Directivos con corazón de padre
Directivos con corazón de padre es el título de la ponencia que impartí en el Curso de Formación de Directivos de la Fundación Educatio Servanda el 9 de julio de 2021.
Patris corde es el título de la carta apostólica que publicó el Papa Francisco el 8 de diciembre de 2020, con motivo del 150 aniversario de la declaración de san José como patrón de la Iglesia Universal.
La carta empieza así:
Con corazón de padre: así José amó a Jesús, llamado en los cuatro Evangelios «el hijo de José».
Partiendo de esa carta, quisiera resaltar, en el contexto de esta formación de directivos de la Fundación Educatio Servanda, tres aspectos de san José que me parecen de especial importancia para todos nosotros: el primero, que san José es padre; el segundo, que José es humilde y obediente a la voluntad de Dios; y, por último, que san José es educador.
San José es padre
Dice el Papa Francisco en su Carta Apostólica “Corazón de Padre”, que la paternidad de José se manifestó concretamente al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio al misterio de la encarnación y a la misión redentora que le está unida; utilizó la autoridad para hacer de ella un don total de sí mismo, de su vida, de su trabajo.
Debemos amar a los niños de nuestros colegios como si fueran nuestros, sabiendo que no lo son. Igual que san José hizo con Jesús. Exactamente igual. El verdadero maestro es padre putativo de sus alumnos. Los niños podrán tener diez mil instructores, pero maestros con corazón de padre no tienen muchos. Cada maestro debería poder decir con el apóstol: «Fui yo quien os engendró para Cristo».
Si no queréis a los niños de vuestros colegios como si fueran vuestros, dedicaos a otra cosa. Solo puede educar a los niños aquel que los ama.
Dice el Papa Francisco en su carta que “nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace sólo por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de él responsablemente. Todas las veces que alguien asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto sentido ejercita la paternidad respecto a él.”
Nosotros, directivos de colegios, somos responsables de la vida de muchas personas que están bajo nuestra autoridad. Nuestra misión es entregar la vida por nuestros niños. Pero también por nuestros profesores, por nuestro personal no docente… Todos ellos están bajo nuestra responsabilidad. Son nuestros prójimos a quienes debemos amar y servir. Quienes trabajan cada día a nuestro lado son personas, cada una de ellas con sus problemas, con su familia, con sus hijos, con sus preocupaciones, con sus enfermedades, con sus pecados… Y quienes tenemos responsabilidades directivas debemos preocuparnos por ellos: ayudarlos, consolarlos, apoyarlos… Las personas son personas: no limpiadoras ni secretarias ni maestras; no son recursos humanos de usar y tirar. Somos responsables de nuestros profesores y de nuestro personal no docente y debemos procurar la salvación de sus almas con nuestra palabra y con nuestras obras. Y debemos amarlos entrañablemente y rezar por ellos; y llorar con ellos y reír con ellos. Porque son nuestra gente: son los nuestros, son los que Dios puso bajo nuestra autoridad. Y en cierto modo, tenemos que ser como padres para ellos, porque somos responsables de su bienestar material y en cierta medida, también de la salvación de sus almas.
Ser responsables de la vida de otros significa actuar siempre con caridad, con amor; si hace falta corregir, habrá que hacerlo: pero siempre con amor. Tenemos que ser santos. Y eso no podemos hacerlo con nuestras solas fuerzas: necesitamos la gracia de Dios, que recibimos por la oración y los sacramentos. Sin la Misa, nosotros no somos nada ni podemos nada. La Eucaristía es la fuente y el culmen de la vida de cualquier cristiano. Solo unidos a Cristo podremos amar a todos siempre.
