La Perfección Cristiana

–Y si en su vida anterior hubiese habido honores, alabanzas, recompensas públicas establecidas entre ellos para aquel que observase mejor las sombras a su paso, que recordase mejor en qué orden acostumbran a precederse, a seguirse o a aparecer juntas y que por ello fuese el más hábil en pronosticar su aparición, ¿crees que el hombre de que hablamos sentiría nostalgia de estas distinciones, y envidiaría a los más señalados por sus honores o autoridad entre sus compañeros de cautiverio? ¿No crees más bien que será como el héroe de Homero y preferirá mil veces no ser más «que un mozo de labranza al servicio de un pobre campesino» y sufrir todos los males posibles antes que volver a su primera ilusión y vivir como vivía?
–No dudo que estaría dispuesto a sufrirlo todo antes que vivir como anteriormente.
–Imagina ahora que este hombre vuelva a la caverna y se siente en su antiguo lugar. ¿No se le quedarían los ojos como cegados por este paso súbito a la obscuridad?
–Sí, no hay duda.
–Y si, mientras su vista aún está confusa, antes de que sus ojos se hayan acomodado de nuevo a la obscuridad, tuviese que dar su opinión sobre estas sombras y discutir sobre ellas con sus compañeros que no han abandonado el cautiverio, ¿no les daría que reír? ¿No dirán que por haber subido al exterior ha perdido la vista y no vale la pena intentar la ascensión? Y si alguien intentase desatarlos y llevarlos allí, ¿no lo matarían, si pudiesen cogerlo y matarlo?
–Es muy probable

La actualidad del Mito de la Caverna de Platón resulta sorprendente. Realmente había semillas de verdad en la filosofía griega, que apuntaba ya, sin conocerlo, a la Luz verdadera, que es Dios: “en los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien, que percibimos con dificultad, pero que no podemos contemplar sin concluir que ella es la causa de todo lo bello y bueno que existe.”

Pero si alguien intenta desatar a los que viven atados en la caverna y llevarlos a la Verdad, ¿no intentarán, si pudieran, cogerlo y matarlo? Lo mismo hicieron siempre los hipócritas impíos con los profetas:

“¿A cuál de los profetas no maltrataron los antepasados de ustedes? Ellos mataron a quienes habían hablado de la venida de aquel que es justo, y ahora que este justo ya ha venido, ustedes lo traicionaron y lo mataron.” (Hechos 7, 52).

“Por eso dijo la Sabiduría de Dios: Les enviaré profetas y apóstoles y a algunos los matarán y perseguirán, para que se pidan cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, el que pereció entre el altar y el Santuario. Sí, os aseguro que se pedirán cuentas a esta generación.” (Lc. 11, 49-52)

A todos se nos pedirá cuentas por nuestros actos y a cada uno se le dará lo que merezca.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos y decís: “Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo de nuestros padres, no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los profetas!”  Con lo cual atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres! ¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo vais a escapar a la condenación de la gehenna?” (Mateo 23, 29-33).

El mundo está como está porque los hombres se han apartado de Dios y viven como si Dios no existiera. Y esto tiene consecuencias: la primera, que han perdido el sentido de la vida, que nadie sabe qué pintamos aquí; que nadie sabe de dónde venimos ni a donde vamos. Sin Dios, nada tiene sentido y esta vida es un absurdo insufrible. El sufrimiento y el dolor no nos dejan en paz y solo la borrachera de un hedonismo desenfrenado es capaz de anestesiar por momentos el sufrimiento del hombre.

Sin Dios, la vida es un infierno.

Comparto de nuevo con ustedes mis lecturas y mi recopilación personal de aquello que a mí me sirve para entender cada día mejor la fe y crecer como cristiano. Si a alguien le aporta algo, fenomenal. A mí, desde luego que me ayuda a comprender y a comprenderme. Y así voy saliendo, poco a poco, y de manera muy penosa, de mi propia caverna.

