Ser feliz es ser santo
Querida María José:
Te prometí que escribiría algo en mi blog sobre el misterio del sufrimiento: “O sea que el sufrimiento y las caídas de la vida, ¿son la forma de llegar al cielo?”
A ver si soy capaz de contestar de alguna manera a tu pregunta. No me lo pones fácil.
1. La felicidad según el mundo
Todo el mundo quiere ser feliz. En esto estaremos todos de acuerdo (supongo). Para la mayoría, ser feliz es “vivir bien”: que no te falte de nada. Ser feliz sería disfrutar de la vida: tener mucho dinero, una buena casa, un buen coche; poder viajar a donde quieras, recorrer el mundo de hotel en hotel… Como dice el anuncio de la Lotería Primitiva: “no tenemos sueños baratos”.
La felicidad así entendida es puro hedonismo, egoísmo en estado puro. Lo primero y lo único que me importa es mi bienestar: mi salud, mi dinero, mi vida. Ser feliz es ser rico, cumplir todos mis caprichos, hacer siempre lo que me dé la gana; ser famoso, que me admiren los demás, que me envidien; ser el jefe, el director, el que manda y ordena; tener criados que te obedezcan; trabajar poco y disfrutar mucho.
Para las filosofías materialista ateas (capitalistas o socialistas) no hay más felicidad que vivir así. Y lo mismo se podría decir que la mayoría de personas que viven en la práctica conforme a esas filosofías nihilistas, aunque no sepan una palabra de filosofía ni haya oído hablar de Nietzsche en su vida. “Comamos y bebamos que mañana moriremos”, dice el refrán.
El problema es la segunda parte del dicho: “que mañana moriremos”. El problema es que la fortuna es caprichosa y quien hoy es rico, mañana puede estar arruinado; que quien hoy vive muy bien y todo le va “de cine”, mañana puede haberlo perdido todo. Lo expresa muy bien Jorge Manrique en sus “Coplas a la muerte de su padre”:
Los estados e riqueza,
que nos dejen a deshora
¿quién lo duda?,
non les pidamos firmeza.
pues que son de una señora;
que se muda,
que bienes son de Fortuna
que revuelven con su rueda
presurosa,
la cual non puede ser una
ni estar estable ni queda
en una cosa.
Los bienes de este mundo pasan. Hoy estás arriba y mañana estás abajo. Es lo que tiene la diosa Fortuna: que mueve su rueda y no puedes confiar en que lo bueno dure.
El paso del tiempo hace que lo que hoy era belleza y juventud mañana sean arrugas, canas y decrepitud. ¿Qué ha sido de tantas personas ricas y famosas como hemos conocido y que ya están muertas? (“Ubi sunt?”) ¿Para qué les sirvió su dinero, su poder y su fama a tantos que conocimos por las revistas o la televisión y que ya están criando malvas?
¿Qué se hizieron las damas,
sus tocados e vestidos,
sus olores?
¿Qué se hizieron las llamas
de los fuegos encendidos
d’amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel dançar,
aquellas ropas chapadas
que traían?
De ahí la obsesión del ser humano de lograr el elixir de la eterna juventud. Porque tenemos deseos de eternidad. Y sabemos que vamos a morir. Y eso nos angustia, nos aterroriza, nos espanta. ¿Te acuerdas de “Lo fatal” de Rubén Darío?
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…
El problema de quienes viven sin Dios es que para ellos no hay esperanza. La enfermedad, el sufrimiento, la muerte, los avatares de la vida, las caídas acaban estropeándonos la fiesta. Llega un momento en que ya no se puede disfrutar y entonces ya no tiene sentido vivir: por eso algunos (cada vez más) reclaman el “derecho a una muerte digna”; o sea, la eutanasia. Si la vida sólo es digna cuando disfruto de sus placeres, la existencia de un discapacitado, de un enfermo crónico o terminal, la de un parapléjico o la de un niño con síndrome de Down no tienen ningún sentido. Por eso ya no nacen niños con ese síndrome: “pobrecitos - dicen algunos canallas (cada día más) - para vivir así es mejor que sus madres aborten”. “Pobres ancianos: dependientes, necesitados de atención permanente… Mejor ponerles una inyección y acabar con sus sufrimiento”. Además la atención de ancianos, discapacitados, dependientes y enfermos sale muy cara. Si los matamos o evitamos que nazcan, el Estado se ahorra mucho dinero y las familias se quitan una carga de encima.
