La Batalla Final
El sábado 15 de octubre de 2016 tuvo lugar en el Cerro de los Ángeles la consagración al Sagrado Corazón de Jesús de la Fundación Educatio Servanda. Consagrábamos todas las obras de la Fundación y nos consagrábamos todos nosotros: yo también.
Viajaríamos a Madrid desde Cádiz en un autobús con niños, profesores y padres. Nueve horas de viaje para ir y otras tantas para volver. Y todo para asistir a una misa: una locura a los ojos de este mundo. Estamos locos. Sí. Estamos locos por Cristo.
El viernes, 14, a eso de las ocho y media de la mañana tendríamos que subir al autobús para llegar a eso de las seis de la tarde al Colegio Juan Pablo II de Alcorcón. Allí se habían programado una serie de actividades para los niños. Luego cenaríamos allí y dormiríamos en el suelo en el mismo Colegio.
Pues bien: el jueves 13, por la mañana, yo no me podía ni mover de la cama. Tenía una lumbalgia atroz. Un enfermero tuvo que venir a pincharme a casa porque no me podía ni vestir para ir por mi propio pie al centro de salud. El viernes por la mañana me levanté a duras penas de la cama y traté de desayunar con mis hijos Irene y Francisco, que iban a la consagración. “Si puedo, voy aunque sea a rastras”. Pero no podía. No podía ni permanecer sentado en la mesa para desayunar: ¡como para meterme nueve horas de autobús…! Así que mis hijos se marcharon y yo tomé las medicinas y me volví a la cama. Con los dolores que tenía era imposible ir a otra parte.
Entonces fue cuando puse el caso en manos de la Santísima Virgen, mi Madre: “Esto es cosa del demonio que no quiere que me consagre al Sagrado Corazón de tu Hijo. Pero tú eres la Madre de Dios y con tu pie aplastas la cabeza de la Serpiente. Tú puedes más que el Demonio. Si se me pasa el dolor, yo voy como sea a Madrid y me confieso y me consagro al Sagrado Corazón de tu Hijo. Si no puedo, le ofreceré el dolor al Señor y me quedaré en la cama”.
Me acosté. Dormí la mañana: los relajantes musculares me provocan un sueño irresistible. A medio día, me levanté con hambre. Ya no me dolía nada. No había ni rastro del dolor de espalda que a primera hora de la mañana me había impedido viajar. Los escépticos dirán que todo fue obra de las medicinas que me había estado tomando. Yo tengo el convencimiento íntimo de que fue un milagro de mi Madre. Ella quería que fuera al encuentro de su Hijo. Quería que me confesara y que me consagrara.
Cuando le dije a mi mujer que me iba a Madrid, me preguntó si me había vuelto loco. “Me voy en tren a Madrid. Ya no me duele nada. La Virgen ha obrado el milagro. Mira: me voy a duchar y a vestir yo solo”.
Mi esposa me escondió la cartera para que no pudiera sacar el billete de tren por Internet. Me costó un rato convencerla de que me la devolviera y me dejara marchar en tren. Al final, cedió. Y cogí el tren y a las once y media de la noche estaba en Madrid. Juan Carlos Corvera me vino a buscar a Atocha y me llevó a dormir a su casa.
A día siguiente, me confesé entre lágrimas, adoré al Santísimo entre lágrimas, asistí a la Santa Misa y comulgué entre lágrimas. Pero eran lágrimas de amor de Dios: no de pena ni de sufrimiento. Lágrimas de amor que desborda, que inunda el alma, que caldea el espíritu con el Espíritu y arde el corazón con su fuego redentor. Últimamente me resulta difícil hablar en público de María Santísima, mi Madre, sin que se me entrecorte la voz y asomen las lágrimas, lo cual a veces me resulta bastante embarazoso. La Llena de Gracia me llena de amor. Y no se trata de sensiblería emotiva ni blandenguerías afectivas (no soy yo precisamente amigo de amaneramientos sentimentaloides): es amor en estado puro. Amor inmerecido, gratuito, infinito, eterno. El Cielo que se anticipa, que se acerca a ti por un instante, deslumbrante, cegador, inmenso, arrollador, intenso…
Ante el Señor, yo ya no pido para mí nada más que su gracia para ser santo. Pero tengo mucho por lo que pedir. Pido por mi familia, por mis profesores, pido por las familias de mi Colegio, pido por los enfermos… Pido por Susana y por su familia; pido por Pablo; pido por Ana Mari y por Manolo, que son una gracia de Dios para mí; pido por Carmen; por Lourdes y sus hijas; por Teresa y su hermano; por Yolanda, sus hijos y su madre; por Pedro, por Lola y por sus hijas; por los que sufren el paro, que son muchos a mi alrededor; por los que soportan las consecuencias de tantos divorcios y separaciones… Hay tanto sufrimiento, tantas cruces… ¿Y qué puedo hacer yo? Ojalá yo pudiera curar, sanar, consolar, dar esperanza… Puedo amarlos, puedo rezar por todos, puedo encomendarlos a todos a la protección de la Santísima Virgen; puedo ponerlos a todos bajo el Amor infinito del Sagrado Corazón de Jesús. Rezar por alguien es amarlo. Puedo ofrecerle al Señor lo único que tengo: mi propia vida. Que mi Señor y mi Madre acepten mi propia vida para que el dolor, el mal, el sufrimiento de mis hermanos, se transformen en vida, en felicidad, en esperanza, en plenitud.
