Fascismos, como el Nazismo, el comunismo, el socialismo ¡estos 2 últimos aún ¡Ay! en boga! y todos los Crueles Fascismos modernos, la abominación de la Tiranía democrática, el Nuevo Nazismo Feminista, el satanismo mediático, con las aberraciones satánicas de el divorcio, el aborto, la AntiConcepción, la Fornicación, y consecuencia de ésta, la sodomía, la eutanasia, la transexualidad ¡y en fin la Perversión desde el Vientre de la Madre, además el Lugar más Peligroso y Salvaje, Infernal del Mundo para muchos Inocentes! ¡Muera el liberalismo! ¡Muera el Fascismo! ¡Viva la Libertad! ¡Viva Dios!
17/12/21 2:34 PM
  
Centurión Cornelio
El liberalismo cree que el hombre siempre desea el bien, o sea que niega el pecado original y desconoce por lo tanto la naturaleza humana.
Los filósofos griegos pensaban lo mismo, aunque tenían más excusa, y en esta falsa creencia está uno de los pilares de la democracia.
20/12/21 8:45 AM
  
templario
Francisco modifica las palabras de la Consagración:

Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad;
Por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros alimento y líquido de Jesucristo, nuestro Señor.
El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó pan, dándote gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:
Tomad y comed todos de él, porque esto es mi alimento, que será entregado por vosotros.
Del mismo modo, acabada la cena, tomó el vino, y, dándote gracias de nuevo, lo pasó a sus discípulos diciendo:
Tomad y bebed todos de él, porque éste es mí líquido, este líquido es la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados.
Haced esto en conmemoración mía.

Y en adelante atentos. Muy atentos.
Esto es lo más grave de todo lo que estamos viviendo

https://adoracionyliberacion.com/2021/12/18/cambio-palabras-consagracion/
20/12/21 2:29 PM
  
Ignacio
El título de esta nota me hace acordar al título de una conferencia dada por Dante A. Urbina, apologista católico peruano. El título de dicha conferencia es "El pensamiento político de Santo Tomás de Aquino: Tomismo vs. liberalismo y totalitarismo" y se puede ver y/o escuchar en https://www.youtube.com/watch?v=kigwwuJ5FHM.
22/12/21 5:14 PM

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