Así razona el mundo. Una vida digna es la que consiste en disfrutar. Y si no disfrutas, mejor morir. Por eso se promueven desde organizaciones internacionales campañas de esterilización masivas en los países pobres: mejor que no nazcan los pobres. No van a disfrutar. Por eso China aprobó su ley del hijo único: el Estado no puede alimentar a tantos habitantes.
El dios del dinero y del disfrute es un ídolo cruel e inhumano que exige sacrificios y bebe la sangre de los inocentes inmolados en sus altares. Los nihilistas de derechas o de izquierdas son paganos idólatras que no conocen más dios que su barriga y sus apetitos siempre insatisfechos, porque siempre necesitan más: nunca están contentos con lo que tienen.
La felicidad de este mundo sin Dios es desalmada y cruel. Un mundo sin Dios es un mundo inhumano: un infierno para millones de excluidos, pobres, parados, enfermos… Un mundo donde unos pocos acaparan riquezas mientras otros muchos se mueren de asco. Y eso pasa igual en los países capitalistas que en los paraísos comunistas. En estos últimos, todavía es peor porque los ricos y poderosos son los que mandan y el resto - la inmensa mayoría - se mueren de asco. Y encima no son libres.
2.- La felicidad del cristiano
Para un cristiano, la felicidad es ser santo. Quien se encuentra en su vida con Cristo descubre un tesoro tan grande, que todo lo demás lo estima en nada. Cuando tenía 15 años, fui a unas convivencias que organizaba el colegio. Cuando terminaron, el jesuita que las dirigía dijo algo que nunca se me olvidará: “vivir así es vivir en cristiano”. Todos habíamos experimentado que nos queríamos, que nos aceptábamos como éramos, que podíamos abrir el corazón y ser queridos. Nada hay más maravilloso que amar y sentirse amado.
“Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como ti mismo”. Eso es ser cristiano. Empecemos por el final.
“Amarse a sí mismo”
Amarse a sí mismo no siempre es fácil. Muchas veces no nos gustamos nada. Nos gustaría ser más altos, más guapos, más inteligentes, más atractivos… Y nos vemos siempre mal: pequeños, limitados, tontos, feos… Amarse a uno mismo es aceptarse a sí mismo. Soy como soy porque Dios me ha querido así. Dios me ha dado la vida y me ha regalado unas cualidades, unos talentos, que tengo que poner al servicio de los demás. Pero pecamos de soberbia: nosotros nos habríamos hecho mejor que Dios. Queremos enmendarle la plana al Señor. Nos falta humildad para aceptarnos como somos. Todos tenemos virtudes y defectos. Pero Dios nos quiere apasionadamente y sin condiciones porque Él es nuestro Padre.
Mucha gente no es feliz porque no se quiere a sí mismo como es. No nos reconocemos criaturas y queremos ser dioses. No nos aceptamos como somos y queremos ser de otra manera. El mayor pecado es la soberbia: querer ser como Dios. Dios me ha creado hombre pero yo quiero ser una mujer y exijo mi derecho a ser lo que yo quiero ser. Soy una mujer pero me siento gato y reivindico mi derecho a que me traten como a un gato y a que reconozcan los demás que soy un gato. Mucha gente no se quiere a sí misma. Y ahí empiezan los problemas: sufrimiento, dolor, problemas psicológicos y hasta suicidios.
