Educación y Moral
En nuestros tiempos, mucha gente cree que sólo lo moderno es bueno y verdadero. Caemos así en el error de considerar esencial lo que no es sino una moda pasajera; y en el error aún mayor de despreciar la tradición.
Lo único que permanece es aquello que se fundamenta sobre roca; esto es, sobre el ser, sobre la naturaleza de las cosas, sobre Dios. El mundo de la educación y la Pedagogía ha sufrido muchos vaivenes por culpa de las modas y de las teorías pedagógicas pasajeras: el constructivismo, la enseñanza cooperativa, la inteligencia emocional, las inteligencias múltiples… Pero la única educación perenne, la que no pasará de moda, es la que se asienta sobre la roca firme que es Cristo.
Lo que es inmutable en la educación es la ordenación del hombre a su perfección, que es la adquisición de la virtud. Esa adquisición viene exigida por la necesidad del niño que no se vale por sí mismo. Cuando esta necesidad desaparece y la persona ya se vale por sí misma, entonces la educación pierde su razón de ser, siendo sustituida por el esfuerzo personal.
La educación y la moral han de ir de la mano. No se dice que alguien eduque si enseña correctamente a robar o a mentir. La educación está subordinada a la vida moral. Educar es, en cuanto tal, una acción moral: consiste en enseñar a distinguir el bien del mal; en inclinar al alumno a hacer el bien y a evitar el mal. La escuela ha de procurar, en definitiva, que de sus aulas salgan buenas personas que pongan sus talentos al servicio de los demás.
Pero vivimos en una sociedad corrompida que da por sentado que los alumnos hacen trampas, siempre que pueden; que da por sentado que es lícito engañar y que “más tonto serías si no copiaras”; que las personas roban, sobre todo si se sienten impunes; que el hombre es egoísta, ruin y esclavo de las pasiones: sobre todo del sexo. La sociedad moderna no educa: pervierte y corrompe. Todo el mundo miente impunemente, roba, se deja corromper; el fin de mantenerse en el poder o de ganar dinero justifica los medios: vale todo. No hay moral. Y si no hay moral, no hay educación posible. Ni honor. Y un hombre sin honor es un hombre indigno. Y una sociedad sin honor es un estercolero inmundo, inhumano: un infierno. Y en el infierno no hay nada que enseñar ni que aprender.
Solo una vida moral conduce a la felicidad. La inmoralidad, tan irresistiblemente atractiva tantas veces, no conduce a la felicidad verdadera. Puede proporcionar un placer pasajero. Pero irremediablemente siempre te lleva a ser un infeliz y un desgraciado. Solo es feliz quien vive en gracia de Dios. Porque la felicidad es Dios mismo.
La educación es imprescindible para la vida moral y, por lo tanto, para la vida plena. La escuela debe iniciar al hombre en el camino hacia la felicidad, que es el cielo. La educación del hombre consiste en su promoción al estado de virtud para que se salve y llegue a ser lo que Dios quiere de él.
El fin último del hombre es la contemplación del mismo rostro de Dios. Esa es la verdadera felicidad; eso es aquello que nuestra alma anhela. Dios es todo aquello que todos esperamos y deseamos. El más alto estado de perfección es el de los hijos de Dios, el de quienes conocen la Verdad que los hace libres; el de quienes saben discernir el bien del mal. La educación debe ordenarse hacia la verdad, hacia la belleza y hacia el bien.
La pérdida del sentido moral de la educación conlleva reducir la educación a una mera técnica, ajena a cualquier interés moral, al conocimiento de la verdad o incluso a la adquisición de destrezas. Lo de menos será la virtud que el alumno deba adquirir, quedando como único objeto de atención la metodología, a perfeccionar indefinidamente: se editarán impecables libros de texto, se hará uso de medios audiovisuales cada vez más sofisticados, se idearán complejos organigramas y reglamentos para los centros educativos, etc., pero todo ello perdiendo poco a poco de vista el verdadero fin, que es la virtud del alumno.