Y si caemos, dejémonos curar por la mirada compasiva del Señor, que conoce nuestra fragilidad y nuestra debilidad. Por eso es importante que os confeséis con frecuencia, que asistáis con devoción a la santa Misa, que viváis unidos a Cristo. El Señor está realmente presente en la Hostia Santa. Adoradlo. Empezad cada mañana de rodillas ante el Santísimo o rezando el rosario. Porque nosotros, sin Él, nada podemos. Él es la vid y nosotros los sarmientos. Y para que demos buenos frutos debemos permanecer unidos a Él, unidos a Cristo. El sagrario debe ser el centro de la vida del Colegio y de nuestra propia vida. Si no, ¿qué vamos a hacer nosotros que valga algo? Nosotros somos barro en manos de Dios. Nuestra vida depende de Dios en todo.
Hacemos demasiados planes: haré esto y luego aquello y luego lo de más allá. Pero nuestra vida no está en nuestras manos. No podemos hacer con nuestra vida lo que nos dé la gana porque la vida no es nuestra: es de Dios. Él es el Señor y el dador de vida. Y nosotros no somos capaces de añadir un solo instante a nuestra vida: ni un segundo. Hay personajes que cuando les preguntan qué harían si ganaran el dinero del bote de determinados concursos de televisión dicen que lo usarían para “comprar tiempo”. Se comportan como el rico necio de la parábola que después de obtener una gran cosecha se decía: “Alma mía, ya tienes bastantes cosas buenas guardadas para muchos años. Descansa, come, bebe y disfruta de la vida”. Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida. ¿Y quién se quedará con todo lo que has acumulado?” El tiempo no se compra. La vida no es nuestra y no se compran años, días o meses en un supermercado.
Pero no solo es nuestra vida la que está en manos de Dios. La vida de nuestros colegios también depende de Dios. Nuestras obras son sus obras. Y crecerán si Él quiere que crezcan. Todo depende de Él. No de mí. Yo hago todo lo que puedo con la ayuda de Dios. Pero Dios manda. Eso no nos exime de responsabilidad pero da mucha confianza y mucha paz.
Por otra parte, ser padre, hoy en día, está mal visto… El feminismo radical se dedica a criticar el patriarcado falócrata y considera que ser padre consiste en ser una especie de tirano violento que impone su poder por la fuerza en el ámbito de la familia tradicional: familia con la que hay que acabar porque se trataría de una institución opresora para la mujer. La dialéctica marxista se aplica a la lucha de sexos. Y en su lucha por liberarse de la opresión del macho, la sociedad debe liberarse de la familia y de la opresión de los padres.
La verdad es que no se enteran de nada: están cegados por las ideologías. Porque ser padre no es imponer ni oprimir, sino servir y amar. Pero las ideologías no saben lo que es el amor y lo confunden con el sentimentalismo o con el mero deseo sexual. Pero el amor es una decisión firme de la razón que conoce al otro y lo ama porque no hay nadie igual a la persona amada. Y ese amor, con la ayuda de la gracia de Dios, tiene vocación de eternidad porque el amor que se sustenta en Cristo es divino y transcendente. Por eso, el amor auténtico es fiel.
Seamos fieles a Cristo y amemos a todos hasta que nos duela: familias, niños, profesores, personal no docente… Seamos padres como san José. Entreguemos nuestra vida por amor a todos aquellos que el Señor ha querido poner bajo nuestra autoridad. Hagamos de nuestra autoridad un don de nosotros mismos, de nuestra vida y de nuestro trabajo por amor a Dios y a nuestro prójimo.
Nuestra obligación es proteger a nuestros niños – como hizo san José con Jesús y con María. Protegerlos de las asechanzas de Satanás: de las ideologías totalitarias, de aquellos que quieren corromper y matar sus almas. No podemos ni debemos cambiar a Nuestro Señor por el Pensamiento Único, por ese Globalismo totalitario con pretensiones de “gobernanza mundial”. Mejor cerrar el colegio; mejor sufrir persecución, cárcel o martirio, antes que dejar que perviertan a nuestros niños y los aparten de Dios. No consintamos que los depravados entren en nuestros colegios.