1.- El fin del hombre

Pero la vida sí tiene sentido. El hombre tiene un fin: ser feliz. Todos queremos ser felices. El Aquinate escribió con frecuencia sobre la felicidad y lo hizo de manera entusiasta. Una de sus enseñanzas fundamentales sostiene que la felicidad es el fin último de la vida humana y de la actividad moral. Ese fin es bellísimo y fascinante; es un fin que sobrepasa todos los angostos confines de la vida presente; fin altísimo porque se identifica con Dios mismo: “Beatitudo est fruitio Dei”; pero es un fin que es alcanzable por nosotros los seres humanos porque Dios mismo nos lo ha asignado y nos proporciona los medios para alcanzarlo.

Ser feliz, para santo Tomás equivale ser santo y vivir unido a Dios. Seremos plenamente felices solo en el cielo. Nuestra felicidad es dar gloria y alabanza a Dios.

Sigo de aquí en adelante a Fr. Antonio Royo Marín, en su obra Teología de la Perfección Cristiana. Nada de aquí en adelante es mío. Es pura doctrina de la Iglesia.

A la vida cristiana (yo diría a la vida de todo hombre) se le pueden señalar dos fines: un fin último o absoluto y otro próximo o relativo. El fin último es la gloria de Dios; el fin relativo, nuestra propia santificación.

a)    La gloria de Dios

Dios es infinitamente feliz en sí mismo y no necesita absolutamente nada de sus criaturas. Pero Dios es Amor y el amor es, de suyo, comunicativo. Dios es el Bien infinito y el bien tiende de suyo a expansionarse. De ahí el porqué de la creación.

Todo el que hace algo lo hace por un fin. Así que Dios tiene que obrar por un fin. Dios ha creado todas las cosas para su propia gloria. Las criaturas no pueden existir sino en Él y para Él.

Y esto no solo no supone un “egoísmo transcendental” en Dios – como se atrevió a decir, con blasfema ignorancia, un filósofo impío –, sino que es el colmo de la generosidad y el desinterés. Porque no buscó con ello su propia utilidad, sino únicamente comunicarles su bondad. Dios ha sabido organizar de tal manera las cosas, que las criaturas encuentran su propia felicidad glorificando a Dios. Por eso dice santo Tomás que solo Dios es infinitamente generoso: no obra por indigencia, como buscando algo que necesita, sino únicamente por bondad, para comunicar a las criaturas su propia rebosante felicidad.

¡La gloria de Dios! He aquí el alfa y la omega, el principio y el fin de toda la creación. La misma encarnación del Verbo y la redención del género humano no tienen otra finalidad última que la gloria de Dios: cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a Él todo se sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas (I Cor. 15, 28). Por eso nos exhorta el Apóstol a no dar un solo paso que no esté encaminado a la gloria de Dios: “Ya comáis ya bebáis o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios (I Cor. 10, 31); ya que, en definitiva, no hemos sido predestinados en Cristo más que para convertirnos en una perpetua alabanza de gloria a la Trinidad Beatísima:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; . por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado.

En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. A él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad, para ser nosotros alabanza de su gloria, los que ya antes esperábamos en Cristo. En él también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en Él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria. (Efesios 1, 3-12).

Todo tiene que subordinarse a esta suprema finalidad. El alma misma no ha de procurar su salvación o santificación sino en tanto que con ella glorificará más y más a Dios. La propia salvación o santificación no puede convertirse jamás en fin último. Hay que desearlas y trabajar sin descanso en su consecución; pero únicamente porque Dios lo quiere; porque ha querido glorificarse haciéndonos felices, porque nuestra propia felicidad no consiste en otra cosa que en la eterna alabanza de la gloria de la Trinidad Beatísima.