La crisis de la escuela: de Kant al nihilismo postmoderno
Fue la critica kantiana quien dio inicio a esta larga noche, con su duro ataque a la capacidad de la razón humana para trascenderse a sí misma y alcanzar lo que son las cosas. La filosofía kantiana es la filosofía moderna por antonomasia. En la Crítica de la Razón Pura (1781), Kant había negado la posibilidad de conocer las Ideas de la Razón (Mundo, Alma y Dios). La Crítica de la Razón Pura introdujo incluso serias dudas respecto a la existencia del mundo externo.
El conocimiento sería entonces una construcción mental subjetiva de cada individuo en su interacción con el entorno. Si la realidad no existe, no hay nada que se pueda conocer: nada que enseñar ni nada que aprender. La realidad es una representación mental creada por quien la observa: pura subjetividad. Y la realidad carece de existencia fuera de mi representación. Las cosas ya no son lo que son, sino lo que mi voluntad quiere que sean. Yo no soy lo que soy, sino que soy dueño de mí mismo y me puedo autodeterminar y crearme a mí mismo a mi gusto. El mundo como voluntad y representación es el título de un libro de Schopenhauer: el mundo, la realidad, es una representación mental subjetiva. El mundo es lo que yo quiero que sea y como yo quiero que sea.
El hombre moderno se cree libre y autónomo. Cada uno construye su propio proyecto de vida, como expresión de su libertad negativa. Cada uno puede decidir cómo quiere vivir su vida y los principios morales que autónomamente determine, decida o cambie en un momento determinado de su vida, sin tener que aceptar ningún tipo de mandamiento ni de ley natural que provengan de fuera de sí mismo. La persona puede desarrollarse, fraguarse la propia vida contra toda determinación exterior. “El derecho de pecar, es decir de rehusar su destino, es esencial al pleno ejercicio de la libertad”, señalaba Mounier. Para el hombre autónomo no existen principios morales universales que deban ser aceptados por todos: soy yo quien determino lo que está bien y lo que está mal, lo bueno y lo malo, desde mi experiencia personal. Así se llega al relativismo moral. Lo que está bien para ti puede estar mal para mí y viceversa. No existe el bien ni el mal. No existe, en última instancia, la verdad. Existe tu verdad y mi verdad, tu opinión y la mía, que no tienen por qué converger.
El hombre autónomo moderno es la exaltación del orgullo y la soberbia. Se cree dios y está en las antípodas de la humildad de María, que reconoce su pequeñez y acepta la voluntad de Dios en su vida. El hombre moderno quiere hacer SU propia voluntad: ser y hacer lo que le dé la gana. El hombre sabio y santo quiere hacer la voluntad de Dios, porque se sabe contingente, limitado y necesitado de Dios; se sabe barro y polvo; se sabe criatura en manos del Creador. El hombre autónomo moderno se cree él mismo creador de la realidad y de sí mismo; se rebela contra Dios, a quien odia como lo odia el mismísimo demonio. Solo el humilde puede aprender porque reconoce lo mucho que ignora. El soberbio no necesita aprender nada.
En la posmodernidad nihilista, cada uno se construye a sí mismo: incluido su propio cuerpo. “Yo seré lo que quiera ser”. Me creo a mí mismo. “Querer es poder”. En la posmodernidad, el cuerpo no es algo dado, es un objeto que, como la persona misma, está haciéndose. La identidad se construye sobre los propios deseos.
A ello sumemos los cambios culturales respecto de la conducta sexual: la homosexualidad, masculina y femenina, busca desarticular los modelos sociales basados en roles sexuales definidos, al mismo tiempo que expresan la desestructuración (deconstrucción) de identidades preestablecidas, en tanto que la pareja heterosexual deja de ser el referente jurídico o la norma de la moral. El derecho al matrimonio de los homosexuales lo mismo que el derecho al aborto forman parte de estas construcciones y deconstrucciones culturales del género.