San José es humilde y obediente a la voluntad de Dios
Humildad
El pecado original ha provocado efectos devastadores en el ser humano y en la naturaleza misma: la privación de la gracia, la ignorancia, la inclinación al mal, las enfermedades y en última instancia, la muerte. Después del pecado original, el hombre no podría salvarse, a no ser por la misericordia de Dios. Y esa misericordia consistió en la encarnación del Hijo de Dios para liberar al hombre de la esclavitud del demonio y del pecado. Todos nacimos esclavos y hemos sido comprados al precio de la preciosísima sangre de Cristo, que es quien nos salva y nos redime del pecado, del mal del mundo y del pecado personal de cada uno de nosotros.
A partir del pecado de nuestros primeros padres, entró el mal en el mundo. Y a nuestro alrededor hay mucho sufrimiento, mucho dolor, mucho mal. Asesinos, corruptos, violadores, mentirosos, adúlteros, depravados… Hay de todo. Y todos quisiéramos acabar con tanto mal, con tantas injusticias, con tanto pecado… Pero nosotros solos no podemos.
La historia de la salvación se cumple creyendo «contra toda esperanza» (Rm 4,18) a través de nuestras debilidades. Debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura, dice el Papa Francisco. José nos enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tenerlo todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia y sabe mejor que nosotros mismos lo que nos conviene. Aunque no entendamos muchas veces nada…
Nosotros no somos Dios. San José no se puso a sí mismo en el centro. No es el protagonista: es un actor secundario y casi mudo que pasa de puntillas por las páginas de los evangelios. Nosotros tampoco somos los protagonistas de la película: no somos nada. Y cuando nos jubilemos o nos vayamos del colegio en el que ahora estamos, en cuatro días, nadie se acordará de nosotros ni nos echarán de menos. Ni falta que hace. Somos frágiles, débiles, inútiles. Dejemos que Dios sea Dios.
Nosotros quisiéramos resolver todos los problemas de nuestros niños y de sus familias pero no podemos. No podemos salvarlos del dolor, del sufrimiento ni de sus carencias económicas, culturales o afectivas. El único Salvador y Redentor es Cristo. El importante, el protagonista, es Cristo. Nosotros no somos salvadores. Somos solo instrumentos del amor de Dios que hacemos lo que podemos: consolar, escuchar, aconsejar, rezar por ellos o comprar un carro de la compra para que coman, si la situación lo exige. Pero no podemos llevárnoslos a todos a casa. Podemos llevarlos a todos en el corazón. Eso sí. Y rezar mucho por ellos y abrazarlos y decirles que les queremos y que nunca estarán solos… Y procurar, como san José, cuidarlos, protegerlos y educarlos lo mejor que podamos. Podemos y debemos dejarnos la vida por ellos. Como hizo san José con Jesús y María. Pero solo Dios es Dios. Y solo Él lo puede todo. Nosotros, no. Seamos humildes, como san José y no nos creamos superhombres. Reconozcámonos pobres, frágiles y pecadores y confiemos nuestras vidas y nuestras obras a las manos providentes de Dios.
Obediencia
San José recibe un mensaje: «No temas aceptar a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Su respuesta fue inmediata: «Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1,24).
José obedece la voluntad de Dios. Igual que María. Se fía de Dios. Cree en Dios. Aunque no entienda nada tampoco. No hace su propia voluntad, que era repudiar a María, sino la voluntad de Dios. No hace lo que le apetece, sino lo que el ángel le manda. José cree y confía en la providencia de Dios que gobierna su vida y obedece. José se sabe siervo de Dios. ¿Y vosotros?
Nosotros tenemos dos opciones: obedecer a Dios, como José y como María, realizar la voluntad de Dios y cumplir sus mandamientos, con el auxilio de la gracia, viviendo unidos a Cristo; o cumplir nuestra propia voluntad y hacer lo que cada uno quiera en cada momento. Teocentrismo o antropocentrismo. O hacemos la voluntad de Dios o la nuestra.