Tal es la finalidad última de la vida. El alma que aspire a santificarse debe poner los ojos como fin al que enderece sus fuerzas y anhelos, en la gloria misma de Dios. Ha de procurar parecerse a san Alfonso María de Ligorio, de quien se dice que “no tenía en la cabeza más que la gloria de Dios”. En definitiva, esta actitud es la que han adoptado todos los santos, siguiendo a san Pablo, que nos dejó la consigna más importante en la vida cristiana al escribir a los Corintios “omnia in gloriam Dei facite” (hacedlo todo para gloria de Dios). Como diría san Ignacio, “todo para mayor gloria de Dios”.

b)   La santificación del alma, fin próximo y relativo de la vida cristiana.

El bautismo, puerta de entrada de la vida cristiana, siembra en nuestra alma una “semilla de Dios”: es la gracia santificante. Ese germen divino está llamado a desarrollarse plenamente y esa plenitud es la santidad. Todos estamos llamados a ella, aunque en grados muy distintos, según la medida de nuestra predestinación en Cristo.

A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo. […] El mismo «dio» a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo. (Efesios 4, 7-13).

Ahora bien, ¿en qué consiste la santidad? ¿Qué significa ser santo?

La santidad consiste en nuestra plena configuración con Cristo, en la unión con Dios por el amor y en la perfecta conformidad con la voluntad divina.

2.- La perfección cristiana

Santo Tomás considera que la perfección cristiana consiste principalmente en la caridad: “Por encima de todo esto, vestíos de la caridad, que es el vínculo de perfección” (Col. 3, 14).

La perfección de un ser consiste en alcanzar su último fin, más allá del cual nada cabe desear; pero es la caridad la que nos une con Dios, último fin del hombre; luego en ella consistirá especialmente la perfección cristiana. Como dice san Juan, el que vive en caridad permanece en Dios y Dios, en él (1 Jn. 4, 16). Por consiguiente la perfección de la vida cristiana se toma de la caridad. Las demás virtudes preparan y comienzan esa unión pero no pueden acabarla y consumarla. La fe y la esperanza nos unen ciertamente con Dios, pero no como último fin absoluto; o sea, como sumo Bien infinitamente amable por sí mismo (motivo perfectísimo de la caridad), sino como primer principio del que nos viene el conocimiento de la verdad (fe) y la perfecta bienaventuranza (esperanza).  La caridad mira a Dios y nos une a Él como principio. La fe nos da un conocimiento de Dios necesariamente oscuro e imperfecto (de non vis) y la esperanza es también radicalmente imperfecta (de non possessis), mientras que la caridad nos une a Él ya desde ahora de manera perfectísima, dándonos la posesión real de Dios y estableciendo una corriente de mutua amistad entre Él y nosotros. Por eso, la caridad es inseparable de la gracia; mientras que la fe y la esperanza son compatibles, de alguna manera, con el mismo pecado mortal (fe y esperanza informes). La caridad, en fin, supone la fe y la esperanza pero las supera en dignidad y perfección.

La perfección cristiana consiste en la perfección de la caridad afectiva y efectiva. Así lo explica san Francisco de Sales:

“Dos son los principales ejercicios de nuestro amor a Dios: uno afectivo y otro efectivo o activo, como dice san Bernardo. Por el primero nos aficionamos a Dios y a todo lo que a Él le place; por el segundo, servimos a Dios y hacemos lo que Él nos ordena. Aquel nos une a la bondad de Dios; este nos hace cumplir su voluntad. El uno nos llena de complacencia, de benevolencia, de aspiraciones, de deseos, de suspiros, de ardores espirituales, de tal modo que nuestro espíritu se infunde en Dios y se mezcla con Él; el otro pone en nosotros el firme propósito, el ánimo decidido y la inquebrantable obediencia para cumplir los mandatos de su voluntad divina y para sufrir, aceptar, aprobar y abrazar todo lo que proviene de su beneplácito. El uno hace que nos complacemos en Dios; el otro, que le agrademos”.