Lo masculino y lo femenino son roles sociales. La civilización avanza hacia su perfección irremediablemente. Lo de hoy es mejor que lo pasado y el mañana será aún mejor. Es la idea kantiana de progreso: tan falsa como dañina. Hay que deconstruir los roles sociales y acabar con el patriarcado falócrata, con el machismo y, sobre todo, con la religión y la cultura cristiana. El feminismo radical y la ideología de género pretenden dejar de manifiesto los privilegios que un sexo tiene sobre otro, la opresión de la mujer por una sociedad y una cultura machistas; y el propósito practico será el de emancipar a la mujer, no solo equiparándola al varón, estableciendo condiciones igualitarias entre los sexos (feminismo de igualdad), sino creando una nueva cultura en la que la diferencia que comporta lo femenino sea legítimamente impuesta. El movimiento feminista pretende la autodeterminación de la mujer sobre su propia fertilidad; reivindica el derecho a la autorregulación de la maternidad y a la libre decisión y uso de sus cuerpos; el derecho al placer sexual, desvinculado de la procreación o del amor; el derecho a métodos sexuales seguros y a servicios sanitarios de buena calidad; el derecho la libertad de toda coerción y abuso; y también el derecho al aborto libre, como un método de anticoncepción más. La mujer es dueña de su cuerpo y hace con él lo que quiere. Y el feto es desechable: no es persona porque no es autónomo y por lo tanto, no tiene derechos. El aborto, como señala el profesor Fernando Segovia, es el “residuo de la felicidad”, la consecuencia no deseada de la búsqueda frenética de placer: el feto es un desperdicio, que con criterios obviamente ecologistas, puede ser reciclado, despedazado y vendido a laboratorios para obtener productos de consumo o para experimentar en aras del progreso de la ciencia.
La ideología de género es la guinda del liberalismo moderno que conduce a un relativismo moral que solo puede quedar restringido por las leyes positivas aprobadas por los parlamentos, en donde reside la soberanía nacional. El poder reside en el pueblo. Y son las mayorías, debidamente manipuladas por la propaganda, quienes determinan el bien y el mal. La democracia deja de ser un simple sistema de elección de gobernantes para convertirse en la última y única instancia de los principios morales y de los derechos y las libertades de los ciudadanos. Ya no es Dios quien determina el bien y el mal a través de sus Mandamientos. Dios ha muerto. Es el hombre autónomo quien decide que algo es bueno o que algo es malo. La nueva moralidad representa el triunfo de la inmoralidad: divorcio, aborto, corrupción, mentiras, eutanasia, depravación y abuso de menores; pederastas, pornografía; enaltecimiento que cualquier forma de disfrutar del sexo, cuanto más degenerado y decadente, mejor. El hombre moderno, el superhombre nietzscheano, se siente orgulloso de su pecado, de su depravación, de su degeneración, de su inmundicia. No se arrepiente ni se avergüenza. No piensa en convertirse porque no cree en nada (nihilismo). La vida es disfrutar, la felicidad es puro hedonismo epicúreo: el cerdo revolcándose en su propia mierda. Y cuando no hay ya placeres que disfrutar, la solución es el suicidio o la eutanasia.
Una sociedad inmoral no educa: pervierte. No cuida a los niños: pisotea su inocencia, violan sus almas; y los pederastas, si pueden, también sus cuerpos. Una sociedad hedonista quiere que los niños aprueben sin esforzarse: sin sufrir por nada. Es la sociedad del aprobado general, del título universitario para todos (aunque el título no sirva para nada); del doctorado con tesis plagiadas. Esta es la sociedad de la renta básica universal para no tener que trabajar y la del derecho a la pereza, al bienestar y al ocio. Trabajar es fascista: un castigo de Dios.