Pero para los que profesamos el credo de la Iglesia, lo que a mí me apetece o lo que a mí me parece, no vale para nada. Lo que vale es cumplir la voluntad de Dios. La autodeterminación personal, de origen revolucionario y kantiano, ya vemos a dónde conduce: a la ley trans que se acaba de aprobar en nuestro parlamento; o a la ley del divorcio; o al aborto como derecho; o a la eutanasia y al suicidio. Porque uno no puede ser autónomo y prescindir de Dios y, si lo hace, la vida se vuelve un infierno y el mundo, un lugar cruel y despiadado. Porque ante el sufrimiento, el hombre moderno, sin Dios, solo sabe matar. No saben morir de amor, sino matar en nombre de una falsa compasión sentimentaloide que siempre acaba en mutilación, en muerte, en nada. El mundo moderno, sin Dios, no encuentra ningún sentido a la vida. Y lo único que el hombre autodeterminado, sin Dios y contra Dios, puede hacer es emborracharse, drogarse o lanzarse a una vorágine de sexo, pornografía o drogas para adormecer el sufrimiento o para pasarlo bien mientras se pueda. Y después de la bacanal, la nada. Por eso dicen que es mejor no traer hijos al mundo y quitarse de en medio cuando el “disfrutar de la vida” ya no tenga cabida y el dolor sea insoportable. Porque el dolor, sin amor, siempre es insoportable.
El hombre moderno no quiere hacer la voluntad de Dios: quiere hacer su propia voluntad. Se cree autónomo y libre para hacer con su vida lo que él quiera. “Yo soy dueño de mi vida”. “Yo hago lo que me da la gana”. “Yo pienso lo que quiero y como quiero”. “Yo opino que…”. Y no dependo de ningún dios. Yo soy mi propio dueño. La razón de ser de mi vida soy yo mismo. Yo soy un fin en mí mismo. Y hago, pienso, escribo y digo lo que yo quiero en cada momento: no lo que me mande Dios. Yo establezco mis propios mandamientos pero no tengo por qué aceptar ni cumplir con ningún decálogo que me imponga ningún Dios. En definitiva, el hombre moderno quiere vivir como a él le dé la gana y no como Dios manda.
Y ahí está el origen de todos los males que aquejan y abruman al género humano: todos esos males se deben a que la mayoría de los hombres se han alejado de Cristo y de su ley santísima, tanto en su vida y en sus costumbres, como en la familia y en el gobierno de los Estados. Nunca resplandecerá una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones nieguen y rechacen la soberanía de nuestro Salvador.[1]
¡Qué mal suena a los oídos modernos eso de que Cristo es mi Amo, mi Dueño y mi Señor! ¡Pero lo es! A los modernos, oír hablar de obediencia, sumisión, etc., les chirría. El hombre moderno quiere ser amo y señor y no quiere servir a nadie ni obedecer a nadie, porque los conceptos de la Revolución de libertad e igualdad chocan contra cualquier tipo de dependencia o desigualdad. Y, paradójicamente, solo quien tiene a Cristo como Dueño puede ser realmente libre. Y quienes se creen libres, despreciando a Cristo, en realidad son esclavos del Príncipe de este Mundo. María se alegra de ser la esclava del Señor y de hacer su voluntad. Y José, también. José no dudó en obedecer a Dios, a pesar de las dificultades que se le venían encima.