La perfección del amor, en lo que a nosotros se refiere, se manifiesta mejor en el ejercicio de la caridad efectiva, o sea, práctica del amor de Dios en las virtudes cristianas, sobre todo si hay que superar para ello grandes dificultades, tentaciones o trabajos. El amor afectivo, aunque más excelente de suyo, se presta a grandes engaños y falsificaciones. Es muy fácil decirle a Dios que le amamos con todas nuestras fuerzas, que deseamos el martirio, etc., etc., sin perjuicio de mantener, con un terquedad ribeteada de amor propio, un punto de vista incompatible con aquella plenitud del amor tan rotundamente formulada. En cambio, la legitimidad de nuestro amor a Dios se hace mucho menos sospechosa cuando nos impulsa a practicar callada y perseverantemente, a pesar de todos los obstáculos y dificultades, el penoso y monótono deber de cada día. El mismo Cristo nos enseña que por sus frutos conoceréis el árbol (Mt. 7, 15-20) y que no entrarán en el cielo los que se limiten a decir: “¡Señor, Señor!”, sino los que cumplan la voluntad de su Padre celestial (Mt. 7, 21).

Para la plena expansión y desarrollo, tal como lo exige la perfección cristiana, la caridad necesita ser perfeccionada. Santo Tomás distingue tres etapas en el crecimiento de la caridad:

“En el primer grado, las preocupación fundamental del hombre debe ser la de apartarse del pecado y resistir a sus concupiscencias, que se mueven en contra de la caridad. Y esto pertenece a los incipiens, en lo que la caridad ha de ser alimentada y fomentada para que no se corrompa.

En el segundo grado, el hombre ha de preocuparse principalmente de adelantar en el bien. Y esto corresponde a los proficientes, que han de procurar que la caridad aumente y se fortalezca el alma.

En el tercer grado, el fin, el hombre ha de procurar unirse íntimamente a Dios y gozar de Él. Y esto pertenece a los perfectos que “desean morir para estar con Cristo” (Filipenses 1, 23).”

No hemos de imaginar que esto tres grados son como otros tantos departamentos cerrados a cal y canto. Sucede con frecuencia que Dios les da a los principiantes gracias particulares que son como relámpagos de la via unitiva. Y de modo semejante, en el camino de los más avanzados pueden ocurrir choques o retrocesos provocados por la naturaleza mal inclinada. 

La perfección en esta vida es solo relativa. La perfección absoluta no es posible en este mundo y tampoco en el otro porque es propia y exclusiva de Dios. Pero la relativa es posible aun en esta vida ya que supone la posibilidad de avances y progresos en el camino hacia la unión con Dios.

La perfección cristiana y la predestinación

¿Quién determina el grado de caridad que constituye la perfección para cada alma? No hay otra respuesta que la voluntad libérrima de Dios. Se trata de uno de los aspectos más misteriosos de la predestinación. Dios distribuye sus gracias entre sus criaturas en grados diferentísimos, sin más consejero que su voluntad omnímoda.

Son misterios insondables que escapan a las posibilidades de la pobre razón humana. Les escribe san Pablo a los fieles de Éfeso:

“A cada uno de nosotros ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo… Él constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a estos, evangelistas; a aquellos, pastores y doctores para la perfección consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad por la fe y el conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo”.

Pudiera decirse que el Dios de la predestinación no ha tenido en cuenta, al realizar la de los hombres, más que una sola realidad inmensa: Cristo, en su doble aspecto personal y místico. Todo lo demás desaparece ante la mirada de Dios. Y precisamente porque todo está subordinado y orientado a Cristo, es preciso que haya entre sus miembros un ordenadísimo desorden con el fin de obtener la belleza suprema del conjunto total. Solo cuando contemplemos cara a cara a Dios en la visión beatífica veremos maravillosamente armonizadas, en la eminencia de la esencia divina, la iniciativa de Dios y la libertad del hombre, los derechos inalienables del Creador y la cooperación meritoria de la criatura.

Pero ya que tenemos que partir del supuesto de la desigualdad de la distribución de las gracias, ¿podremos averiguar cuál es el grado determinado por Dios para cada alma en particular?