En este contexto es imposible educar. La escuela ha muerto, porque ya no hay nada que aprender ni nada que enseñar. El progresismo posmoderno trabaja incansablemente para romper con nuestra tradición cultural; para hacer tabla rasa y empezar una civilización nueva sobre las cenizas de la civilización cristiana, a la que hay que reducir a la nada. La historia ha muerto: lo mismo que invento la realidad y me invento a mí mismo, el pasado se puede reescribir a gusto del poder. Por eso la historia es falsa; se desprecian los clásicos de nuestra literatura, que ya no se leen en ningún colegio; se desconoce el arte y, últimamente, también se pretenden suprimir las matemáticas del bachillerato: no vaya a ser que alguien piense… Lo malo es bueno y lo bueno es malo. Reinventamos el lenguaje, la gramática, la historia, la ciencia. La verdad y la razón no tienen cabida en un mundo enloquecido y desquiciado.
Educar en el Amor para llevar almas al Cielo
Los principales responsables de la educación de los hijos son sus padres porque nadie quiere a sus hijos más que ellos. O al menos así debería de ser. Por los hijos, merece la pena todo tipo de sacrificios. Merece la pena incluso dar la propia vida por ellos. Merece la pena renunciar a los propios gustos, a las propias apetencias, con tal de que tu hijo sea feliz. Dice el Señor que “quien quiere salvar su vida, la perderá; pero que quien pierde su vida por amor, tendrá vida eterna”. Educar a los hijos da sentido a la vida y hace realmente felices a sus padres. ¿De qué le vale a uno ganar el mundo entero, si pierde lo más importante: el amor de sus hijos? ¿Para qué quieres todo el dinero del mundo si no tienes tiempo de jugar, de educar, de estar con tus hijos? Pero hoy en día, la realización personal, la carrera profesional y la “felicidad” de cada uno priman más que el amor y la felicidad de los propios hijos. Por eso cada vez disminuye más la natalidad. Tener hijos es un estorbo, una molestia, un fastidio: hemos perdido el norte completamente.
Enrique Martínez, en su libro Ser y educar. Fundamentos de Pedagogía Tomista (Universidad Santo Tomás, Bogotá, Colombia, 2004), escribe lo siguiente (subrayados míos):
De esta principalidad de los padres en la educación de los hijos se derivan varias importantes consecuencias. En primer lugar, la que se refiere a las exigencias morales de los padres con respecto a la educación de sus hijos. De este modo, por la ordenación natural del matrimonio a conducir a la prole a su perfección se infiere la obligatoriedad de que el matrimonio se componga del padre y de la madre; en efecto, en la educación de los hijos ambos son necesarios, no tanto por cuestiones organizativas o de inteligencia, cuanto por el fundamento que el hijo encuentra en la unión de sus padres, sin la que no puede aprender la autentica virtud. Por ello afirma Tomás que, si bien es materialmente posible procrear sin la unión en el amor que supone el matrimonio, sin esta es imposible educar.
Y, por las mismas razones, se exige que el matrimonio se mantenga fiel toda la vida; la educación de los hijos no puede, en efecto, ser contrariada por la ruptura del amor en que se fundamenta su ser moral. Cuando en el texto en que nos apoyamos (de Santo Tomás de Aquino) se habla de atesorar para los hijos hemos de entenderlo, por supuesto, no tanto en sentido material cuanto en sentido moral:
El matrimonio, por intención de la naturaleza, está ordenado a la educación de la prole, no sólo por algún tiempo, sino por toda la vida de la prole. De ahí́ que sea de ley natural que los padres atesoren para los hijos y que éstos sean herederos de aquéllos; y, por tanto, ya que la prole es un bien común del marido y su mujer, es necesario, según dictamen de la ley natural, que la sociedad de éstos permanezca perpetuamente indivisa; y de este modo es de ley natural la inseparabilidad del matrimonio.