Pero a los que, conociendo la verdad, deciden no obedecer a Dios, el apóstol san Pablo les advierte de las consecuencias en la carta a los Hebreos:
“Si decidimos seguir pecando después de conocer la verdad, entonces no queda otro sacrificio que quite los pecados. Sólo nos queda esperar el juicio terrible, un fuego ardiente que destruirá a los enemigos de Dios. Si alguien desobedece la ley de Moisés, es ejecutado sin compasión cuando hay dos o tres testigos que declaran contra él. ¿Qué creéis que le pasará al que desprecia al Hijo de Dios? Es seguro que recibirá mayor castigo por considerar la sangre de Cristo una porquería. Esa sangre que estableció el nuevo pacto lo había purificado de sus pecados. Por eso recibirá un castigo peor por insultar al Espíritu que nos muestra el generoso amor de Dios. Sabemos que Dios dijo: «Los castigaré, les daré su merecido» y «El Señor juzgará a su pueblo». ¡Es terrible caer en las manos del Dios viviente!”
¿No queréis cumplir la voluntad de Dios, sino la vuestra? Adelante. Dice el Libro del Apocalipsis:
El que es injusto continúe aún en sus injusticias, el torpe prosiga en sus torpezas, el justo practique aún la justicia y el santo santifíquese más. (Apocalipsis, 22).
Pelearán contra el Cordero y el Cordero los vencerá, porque Él es Señor de señores y Rey de reyes; y los que están con él son llamados y elegidos y fieles. (Apocalipsis 17, 14).
Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios; el que es, el que era, el que viene, el todopoderoso. (Apocalipsis, 1)
El único que nos salva es Cristo. Por eso, tenemos una obligación primordial: procurar contribuir a la salvación de las almas de nuestros niños, de sus familias y de cuantos trabajan con nosotros; humildes, conscientes de nuestra debilidad y obedientes a la ley de Dios, como san José.
San José es educador
Educamos para llevar las almas de los niños a Cristo, para procurar su santificación, para que lleguen a ser personas virtuosas que, en su vida adulta, puedan vivir como buenos cristianos y, al final de su vida, vayan al cielo.
El objetivo es el cielo. Los maestros católicos somos sembradores de la semilla del Reino en los corazones de nuestros alumnos. Por amor a Dios, a quien debemos amar sobre todas las cosas, amamos a nuestros alumnos y el mejor regalo que les podemos dar es ese tesoro escondido por el que merece la pena venderlo todo: Cristo.
Pío XI señalaba en 1929 - hace menos de un siglo - con toda claridad en su Encíclica Divini Illius Magistri cuál es la finalidad de la escuela católica:
80. El fin propio e inmediato de la educación cristiana es cooperar con la gracia divina en la formación del verdadero y perfecto cristiano; es decir, formar a Cristo en los regenerados con el bautismo, según la viva expresión del Apóstol: Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros (Gál 4,19). Porque el verdadero cristiano debe vivir la vida sobrenatural en Cristo: Cristo, vuestra vida (Col 3,4), y manifestarla en toda su actuación personal: Para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal(2Cor 4,11).
81. Por esto precisamente, la educación cristiana comprende todo el ámbito de la vida humana, la sensible y la espiritual, la intelectual y la moral, la individual, la doméstica y la civil, no para disminuirla o recortarla sino para elevarla, regularla y perfeccionarla según los ejemplos y la doctrina de Jesucristo.
Nuestro plan de negocio no cabe en un Excel porque nuestra empresa tiene unos beneficios intangibles: salvar almas. Ese es nuestro beneficio y nuestra razón de ser. Y nuestros colegios, como nuestras propias vidas, están en manos de Dios. Y crecerán y darán frutos – también económicos – mientras vivamos íntimamente unidos a Cristo. Pero si olvidamos el fin para el que hemos sido creados, el Señor secará las fuentes que nos dan la vida y moriremos, porque solo Él es el agua viva.