De ninguna manera. Es imposible averiguarlo. Depende únicamente de la voluntad libérrima de Dios, que no puede sernos conocida más que por divina revelación. Sin embargo, podemos hacer cuatro afirmaciones importantes:

1.- La perfección cristiana supone siempre un desarrollo eminente de la gracia.

2.- Supone también la perfección de las virtudes infusas.

3.- Requiere siempre purificaciones pasivas.

4.- Implica necesariamente vida mística, más o menos intensa.

Aquel “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” supone un ideal altísimo, de suyo inaccesible para el hombre por tratarse de una ejemplaridad rigurosamente infinita. Y este ideal lo presenta el Señor a todos los hombres.

No es lo mismo llamamiento que predestinación. Como no es lo mismo la voluntad antecedente de Dios y la voluntad consiguiente. La voluntad antecedente corresponde al llamamiento; la voluntad consiguiente es la que produce la predestinación.

Dios no nos tiene predestinado a todos para un mismo y único grado de perfección, como no nos tiene tampoco a todos predestinados a la gloria. La predestinación es infrustrable por parte de la criatura, ya que es una consecuencia de la voluntad consiguiente de Dios, a la que nada se resiste; y es un hecho de la experiencia cotidiana que muchísimos cristianos mueren sin haber llegado a la perfección cristiana, e incluso algunos de ellos mueren impenitentes y con manifiestas señales de reprobación.

¿Quiere eso decir que no estaban llamados por Dios a la perfección o a la vida eterna?

De ninguna manera. El apóstol san Pablo nos dice expresamente que Dios quiere la salvación de todos los hombres. Y esta misma enseñanza fue recogida por los concilios y es doctrina unánime de todos los teólogos católicos.

Es cierto que todos estamos llamados a los grados más altos de la santidad y perfección de una manera remota y suficiente por la voluntad antecedente de Dios. Pero de una manera próxima y eficaz, como efecto de la voluntad consiguiente de Dios – a la que corresponde la predestinación en concreto – cada uno de los predestinados tiene señalado por Dios el grado de perfección a la que ha de llegar conforme al grado de gloria a la que le tiene destinado.

En otros términos: todos estamos llamados a la perfección cristiana y a todos se nos dan las gracias suficientes para obtenerla, si nosotros no ponemos obstáculos a la gracia y cooperamos libremente a la acción divina; pero de hecho, no todos estamos predestinados a la perfección cristiana. Una cosa es estar llamado y otra muy distinta es ser escogido; lo dice expresamente el Evangelio.

Dios quiere sincerísimamente que todos los hombres se salven y, en consecuencia, a todos les da las gracias suficientes para ello, incluso al más embrutecido salvaje perdido en una selva tropical. Pero Dios no puede ni debe salvar al que se empeñe tenazmente en resistir a su gracia abusando del privilegio augusto de su libertad. Una salvación universal de todos los hombres sin excepción (buenos y malos) llevaría inevitablemente a una de estas dos terribles consecuencias: o a que la voluntad humana no es libre ni, por consiguiente, responsable; o que está autorizada para burlarse de Dios.

La perfección cristiana supone siempre la perfección de las virtudes infusas, principalmente de la caridad y también requiere siempre purificaciones pasivas. Según san Juan de la Cruz, “por más que el principiante en mortificar en sí se ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo, ni con mucho, puede, hasta que Dios lo hace en él pasivamente por medio de la purificación de la dicha Noche”.

La perfección cristiana implica también necesariamente vida mística. Las virtudes infusas no pueden alcanzar su perfección sino bajo la influencia de los dones del Espíritu Santo actuando al modo divino o sobrehumano, que constituye la esencia misma de la mística. Es imposible la perfección de las virtudes – y por consiguiente, la perfección cristiana – fuera de la mística.