María José: quiérete como eres. Acéptate tal cual. Eres maravillosa. No eres perfecta. Perfecto sólo es Dios. Todos tenemos defectos. Pero Dios nos quiere hasta con nuestros defectos. Si supieras cuánto te quiere Dios… con cuánta pasión, con tanta intensidad que no te lo puedes ni imaginar. Te quiere a morir. Porque Él ha llegado a morir por ti en una cruz. Hasta tal punto es su amor por ti. Y por mí… Aunque no lo merezcamos. Dios nos quiere perfectos, pero es Él quien nos va haciendo perfectos. Luchemos con nuestras imperfecciones sin desanimarnos y confiando en que el Señor no dejará de ayudarnos con su gracia.
“Amar a Dios y amar al prójimo”
Y ¿por qué voy a querer a los demás? Hay gente odiosa. Hay gente maleducada, desagradable. Hay delincuentes, terroristas, malnacidos, violadores, asesinos… Y Dios nos pide que amemos a todos: también a nuestros enemigos, a quienes nos persiguen, a quienes nos aborrecen… ¿Por qué hay que amar?
Dios aborrece el pecado, pero ama al pecador. Y mientras nos da un segundo de vida, tenemos la oportunidad de arrepentirnos y de volver a la casa del Padre, como el hijo pródigo. Tenemos la ocasión de llorar como la pecadora que le lavó los pies al Señor con sus lágrimas. Todos somos pecadores porque aunque queramos ser buenos, acabamos siendo egoístas, mentimos; engañamos, odiamos, criticamos, deseamos lo que no debemos,… Pero Él siempre está esperándonos para perdonarnos. Aunque no seamos dignos. El pecado del mundo trituró al Señor y lo colgó en una cruz. Pero el Amor es más fuerte que el pecado. Y Cristo resucitó y vive y reina por los siglos de los siglos (amén).
Nosotros queremos cambiar el mundo y queremos cambiarnos a nosotros. Y no podemos. “Sin mí no podéis hacer nada”, dice el Señor. Y es verdad. No dice que podemos hacer poco o que podemos hacer algo, pero no lo suficiente… No. Sin Él no podemos hacer nada.
Podemos amar al prójimo y amarnos a nosotros mismos, si nos dejamos amar por Él; si lo amamos a Él por encima de todas las cosas. Y para eso, el Señor nos regala su gracia, su Espíritu. Cristo se nos da a sí mismo para que seamos como Él, para que lleguemos a ser como Él para los demás. Sólo así podemos amar a los demás. Sólo así nos podemos aceptar a nosotros mismos.
Después de resucitar y de subir al Cielo, el Señor nos envió su Espíritu Santo para quedarse con nosotros hasta el fin de los tiempos. Nosotros podemos encontrarnos con Él, unirnos a Él. El Señor no nos deja nunca solos porque sabe que nada podemos sin Él.
¿Cómo nos podemos encontrar con Cristo si no lo vemos? El Señor está realmente presente en el pan de la Eucaristía: ese es el sacramento de nuestra fe. En la misa, pedimos perdón por nuestros pecados (por nuestras faltas de amor); escuchamos la Palabra de Dios, que nos enseña lo que el Señor nos pide; y por último, el mismo Cristo se hace presente realmente en el pan consagrado por el sacerdote. Cuando el cura repite las palabras de Jesús en la última cena, el mismo Señor se hace tangible, se hace alimento para darnos vida, para regalarnos su Vida. Bajo la apariencia de Pan y Vino se esconde el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, muerto y resucitado. Ese es el gran milagro de la Eucaristía. Dios mismo se hace visible, se hace alimento para nuestro cuerpo y para nuestra alma. Y cuando comulgamos, su preciosísima Sangre corre por nuestras venas para transformar cada una de nuestras células; y su Corazón transforma