De este modo, afirmamos que la actividad educativa de los padres deberá estar siempre informada por el amor que les une y por el que engendraron a sus hijos. Y es por ello que reconocemos como el más poderoso instrumento de la educación en manos de los padres, no tanto una depurada técnica pedagógica, a la que probablemente no tengan acceso, sino su mismo amor, en el que cualquier aspecto formativo cobra valor y eficacia en orden a la verdadera educación de la prole.
¡Qué duras nos suenan hoy en día estas palabras! Pero ¿entienden ahora por qué resulta tan difícil – por no decir imposible – educar en la escuela en el contexto de la actual epidemia de divorcios? ¡Qué difícil es educar a un niño que tiene el corazón roto! El fin del matrimonio es educar a sus hijos toda la vida con el mismo amor con el que esos hijos fueron engendrados. El amor conyugal exige fidelidad, compromiso, ternura, capacidad de sacrificio, saber perdonar… Pero el mundo de hoy no entiende de estas cosas. La modernidad no cree en el amor para toda la vida: igual que no cree en Dios. De ahí nacen la mayoría de los males de la educación actual.
El verdadero fin de la educación es, por tanto, la virtud y la verdad; que el alumno salga de la escuela preparado para distinguir el bien y el mal, para que sea una persona bien educada que aprecie la verdad y rechace la mentira; que rechace la corrupción y las trampas; que deteste la inmoralidad que supone que el fin justifica los medios y que, con tal de aprobar o de sacar nota, vale copiar; o que, con tal de vivir mejor, vale robar o pisar o explotar al prójimo. Ese estado de virtud es aquel que le permitirá vivir por sí mismo cuando llegue a la edad adulta; aquel que le permitirá llegar a ser una buena persona, honrada, trabajadora, fiel, honorable. El estado de virtud es el que te pone en camino hacia la santidad, hacia el cielo, hacia la plenitud y la felicidad, que es Dios mismo.
Como los padres engendran a sus hijos corporalmente, el maestro debe engendrarlos espiritualmente. Así que el maestro tiene que ser y comportarse como un padre o una madre para sus alumnos. Porque solo se educa de verdad con amor. El amor es querer lo mejor para el alumno, es querer su felicidad; es procurar que el alumno encuentre el camino para que pueda llegar al fin para el que ha sido creado: el cielo. La educación es una vocación y no solo un trabajo remunerado. El maestro que no ama a sus alumnos es un falso maestro y todo lo que enseñe será estéril y no valdrá para nada ni dejará huella en los niños (algunas veces lo que dejará serán heridas y cicatrices); a ese falso maestro no se le debe escuchar porque es un mercenario. El maestro enseña con su palabra; pero, sobre todo, con su ejemplo. Mal negocio si las palabras del maestro se ven contradichas por su comportamiento…
Por eso el único y verdadero Maestro es Cristo, que es Amor, es Caridad. Por amor, se hizo hombre, predicó, padeció y murió en la cruz. Y por amor, resucitó y derrotó al pecado y a la muerte para abrirnos la puerta de la salvación. Por eso la mejor escuela es la que abre las puertas de su capilla a los alumnos y a los profesores para que todos ellos se puedan arrodillar ante el Santísimo delante del sagrario; ante Cristo, que es la Sabiduría, la Verdad y la Felicidad. Por eso una escuela católica tiene que ser cristocéntrica, teocéntrica. Y su ley inquebrantable y su carácter propio debe resumirse en una palabra: caridad. Y por caridad debemos amar a los pecadores (todos lo somos) y rechazar el pecado, que es todo aquello que rechaza el amor de Dios, que incumple sus mandamientos. La voluntad de Dios es que cumplamos los mandamientos: que amemos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Esa es la Voluntad de Dios. No se puede hablar de educación católica prescindiendo de la existencia del pecado y de la necesidad de la gracia.