Se admite generalmente que la captación experimental de la presencia de Dios y de su operación en el alma es esencial a la vida mística. Dice Dom Ansemo Stolz que “la mística es una experiencia transpsicológica de la inmersión en la corriente de la vida divina, inmersión que se realiza en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía”.

Garrigou-Lagrange señala que la mística experimental es “un conocimiento amoroso y sabroso del todo sobrenatural, infuso, que sólo el Espíritu Santo por su unción puede darnos, y que es como un preludio de la visión beatífica”.

Según el R. P. Schrijvers, “la contemplación es esencialmente un conocimiento y un amor producidos directamente por Dios, gracias a los dones del Espíritu Santo, en las facultades de la inteligencia y de la voluntad. Toda contemplación verdadera es, por lo tanto, infusa”. La mística consiste en un conocimiento y un amor misterioso que nos hacen percibir a Dios de una manera verdaderamente inefable. 


Te sientes inundado por un tsunami de amor y de repente todo cobra sentido y lo entiendes todo sin necesidad de nada más. Porque Dios está ahí, en tu alma, y nada más necesitas ya. Es un tocamiento de Dios en lo más profundo del alma; es una invasión desbordante de Dios. Eso es la felicidad: llegar a la unión con Dios; dejar que Dios te llene de amor. Aunque ningún permiso hay que dar porque Dios es Dios.

Santa Teresa de Jesús:

Nada te turbe,
Nada te espante,
Todo se pasa,
Dios no se muda.
La paciencia
Todo lo alcanza;
Quien a Dios tiene
Nada le falta:
Sólo Dios basta.
Eleva el pensamiento,
Al cielo sube,
Por nada te acongojes,
Nada te turbe.
A Jesucristo sigue
Con pecho grande,
Y, venga lo que venga,
Nada te espante.
¿Ves la gloria del mundo
Es gloria vana;
Nada tiene de estable,
Todo se pasa.
Aspira a lo celeste,
Que siempre dura;

Fiel y rico en promesas,
Dios no se muda.
Ámala cual merece
Bondad inmensa;
Pero no hay amor fino
Sin la paciencia.
Confianza y fe viva
Mantenga el alma,
Que quien cree y espera
Todo lo alcanza.
Del infierno acosado
Aunque se viere,
Burlará sus furores
Quien a Dios tiene.
Vénganle desamparos,
Cruces, desgracias;
Siendo Dios su tesoro,
Nada le falta.
Id, pues, bienes del mundo;
Id, dichas vanas;
Aunque todo lo pierda,
Sólo Dios basta.

San Juan de la Cruz expresa así la experiencia inefable del éxtasis místico: 

Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.


Nada me falta, nada me espanta. No me asusto, venga lo que venga. Cristo fue traicionado, humillado, despreciado y crucificado. Y los que antes lo aclamaban, pronto lo dejaron solo y abandonado. Las glorias de este mundo son pura vanidad y nada tienen de estable: todo pasa, todo se acaba… Aunque lo pierda todo, solo Dios basta. 

Aunque camine por cañadas oscuras, | nada temo, porque Tú vas conmigo: | tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, | enfrente de mis enemigos; | me unges la cabeza con perfume, | y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan | todos los días de mi vida, | y habitaré en la casa del Señor | por años sin término.

Cristo es la felicidad. No hay otra. Y los únicos que evangelizan de verdad son los santos con el ejemplo de su vida diaria. En el mundo faltan santos y sobran planes pastorales y métodos novedosos de evangelización.

10 comentarios

  
Pedro
la Perfección cristiana es la Santidad a la que Dios nos llama, y nadie puede ser santo ni siquiera aspirar a la Santidad sin la gracia de Dios.
08/11/21 2:17 AM
  
Bakunita
Coincido plenamente con Vd. Estamos hartos de planes y demás zarandajas, con reuniones parroquiales a horas intempestivas a las que resulta complicado ir por los horarios de trabajo, la familia etc. Y al final sólo participan los cuatro viejos que al estar jubilados, están siempre disponibles pero que no dan más de sí.... En fin, lo de siempre por desgracia.
08/11/21 11:22 AM
  
Oscar Alejandro Campillay Paz
Gracias Don Pedro Luis por compartirlo!