el nuestro para hacerlo capaz de amar como Él sólo sabe amar. Y todo cambia. La Eucaristía es el Cielo en la tierra. Es un anticipo de la vida eterna a la que estamos llamados. Porque donde está Cristo, está el Padre y el Espíritu Santo (la Santísima Trinidad); y donde está la Santísima Trinidad, también están sus ángeles y sus santos. Todos ellos están presentes en cada misa y en cada Sagrario de cada iglesia. Y eso solo se puede ver con los ojos de la fe. Por eso, pídele al Señor que te dé fe. Es el tesoro más valioso. Así la misa ya nunca más será algo aburrido, repetitivo y latoso. Siempre es nueva, asombrosa, maravillosa. Si realmente nos diéramos cuenta del milagro que se produce delante de nosotros cada vez que vamos a misa…
Vete a cualquier iglesia y busca el Sagrario. Allí está Cristo realmente presente en el Pan de la Eucaristía. Te está esperando. Nos espera a todos. Él conoce tu historia, tus penas, tus alegrías. Él te conoce mejor que tú misma porque es Él quien te dio la vida, quien te quiso desde antes que tus padres te concibieran. Pídele que te dé la gracia de la fe. Pídele lo que necesites. Pídele por los que quieres y por los que te odian. Llora delante del Señor. Pídele perdón por no amarlo como se merece. El Sagrario es la puerta del Cielo. Es el Cielo que se hace cercano. No hay mejor sitio en todo el mundo que el Sagrario. Allí se unen el Cielo y los que todavía estamos en este mundo. Pero nuestra patria auténtica está allí.
El mundo cambiará cuando todos nos convirtamos a Cristo. Cuando yo era joven, creía que las ideologías podían cambiar al mundo y hacer de él un lugar más justo, más libre, más igualitario. Pero me di cuenta de que las ideologías no son sino mentiras. La Verdad es que el único que puede cambiar el mundo, el único que me puede cambiar a mí, es Cristo. Cuando me despedí de ti hace un rato te dije “sé buena y ama mucho”. Pero enseguida me di cuenta de que eso que te pedía era imposible. Sólo podrás ser buena y amar mucho, si estás en gracia de Dios: si eres santa, si Dios está contigo. Sólo Él puede hacer que seas buena y que ames mucho. Sólo el Señor puede hacernos santos y sólo Él puede construir esa “Civilización del Amor” que todos deseamos. Y, ¿cuándo llegará esa “Civilización del Amor” definitivamente? Pues cuando el Señor regrese en gloria y majestad en su segunda venida. Entonces habrá un Cielo nuevo y una Tierra nueva donde habitará la justicia. Allí la muerte ya no tendrá poder sobre nosotros y no habrá más sufrimientos ni más dolor. Entonces, el Señor separará el trigo de la cizaña y los justos vivirán par siempre y los que no han aceptado el Amor de Dios, los malvados, sufrirán el castigo eterno. Pero el día y la hora no los conocemos: sólo el Padre lo sabe. Por eso debemos estar siempre preparados y vigilantes para encontrarnos con el Señor y que no nos coja desprevenidos. Por eso es tan importante vivir en gracia de Dios.
Estar en gracia de Dios es dejarse hacer por Dios, dejar que Él te cambie. Es estar lleno de Dios por dentro. Estar en gracia de Dios es cumplir sus Mandamientos. Pero eso no lo podemos hacer sin su ayuda. Para eso está la confesión: para pedir perdón por nuestras faltas y recibir el perdón del Señor. Y para mantenernos en su gracia, nos hace falta alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre. Hay que dejar que Cristo se apodere de nosotros para que seamos instrumentos en sus manos para los demás.