Nosotros somos embajadores y ministros de Jesucristo. Tenemos que ser santos y arder en celo apostólico. Y arder significa ser luz y esa luz que podemos ofrecer solo podemos recibirla de Cristo. Arder significa también consumir la vida, consumirse de tanto amar y de tanto sufrir por los niños, por los profesores, por tu equipo directivo, por las familias del colegio. ¿Amamos hasta ese punto? ¿Sufrimos de tanto amar? Si no sufrís de amor por Dios y por cuantos Dios ha puesto bajo vuestra autoridad y vuestro cuidado, de poco servís. No seríais verdaderos maestros, sino mercenarios que cuando ven que el lobo viene a devorar a las ovejas, marchan corriendo. El verdadero maestro da la vida por sus alumnos. El verdadero director de un colegio católico da la vida por los niños y por cuantos están bajo su autoridad. Tenemos autoridad para morir de amor por todos. Igual que san José, gastemos nuestra vida cuidando y educando a cuantos Dios nos confía. Esa es nuestra única autoridad: la de la cruz. Solo cargando con la cruz obedecemos realmente al Señor. San José es ejemplo de obediencia a Dios.
En la mayoría de las escuelas y universidades, antaño católicas, hoy se enseña Ideología de Género, se inculcan los principios del Lobby LGTBI, se normaliza el matrimonio homosexual, se difunde el multiculturalismo y el indiferentismo religioso (todas las religiones son igual de buenas para la salvación: de hecho, todos se salvan sin necesidad de fe ni de bautismo); y se promueve una fraternidad universal tan maravillosamente utópica como fuera de la realidad. Porque no hay más fraternidad que la de los hijos de Dios que nacen por el agua y el Espíritu: la fraternidad de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Y no habrá verdadera paz hasta que todos los hombres y todas las naciones se conviertan y reconozcan a Cristo como único y verdadero Rey. Por eso, los misioneros siempre han dado su vida por anunciar el Evangelio (recordemos a San Francisco Javier), mostrando un celo apostólico infatigable: resultaba urgente salvar almas. Y solo Cristo salva.
Si queremos servir a Dios, siguiendo el ejemplo de san José, ¿qué podemos hacer?
Las teorías pedagógicas modernas son hijas de la Revolución y buscan afanosamente cambiar el mundo y hacer felices a los niños; y todo eso, sin contar con Dios para nada. Así lo decía, en 1929, Pío XI en la Encíclica Divini Illius Magistri:
“En realidad, nunca se ha hablado tanto de la educación como en los tiempos modernos; por esto se multiplican las teorías pedagógicas, se inventan, se proponen y discuten métodos y medios, no sólo para facilitar, sino además – nótese la ironía – para crear una educación nueva de infalible eficacia, que capacite a la nuevas generaciones para lograr la ansiada felicidad en esta tierra.
En vez de dirigir la mirada a Dios, primer principio y último fin de todo el universo, se repliegan y apoyan sobre sí mismos, adhiriéndose exclusivamente a las cosas terrenas y temporales; y así quedan expuestos a una incesante y continua fluctuación, mientras no dirijan su mente y su conducta a la única meta de la perfección, que es Dios.
Es falso todo naturalismo pedagógico que de cualquier modo excluya o merme la formación sobrenatural cristiana en la instrucción de la juventud; y es erróneo todo método de educación que se funde, total o parcialmente, en la negación o en el olvido del pecado original y de la gracia, y, por consiguiente, sobre las solas fuerzas de la naturaleza humana. A esta categoría pertenecen, en general, todos esos sistemas pedagógicos modernos que, con diversos nombres, sitúan el fundamento de la educación en una pretendida autonomía y libertad ilimitada del niño o en la supresión de toda autoridad del educador, atribuyendo al niño un primado exclusivo en la iniciativa y una actividad independiente de toda ley superior, natural y divina, en la obra de su educación.
Hemos de concluir que la finalidad de casi todos estos nuevos doctores no es otra que la de liberar la educación de la juventud de toda relación de dependencia con la ley divina. Por esto en nuestros días se da el caso, bien extraño por cierto, de educadores y filósofos que se afanan por descubrir un código moral universal de educación, como si no existieran ni el decálogo, ni la ley evangélica y ni siquiera la ley natural, esculpida por Dios en el corazón del hombre, promulgada por la recta razón y codificada por el mismo Dios con una revelación positiva en el decálogo. Y por esto también los modernos innovadores de la filosofía suelen calificar despreciativamente de heterónoma, pasiva y anticuada la educación cristiana por fundarse ésta en la autoridad divina y en la ley sagrada”.