Las etapas en el crecimiento de la caridad me recordaron lo desarrollado en la obra mística "la nube del no saber" que siempre recomiendo vivamente para toda alma que quiera crecer en el verdadero amor a Dios.

Que el Señor le bendiga abundantemente.
08/11/21 12:12 PM
  
javier dolid
Totalmente de acuerdo con todo lo expuesto, por lo menos a nivel intelectual. Menos comprensible es entenderlo y asumirlo a nivel afectivo y efectivo, porque ¿cómo es posible la perfección para un laico que ama la Fe recibida, la reproducción efectiva de la imagen de Cristo en nosotros (Romanos 8-29); si tenemos que desenvolvernos en un mundo envuelto en sombras y pleno de requerimientos mundanos y de falsarias exigencias que nos tienen turbados y preocupados?
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Pedro L. Llera
Nosotros vivimos en el mundo pero no somos del mundo. Vivimos rodeados de las sombras del pecado. Pero nosotros estamos llamados a ser luz y sal. Debemos iluminar con nuestra propia vida las tinieblas que nos rodean. Tenemos que ir creando espacios de luz: poner amor donde hay odio, poner perdón donde hay ofensa; poner verdad donde no hay más que mentiras...
Tenemos que pedir a Dios que nos santifique, que envíe su Espíritu sobre nosotros para que podamos dar testimonio de la gloria de Dios en medio de esta generación perversa.
Tenemos que tratar de sacar de la oscuridad de la caverna del pecado a cuantos moran en ella, atados por los grilletes del pecado que los tienen esclavizados. Nosotros hemos salido de la caverna y hemos visto el sol, hemos conocido a Dios y ya no podemos seguir viviendo en la caverna. Pero tenemos que bajar a ella para liberar a los que siguen allí atados de pies y manos.
Y es verdad, que quien intenta sacar a los cautivos de la caverna para que vean la luz verdadera corren peligro de que esos esclavos del pecado lleguen incluso a matarlo... Esa es la cruz.
Dios no dé la gracia de contarnos entre sus elegidos y, si hace falta, la gracia del martirio.
08/11/21 8:08 PM
  
Lucía Victoria
En realidad, Javier, es mucho más sencillo de lo que parece. Pero porque (casi) todo lo hace el Señor.

Lo hizo desde el día de nuestro bautismo, en que, por pura decisión libérrima de Dios, quedamos marcados con el distintivo de Su casa, como Hijos Suyos. Esa marca no es una simple muesca, ni siquiera las típicas iniciales que permiten identificar al propietario del ganado... Ese sello indeleble es el Rostro del mismo Cristo, impreso con su preciosísima Sangre en nuestros corazones, por la gracia del bautismo.

A partir de ahí, se comprende más fácilmente la importancia de tener un corazón puro, transparente (pidiéndolo y frecuentando la confesión y la Eucaristía), para lograr que poco a poco vayan abajándose nuestro "yo" y nuestras miserias (=nuestros requerimientos mundanos y nuestras falsarias exigencias), pues son las que esconden y en cierto modo desfiguran la belleza y la incomparable dignidad de ese divino sello: ese gran "tesoro que portamos en vasijas de barro" (2Cor. 4, 7). Sólo así conseguiremos que resplandezca en nosotros el rostro de Cristo, de modo que los demás puedan verle a Él en nosotros, que podamos ser luz para "un mundo envuelto en sombras".