Amar implica sufrir. Sufrir por quienes sufren. Cuando amas a alguien y esa persona lo pasa mal, tú también lo pasas mal. El egoísta no sufre por nadie. El santo sufre por todos. Cristo sufre por todos nosotros. La felicidad del cristiano pasa por aceptar la Cruz. Hay que amar a todos hasta que duela. Amar es olvidarse de lo que a uno le conviene o le apetece para darse a los demás sin reservas. Son felices los que ponen toda su confianza en el Señor, los que saben que pase lo que pase, Dios nunca los abandona y que aunque tú no veas ni entiendas nada, el Señor es más grande que tú y Él sí lo sabe y lo entiende todo. Es feliz el que es puro de corazón y no mira a los demás para ver qué puede obtener de ellos o de qué modo se puede aprovechar. Es feliz el que llora por el sufrimiento de sus hermanos, porque Dios consolará sus lágrimas. Es feliz el manso, el que obedece al Señor y se deja guiar por Él y acepta los designios del Señor en su vida. Es feliz quien tiene hambre y sed de justicia, porque el Señor saciará sus deseos. Es feliz quien es compasivo y misericordioso: quien da de comer al hambriento, de beber al sediento; quien recibe al emigrante o visita al preso; quien enseña a quien no sabe o corrige al que se equivoca; quien soporta con paciencia los defectos del prójimo y se compadece de los sufrimientos de los enfermos. Es feliz quien sufre persecución por causa de Cristo, porque igual que Él fue perseguido, también sus discípulos tenemos que serlo: no es más el discípulo que su Maestro.
No hay otro camino para ser feliz que el Amor. Sólo Cristo nos puede enseñar a amar como Él nos ama; sólo Él puede cambiar nuestro corazón para que sea semejante al Suyo. La Confesión y la Eucaristía y los demás sacramentos son los medios que el Señor nos ha dejado para transmitirnos su Gracia, para hacernos santos. Si todos fuéramos santos, el mundo sería muy distinto. Por eso es urgente que todos nos convirtamos. Que Él nos cambie para que podamos ver el mundo y ver a los demás con sus ojos. Entonces todo lo veremos de distinta manera. Entonces, el sufrimiento y la muerte ya no nos darán miedo. Porque el sufrimiento y la muerte; el mal, la enfermedad, el dolor, no pueden nada: han sido derrotados por Cristo con su muerte y su resurrección.
Ser santo es ser como María: ella le dijo sí a Dios, aceptó su Voluntad. Fue madre del Señor y sufrió viendo cómo lo humillaban, cómo lo torturaban, cómo se reían de Él; cómo lo crucificaban, cómo lo enterraban en el sepulcro. ¡Cuánto sufrió la Virgen, nuestra Madre! Y sin embargo es la más bienaventurada, la más feliz de entre todas las criaturas humanas. Sufrió, lloró. Amó mucho y su corazón fue traspasado por el sufrimiento. Pero mantuvo la fe. Y asistió a la resurrección y al triunfo definitivo de su Hijo. Y todas las generaciones la llamamos bienaventurada. Y ahora está en el Cielo junto a su Hijo, disfrutando de la felicidad eterna. Y ella vela por nosotros, hijos adoptivos suyos. Y quiere que nosotros seamos también santos. “Haced lo que Él os diga”, nos repite.
Nosotros no tenemos que hacer nada para ser santos. Tenemos que dejarnos hacer por Él. La gracia de Dios lo puede todo: incluso hacernos santos a ti y a mí (y mira que esto último parece imposible…). No es cuestión de hacer grandes esfuerzos ni grandes sacrificios; ni mucho menos, de tener superpoderes al estilo Marvel. Ser santo es arrodillarse ante el Sagrario, es adorarlo a Él; es unirse al Señor comulgando con su cuerpo y con su sangre. Ser santo es dejar de ser uno mismo para poder decir con San Pablo eso de “ya no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí”. Y siendo de Cristo, tu cuerpo y tu alma y tu vida serán también alimento para los demás y el Amor de Dios que te abrasará lo transmitirás a cuantos te rodean, allí donde estés y hagas lo que hagas y te dediques a lo que te dediques. Los santos no hacen cosas distintas a los demás: hacen lo mismo pero de manera distinta. Un médico santo y uno pagano curarán igual a sus pacientes; pero el santo además de recetar o de operar, amará a su paciente y rezará por él y se preocupará por él y por su familia. Un maestro santo y uno ateo enseñarán las mismas matemáticas o la misma gramática; pero el santo, amará a sus alumnos y a sus familias y se preocupará por ellos y rezará por ellos y se desvivirá por ellos. Puedes ser santa siendo portera, bedel, limpiadora, ama de casa o presidenta del gobierno. No importa lo que hagas, sino cómo lo hagas.