Efectivamente, ahora la pedagogía pretende promover la autonomía del alumno en clave kantiana (sobre todo para apartarlos de Dios); quiere promover su libertad y su espontaneidad y para ello, deben emplearse metodologías activas y modernas. Por eso se desprecia a la escuela tradicional con el discurso de que “no se puede dar clase en el siglo XXI igual que se hacía en el XIX”.
En primer lugar, que Cristo sea el centro de la vida de nuestros colegios. ¿Cómo?
- Primero, en la Eucaristía: ¡qué necesaria es la comunión frecuente, la misa diaria y las visitas al Santísimo, tanto de los profesores como de los alumnos…!
- En segundo lugar, promoviendo la confesión frecuente y el examen diario de conciencia. Y para ello hace falta una formación seria, una catequesis como Dios manda de la doctrina y de la moral de la Iglesia. Porque si no, no saben ni en qué creemos ni qué es pecado ni qué no.
- En tercer lugar, procurando ofrecer a niños, profesores y padres la dirección espiritual que todos necesitamos para crecer en gracia de Dios.
- En cuarto lugar, practicando a diario una oración sencilla y procurando una continua unión con Dios.
- Y por último, suscitando el amor a la Virgen: promoviendo la confianza en María ante las dificultades, extendiendo la devoción al rosario, rezando el ángelus y educando en la imitación de las virtudes de la Virgen.
¡Qué importancia tienen los sacerdotes en nuestros colegios para la celebración de los sacramentos, para la dirección espiritual, para la catequesis, para fomentar la oración y el amor a nuestra Madre del Cielo!
Además de la centralidad de Cristo, en segundo lugar, practiquemos cada día las obras de misericordia:
- Enseñar al que no sabe.
- Dar buen consejo a quien lo necesita.
- Corregir al que se equivoca.
- Consolar al triste.
- Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
- Rezar por los vivos y los muerto: rezar mucho.
Las obras de misericordia son la caridad en acción. La caridad debe ser la norma inquebrantable de nuestros planes de convivencia.
Y en tercer lugar, enseñemos las artes, las letras y las ciencias, procurando la excelencia y desarrollando el espíritu crítico de los niños y jóvenes para que lleguen al estado de virtud. Cuanto más cerca estemos de la verdad y de la belleza, más cerca estaremos de Dios.
En definitiva, en nuestros colegios deben vivirse la piedad y la caridad como principio y fundamento de la labor educativa.
Los maestros católicos hemos de procurar vivir en gracia de Dios. Nosotros solos no podemos hacer nada. Pero todo lo podemos en Aquel que nos redime. Nosotros somos de Cristo y nuestra patria verdadera es el Cielo. Pidamos al Señor que nos santifique para que nuestra vida llame la atención y podamos llevar las almas de nuestros niños al Cielo.
Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en esta vida. (II Cor. 5, 6-10).
Que la Santísima Virgen María y su esposo, san José, intercedan por nosotros y por nuestros colegios para que, siguiendo su ejemplo y con la gracia de Dios, seamos humildes y obedientes siervos del Señor para cuidar y educar a los niños que el Señor nos encomiende.
[1] Quas Primas, PIO XI. Así empieza la Encíclica:
En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.
Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.
4 comentarios
Cuando era yo joven de secundaria, no podía comprender por que el director del colegio La Salle al que asistía nos enseñaba personalmente historia. Me sorprendía como el hermano lasallista mas brillante e importante el tiempo necesario para dedicarnos a nosotros, en vez de contratar un maestro mas.
Hoy, viendo como se tergiversa la historia de la Madre Patria, de México, del mundo entero siempre bajo ideologías corruptoras, lo comprendo perfectamente: era la actividad mas importante que podía hacer.