"Porque el mismo Dios que dijo: «Brille la luz en medio de las tinieblas», es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios, reflejada en el rostro de Cristo." (2Cor. 4, 6)
09/11/21 1:32 PM
  
Alejandro Galván
Desde luego, uno de los más perniciosos enemigos de la vida cristiana es el criptopelagiano "es imposible ser perfectos" o "Dios nos ama porque somos pecadores".
Por un lado, niega implícitamente la perfección cristiana (o sea, la santificación) en cuanto obra de Dios; por la otra, niega que el pecado ofende a Dios y necesita ser reparado para ser perdonado.
Y esto se escucha en no pocos pastores...
___________________________________
Pedro L. Llera
Completamente de acuerdo. "Y esto se escucha en no pocos pecadores...": yo diría que en muchísimos.
Lo primero que señala es propio de los luteranos: la naturaleza humana está totalmente caída y no podemos ser santos de ninguna manera. Solo Dios nos justifica por la fe.
El "Dios nos ama porque somos pecadores" es otra tontería, efectivamente. Porque somos pecadores, Dios se hizo hombre y murió en la cruz para salvarnos, para redimirnos de nuestros pecado y para abrirnos las puertas del cielo y que pudiéramos salvarnos. Para eso nos dejó su Iglesia y los sacramentos, que son las fuentes de la gracia que Dios no da para que podamos vivir unidos a Él y ser santos y, al final de nuestra vida, llegar al fin para el que hemos sido creados, que es Dios mismo.
10/11/21 9:19 AM
  
javier dolid
De nuevo debo expresar mi conformidad con la respuesta de Pedro L. y con Lucía Victoria, pero siento que mi conformidad es más bien intelectual, porque sigo sin ver claro cómo yo, sometido y debido a mis circunstancias personales mundanas, puedo llegar a conformar mi persona a imagen de nuestro Señor Jesucristo. En estas circunstancias, la frecuencia de los sacramentos, especialmente de la eucaristía casi a diario, parece no resultar suficiente para que el corazón se caliente. El intelecto está presto, pero el afecto no despierta.
En el encuentro con el joven rico que se acercó a Jesús para preguntarle que debía hacer para alcanzar la vida eterna, a mi juicio Jesús marcó dos niveles o dos exigencias: una necesaria, cumple los mandamientos; y otra, igualmente necesaria pero más exigente y determinante al decir "ve, vende tus bienes, da el dinero a los pobres y luego ven y sígueme". Pues bien, atender esta segunda exigencia presenta en la práctica dificultades insalvables para los laicos.
10/11/21 6:46 PM
  
Pub
Pedro. Solo le falta una cosa a tu excelente disertación para que te de el cum laude. Es el clásico: "lo bueno, si breve, dos veces bueno"; "lo malo, si breve, no tan malo". Gran artículo.
10/11/21 8:22 PM
  
Lucía Victoria
Pídeselo, Javier. «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva» (Jn. 4, 10)

Entretanto, permanece en Él, quédate a Su lado, aún con tus miserias y tus apegos, pero con la humildad y el corazón de quien se sabe insignificante; no hagas como el joven rico, que dio media vuelta y se marchó. Quedarse a Su lado es cumplir sus mandamientos, es permanecer en su Amor. Cuanto más cerca, más fácil aprender a imitar su estilo; cuanto más cerca, más fácil que responda al anhelo de tu corazón (descarta poder alcanzarlo a través de ninguna operación intelectual). Más tarde o más temprano, no tengas ninguna duda, Él recompensará tu fidelidad. Dios tiene sus tiempos.

Dos prácticas infalibles para crecer en el amor a Dios son frecuentar la adoración eucarística (Él actúa en nuestros corazones desde lo escondido) y la consagración al Sagrado Corazón de Jesús a través del Corazón Inmaculado de María: "María es el camino más seguro, fácil, corto y perfecto para llegar a(l corazón de) Jesucristo" (san Luis M. Grignion de Monfort)

Por cierto, soy laica, trabajadora y madre de familia numerosa.
10/11/21 8:41 PM
  
Franco
javier dolid

A los consejos de Lucía Victoria añado la recomendación del "Compendio de teología ascética y mística" de Adolfo Tanquerey. Es una buena guía muy útil también para laicos, y se consigue gratis en internet.
10/11/21 11:33 PM

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