Se puede ser buena persona y no conocer a Cristo ni ser santo. Pero es que ser santo no es solo ser buena persona. Ser santo es amar a cuantos te rodean cada día como Cristo los ama: hasta morir por ellos si fuera necesario. Entonces podremos decir aquello de “para mí vivir es Cristo y morir ganancia”, porque “tan alta dicha espero, que muero porque no muero”. Tal es la felicidad de sentirse amado por Cristo, que la muerte deja de ser un mal rollo para convertirse en un gran momento, en el mejor momento: el momento de encontrarnos cara a cara con el Amor de los Amores, con el Amado. Y libres ya de las ataduras de este mundo, libres ya de los sufrimientos y los problemas, vivir para siempre unidos a Cristo en comunión con todos los santos.
Eso es lo que deseo para ti, mi querida hijita: que seas santa. Que Dios te bendiga y encuentres en tu vida la única felicidad verdadera que nunca defrauda: la que viene del Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos. Suyo es el poder y la gloria por siempre.
Amén.
9 comentarios
Es muy grave que Dios te haya dado una vocación y que por engaño del otro que lleva puesto un disfraz, no puedas cumplir con ella y cómo dice el bolero "Sin un amor la vida no se llama vida."
Que el dinero, las cosas materiales no dan la felicidad, está claro para cualquiera que lo quiera ver. Hay muchas personas que lo tienen todo y terminan suicidándose. Otras que no tienen la suerte de tener fe o de tener amor, terminan no queriendo a su vida, y entran en un estado de abatimiento que les hace su vida un camino demasiado duro por el que no quieren ir y prefieren terminarlo de una vez. No seré yo quien lo critique. Sé lo que se puede sufrir en determinados estados del alma y los pensamientos muy fuertes y muy negativos que los acompañan.
El Señor tenga piedad y nos bendiga.
Esta vida nueva inspirada, traerá dolor en el alma porque hay que vivir junto a una sociedad pagana e hipócrita, esta presión social lleva a, hacer lo que no se quiere, para eso esta el sacramento de la reconciliación y el de la Eucaristía que sana y devuelve la alegría de seguir siendo cristiano, dispuesto a seguir dando testimonio de santidad aunque se tenga que sufrir, por eso, burlas, desprecios, incomprensión y persecución.
La tragedia esta, no tengamos miedo de pedir la santidad, el sacrificio para serlo es ligero y liviano. Dios nos bendiga.
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Pedro L. Llera
Muchas gracias por la matización. Tiene usted toda la razón. El problema es que nuestros jóvenes y nuestros adolescentes tienen en muchos casos una serio problema de autoestima: se quieren muy poco. Y tienen que aprender a quererse como son, a aceptarse como son. Evidentemente que los vicios hay que combatirlos y que las virtudes hay que promoverlas. Faltaría más. Pero también hay que evitar el voluntarismo pelagiano. Precisamente la redención del Señor es la que nos da la gracia para ir creciendo en virtud y en santidad. Pero estos chicos tienen que experimentar el amor de Dios y el nuestro. Tienen que sentirse queridos para que se puedan querer a sí mismos.
En fin... es complejo... Pero tiene usted razón.
Para que entre los sacramentos de la Confesión y la Eucaristía, y nuestros comportamientos se establezca una especie de “circulo virtuoso”, en el que la gracia del sacramento alimente nuestro esfuerzo por ser discípulos fieles de Jesús. Roguemos al Señor.
Un saludo. Y gracias por su respuesta. Leo con atención todos sus artículos, y me entusiasmó tanto el dedicado a la película de las crónicas de Narnia, que hasta lo leí con mis hijas.
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