La batalla de Satanás en nuestros día, en estos últimos tiempos, pasa por combatir a Dios destruyendo al hombre: demoliendo la familia, que es donde se transmite la fe y se enseña y se aprende a amar; destrozando las vida de los niños: despedazándolos, asesinándolos y desechándolos antes incluso de que puedan nacer.
El Demonio nos engaña con delicias que nos atraen; nos miente con goces que a la larga o a la corta nos acaban destruyendo. Nos dice el Demonio que Dios no existe, que no hay mandamientos que cumplir, que hagamos lo que nos apetezca, que todo vale. Nos dice Lucifer que es buena toda depravación, que es justificable todo pecado; que el pecado no existe; que demos rienda suelta a todo instinto; que todas las relaciones sexuales son buenas y expresan el amor que Cristo predicó; que lo importante es ser feliz y disfrutar de los placeres, aunque ello pase por la fornicación o el adulterio. Nos convence el Príncipe de la Mentira de que podemos comulgar aunque estemos en pecado mortal, porque así profanamos, insultamos y humillamos a Cristo con comuniones sacrílegas, que a la postre nos condenarán al infierno.
Yo soy el último, el más pobre, el más indigno de los hijos de Dios y de María. Pero sé que en el Sagrario de cada iglesia está el Señor. Y donde está Cristo, está la Santísima Trinidad. Donde está Cristo, está María Santísima. Donde está Cristo está el Cielo; están sus ángeles y su santos. La Eucaristía nos acerca el cielo a la tierra, eleva al hombre hasta el Cielo. Sí. La Misa es el Cielo que se nos anticipa para santificarnos por la gracia de Dios. Y estoy convencido de que la batalla final del Demonio se librará contra la Eucaristía: contra la presencia de Cristo en la Eucaristía. Cada día se profanan más sagrarios por todas partes: se roban las Sagradas Hostias, se profanan en exposiciones blasfemas, se pisan, se escupen… Pero eso no es suficiente para Satanás. El Maligno quiere acabar con el sacrificio eucarístico, porque así sabe que destruye la Iglesia, que es el Cuerpo Místico de Cristo. Satanás quiere abolir los sacramentos y, especialmente, la Santa Misa, porque sabe que esos son los cauces de la gracia de Dios para nuestra santificación. Y el Diablo quiere nuestra perdición, nuestra condenación. Satanás odia a Dios y odia al hombre y odia a María Santísima. Pero ese es su punto débil: María aplasta la cabeza de la Serpiente. María derrota a Satanás:
Pongo hostilidades entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; ella herirá tu cabeza cuando tú hieras su talón (Gén 3,15).
Yo soy un laico. Soy nada: ni teólogo, ni cura, ni obispo… No tengo autoridad alguna. Pero a veces el Señor se vale de los más inútiles y de los más pobres. El caso es que nada ni nadie me podrá hacer creer nunca que Cristo Resucitado no está realmente presente en el Sacramento del Altar. Aunque los sentidos me engañen, en el pan y en el vino consagrados ya no hay pan ni vino, sino el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor. El Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Cristo están sustancialmente presentes en la Hostia Consagrada. La transubstanciación es un milagro que ocurre ante nuestros ojos en la Santa Misa. Y ni los teólogos, ni los prelados, ni los cardenales ni el mismísimo Papa que predicaran en contra de este dogma me podrían convencer de lo contrario. Sin transubstanciación no hay Eucaristía y sin la Eucaristía no hay Iglesia. Si nos privaran de la Santa Misa, si nos despojaran de Cristo como alimento que nos santifica y nos da vida, el mundo sería un lugar inhóspito y sin esperanza. Preferiría morir a seguir viviendo en un mundo así. Ahora bien: “si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece la sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia Católica aptísimamente llama transustanciación, sea anatema.”
En esta batalla contra el Demonio, estamos llamados a ser hijos de María, tal y como nos los presenta San Luis María Grignion de Montfort en su Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María:
“Pero, ¿qué serán estos servidores, esclavos e hijos de María?
Serán fuego encendido (Sal 104 [103],4; Heb 1,7), ministros del Señor que prenderán por todas partes el fuego del amor divino.
Serán flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos: como saetas en manos de un guerrero (Sal 127 [126],4).