Y la pregunta es:
¿Cómo podemos protegerlos?
¿En qué mundo vivimos todos: niños, jóvenes y mayores?
¿Qué está pasando, hacia dónde vamos?
¿Por qué cada día hay menos libertad de expresión?
Cada persona desde su conciencia tendrá que decidir si es lícito preguntar o si es lícito coaccionar. Si debe hacer algo en acción o en omisión.
Es una prueba en la que nos encontramos. Siempre hay un tiempo de "preparación" y llega un momento en el que Dios nos pone a prueba desde Su infinita Justicia , Sabiduría y Ecuanimidad. Es Su Voluntad y debemos como San José escuchar a Dios para saber cuál es Su Voluntad y encauzar la nuestra en esa dirección.
"Dios es el Susurro que escuchamos en el Santuario de nuestra conciencia, y es también la Luz de la intuición"
Si vivimos con Él y en Él sabremos con seguridad qué es lo que debemos hacer.
Sagrado Corazón de Jesús, en Ti confío.
Dulce Corazón de María, sed la salvación del alma mía.
Si tocase el corazón de al menos el 10 o el 5 por ciento del auditorio, se estarían haciendo grandes prodigios.
Evangelizar en el lugar que uno esté y cuánto más necesario en la crianza de los niños.
Porque una escuela católica se tiene que notar desde cruzar la puerta y en todo el personal. A veces se cuela algún profesor, en materias más como.secundarias, que es del mundo, y de alguna manera queda como, si lo aceptan en la escuela, está bien. Y así se meten las valoraciones del mundo.
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Pedro L. Llera
Gracias, Mariana.
En mi colegio, como en todos o en casi todos, hay profesores sin fe: no creen en Dios. Y mi ponencia les parecerá un disparate. Y a muchas familias, también se lo parecerá...
¿Qué se puede hacer con los profesores y con los padres que no tienen fe? Dos cosas: amarlos con corazón de padre y rezar mucho por ellos, por sus familias y por su conversión. Porque, al fin y al cabo, la fe es un don de Dios. Desde luego, lo que no se debe hacer es juzgar o condenar a nadie, porque cada uno tiene su historia, sus heridas, sus pecados... Y no seré yo quien tire la primera piedra contra nadie. Dios me libre: bastantes pecados tengo yo como para juzgar o condenar la vida de nadie...
Ahora bien, una cosa es amar a las personas y otra bien distinta, amar el pecado. Dios quiere que todos se salven pero arrepintiéndonos de nuestros pecados y aceptando su perdón. Lo que no se puede hacer es pactar con el mundo para ir de enrollados y decir que lo malo es bueno y que el pecado es virtud. Amar al pecador no significa aceptar su pecado, sino llamar a la conversión.
Un colegio católico se tiene que notar desde la puerta. Efectivamente. Por eso la abro yo todos los días. Y a las siete de la mañana ya estoy rezando el rosario por los niños, por sus familias, por los profesores... Porque rezar por alguien es amarlo. Y hay que amar mucho. Y rezar aún más. No lo digo por echarme flores (pobre de mí), sino por si a alguien le abre los ojos y le ayuda. Si con lo inútil que soy y lo poco que valgo, encima no rezara... ¿Para qué serviría?
Yo no escogí a las personas que el Señor puso bajo mi autoridad. Pero si el Señor me dio la responsabilidad de cuidarlos y amarlos, eso es lo que tengo que intentar hacer. Y lo intento. No digo que lo consiga, porque soy débil, frágil e inútil. Pero intento dejarme la vida por todos ellos. Al fin y al cabo, no soy el protagonista: el que nos salva es Cristo. A Él el honor y la gloria por los siglos de los siglos.
Me ha servido mucho y reforzado mi devoción al glorioso patriarca San José.
Dios le bendiga abundantemente!
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