Pero el hombre moderno, autónomo y autodeterminado, prostituye el amor verdadero y lo confunde con sus propias pasiones desordenadas. El amor y la lujuria para ellos son lo mismo; y la promiscuidad y el placer, el sexo libre, sin compromiso ni amor, son su único dios. El vicio es la virtud; y el pecado, la voluntad de su falso dios. Por eso celebrar el orgullo gay en las escuelas se considera algo virtuoso, moderno y deseable. El hombre moderno, el superhombre nietzscheano, se siente orgulloso de estar por encima del bien y del mal, de su inmoralidad, de sus desfiles patéticos. Al niño se le puede instruir en el arte de robar carteras o de falsificar documentos o de matar. Pero instruir para el mal no es educar: es depravar, pervertir, malear, viciar y degenerar el alma del niño. Porque no hay educación sin amor y sin virtud. La educación en la escuela, hoy en día, se ha convertido en un instrumento de dominación al servicio de la voluntad de poder: un medio de adoctrinamiento, de propaganda y, en ocasiones, de agitación social. Esa educación es una estructura de pecado. No persigue el bien del alumno, sino destruir su alma. La educación verdadera, la perenne, tiene sus cimientos el la roca que es Cristo. La verdadera educación está subordinada a la moral. Pero una escuela que se construyen sobre el pecado y sobre la inmoralidad está destinada a destruirse a sí misma. Y eso es lo que estamos viviendo en estos tiempos oscuros: el paulatino e inexorable proceso de autodestrucción de la escuela. La oscuridad de la conciencia moral acaba con la familia, acaba con la escuela y acaba con la sociedad. El nihilismo acaba con todo.
Disfrazad a los niños de Drags Queens y organizad un aquelarre satánico en cada escuela. Yo, si fuera padre de niños pequeños, no consentiría que adoctrinaran a mis hijos de esta manera. Pero en este estercolero moral, cualquier perversión tiene cabida. Total… otro Halloween, otro carnaval… Otro paso más para normalizar el manicomio. La razón, la verdad y el sentido común han muerto y la moral ha sido desterrada de los colegios. Disfruten del infierno.
Conmigo no cuenten. Yo prefiero el paraíso.
Don Juan Antonio Reig Pla nos advierte de que los bárbaros han vuelto. El obispo de Alcalá advirtió contra aquello que «arruina el alma matando a Dios en el corazón, negando la trascendencia de lo que es la persona y la vida humana, de todas las personas, y eso se hace con leyes educativas sesgadas ideológicamente que enseñan a nuestros niños todo menos lo que es la vocación a la trascendencia».
El prelado aseguró que se está creando una selva «exaltando al individuo para afirmar su autonomía radical para definirse incluso en su cuerpo y para romper todos los vínculos que le ha dado la tradición, comenzando por el matrimonio, la familia, la propia tradición católica, lo que es el amor a la tierra, etc; el amor a su nación. Todo esto está en una crisis profunda».
A partir del minuto 22 pueden ustedes escuchar una homilía de Monseñor Reig Pla que yo no me perdería.
8 comentarios
si guardas sus preceptos o no” (Deut 8, 2). El mundo actual tiene que abandonar sus obras y proyectos perversos. Jamás hubiera imaginado una situación como la presente en la que los máximos responsables del mundo confiesan su impotencia e incertidumbre absoluta. Jamás hubiera previsto ver al mundo sentado en el banquillo de los acusados bajo la mirada de la MISERICORDIA divina, que lo insta a deponer su actitud y CONVERTIRSE, o ha padecer SU JUSTICIA. Quizás no sean cuarenta años, quizás Dios abrevie la prueba, y sean sólo cuarenta meses. Pero el mundo moderno ESTÁ ANIQUILADO.
La escuela ha muerto hace ya mucho tiempo.
Cuando Dios fue expulsado de las aulas, se la decapitó, quedando un cuerpo inerme y putrefacto.
La escuela sin Dios es la principal enemiga de uns padres cristianos, un antro en el que se corrompen las almas.
Cuánto dolor e impotencia para un verdadero educador como usted! Pero se debe resistir y luchar sin decaer! Dios está de nuestro lado.
Muchas bendiciones.
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