Serán hijos de Leví, bien purificados por el fuego de grandes tribulaciones y muy unidos a Dios. Llevarán en el corazón el oro del amor, el incienso de la oración en el espíritu, y en el cuerpo, la mirra de la mortificación.
Serán en todas partes el buen olor de Jesucristo (ver 2Cor 2,15-16) para los pobres y sencillos; pero para los grandes, los ricos y mundanos orgullosos serán olor de muerte.
Serán nubes tronantes y volantes (ver Is 60,8), en el espacio, al menor soplo del Espíritu Santo. Sin apegarse a nada, ni asustarse, ni inquietarse por nada, derramarán la lluvia de la palabra de Dios y de la vida eterna, tronarán contra el pecado, descargarán golpes contra el demonio y sus secuaces, y con la espada de dos filos de la palabra de Dios (Heb 4,12; Ef 6,17) traspasarán a todos aquellos a quienes sean enviados de parte del Altísimo.
Serán los apóstoles auténticos de los últimos tiempos a quienes el Señor de los ejércitos dará la palabra y la fuerza necesarias para realizar maravillas y ganar gloriosos despojos sobre sus enemigos.
Dormirán sin oro ni plata y –lo que más cuenta– sin preocupaciones en medio de los demás sacerdotes, eclesiásticos y clérigos (Sal 68 [67],14). Tendrán, sin embargo, las alas plateadas de la paloma, para volar con la pura intención de la gloria de Dios y de la salvación de los hombres adonde los llame el Espíritu Santo. Y sólo dejarán en pos de sí, en los lugares donde prediquen, el oro de la caridad, que es el cumplimiento de toda la ley (ver Rom 13,10).
Por último, sabemos que serán verdaderos discípulos de Jesucristo. Caminarán sobre las huellas de su pobreza, humildad, desprecio de lo mundano y caridad evangélica, y enseñarán la senda estrecha de Dios en la pura verdad, conforme al santo Evangelio y no a los códigos mundanos, sin inquietarse por nada ni hacer acepción de personas; sin perdonar, ni escuchar, ni temer a ningún mortal por poderoso que sea.
Llevarán en la boca la espada de dos filos de la palabra de Dios (Heb 4,12); sobre sus hombros, el estandarte ensangrentado de la cruz; en la mano derecha, el crucifijo; el rosario en la izquierda; los sagrados nombres de Jesús y de María en el corazón, y en toda su conducta la modestia y mortificación de Jesucristo”.
En estos tiempos recios, a los hijos de María nos toca combatir contra el Demonio junto a nuestra Madre. Seamos dignos hijos de Nuestra Señora. Consagrémonos a Ella para ser sus esclavos y verdaderos discípulos de Cristo:
Madre mía, María Santísima: yo me ofrezco enteramente a tu Inmaculado Corazón y te consagro mi cuerpo y mi alma; mis pensamientos y mis acciones. Quiero ser como tú quieres que sea, hacer lo que tú quieres que haga. Nada temo porque siempre estás conmigo. Ayúdame a amar a tu hijo Jesús con todo mi corazón y sobre todas las cosas.
Madre: quiero consagrar también nuestro Colegio a tu Purísimo Corazón. Que nuestro colegio sea un espacio de paz y felicidad por el cumplimiento de la voluntad de Dios, la práctica de la caridad y el abandono a la Divina Providencia. Que nos amemos todos como Cristo nos enseñó. Ayúdanos a vivir siempre cristianamente y envuélvenos en tu ternura.
Te pido por los alumnos que Dios nos ha confiado, por sus familias, por los profesores y por cuantos trabajan en este Colegio para que los libres de todo mal y peligro de alma y cuerpo y los guardes dentro de Tu Corazón Inmaculado. Dígnate, Madre nuestra, transformar nuestro Colegio en un pequeño cielo, consagrados todos a tu Corazón Inmaculado.
Amén.
No perdamos la esperanza en medio de la tribulación: al final el Inmaculado Corazón de María triunfará en la batalla contra Lucifer. Su Corazón Inmaculado es el mejor camino para llegar al Sagrado Corazón de Jesús. Y Nuestro Señor Jesucristo vive y reina por los siglos de los siglos.
20 comentarios
Me encanto la parte en que resaltas el VAALOR tan grande que tiene la Santa Misa y sobre todo LA ESENCIA DE LA MISMA QUE ES LA SANTA EUCARISTIA..
De hecho si me lo permites, quiero tomar parte de esas palabras tuyas para ponerlas en una serie de publicaciones que empezare en un mes mas para promover el aprendizaje de la santa misa, su enamoramiento y aprecio para que la gente lo entienda y acuda a ella con todo el corazon, porque creo que es una parte fundamental para todos los catolicos y los que empiezan el camino del Señor para convertirse.
Te mando un gran abrazo lleno de Bendiciones desde Monterrey Mexico.
De hecho ta vamos mi esposa y yo a Misa donde servimos como ministros extraordinarios de la comunion
A ver qué pasa.
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