Padre Alberto: A pesar de todo, Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedec
El lamentable caso del famoso Padre Alberto, popular comunicador del mundo televisivo hispano de los Estados Unidos, ha puesto de relieve y de plena actualidad la cuestión de la noción del sacerdocio católico. Uno se pregunta cómo es posible que un hombre de Dios, que hablaba de las verdades católicas con un convencimiento y una capacidad de persuasión tales que arrastraba en pos de sí audiencias que hacían la envidia de los más avezados presentadores televisivos, haya podido, en el giro de pocos días y con ocasión de un lío de faldas, pasar a sostener lo contrario de lo que antes defendió. Pues ahora resulta que, como el Reverendo Cutié quiere casarse con su novia y eso no es posible en el seno de la Iglesia Católica Romana, se ha pasado a la confesión Episcopaliana, que no obliga al celibato a sus ministros. De sacerdote a pastor…
Sacerdotes católicos que se enamoran y no son capaces de mantener la promesa de celibato que formularon el día de su ordenación los hay y no pocos: unos simplemente cierran los ojos y se amanceban; otros prefieren renunciar al ejercicio del orden y piden a la Santa Sede la reducción al estado laical; otros, en fin, deciden atacar la ley misma que quebrantan para justificar su conducta y desembarazar su conciencia y se organizan en asociaciones combativas de sacerdotes casados (civilmente, claro está) que no están dispuestos a escoger entre la Iglesia y su mujer. El Padre Alberto no ha optado por ninguno de estos tres caminos, sino que ha ido bastante más lejos y por el atajo de la apostasía.
Como Enrique VIII de Inglaterra (cuya pasión irracional por Ana Bolena le hizo llevar a la Iglesia de Inglaterra al cisma, renegando de su antigua y filial devoción a Roma y al Papa) o como el príncipe Alberto de Brandeburgo (que secularizó la Orden Teutónica y pasó al luteranismo para casarse y formar una dinastía reinante en Prusia) Cutié ahora “quema lo que ha adorado y adora lo que ha quemado” sólo que no como el fiero sicambro, que dobló la cerviz ante san Remigio, sino con la arrogancia del infatuado por el aplauso fácil y del que halaga sus pasiones en lugar de domarlas.
Lo grave en toda esta historia es lo que subyace al hecho de que un sacerdote católico aparentemente ortodoxo y convencido cuelgue tan alegremente sus hábitos y pase a otra religión con la facilidad con la que se cambia de camisa. Cabe preguntarse qué noción del sacerdocio tenía porque no es normal que asuma ese paso con la naturalidad con que lo ha hecho y sin problematizarse sobre su identidad. Todo parece reducirse para él a un cambio de temas, de público y de escenario para sus prédicas (en lo que es muy ducho por lo visto). Pero la cosa es muchísimo más delicada, ya que un sacerdote no es simplemente un predicador (aunque, a la luz de la conducta del Padre Alberto, parece que éste, en realidad, siempre lo consideró así). Analicemos qué es lo que puede haber llevado al reverendo en cuestión a dar un paso que tanto daño acarreará a muchos que creyeron en él.
Un primer factor a considerar es el de un posible favoritismo por parte de los superiores en el seminario. El Padre Alberto casa muy bien con el tipo de clérigo apuesto, listo, popular y con carácter, mimado por sus profesores y que suele convertirse en el ojito derecho del obispo, que le ríe las gracias y no le ahorra prebendas y mercedes. Los que están familiarizados con la vida en los seminarios y en las curias diocesanas saben muy bien de lo que hablamos. A falta de un sólido anclaje en la vida sobrenatural, ello lleva inevitablemente al sacerdote al engreimiento y a la vanagloria, que nunca son buenos consejeros. Llega a creerse que todo lo que hace está bien hecho y que todos los demás tienen la obligación de aceptarlo. El Padre Alberto tuvo al parecer una carrera fulgurante y ello le llevó a pensar que podía tentar fortuna en los medios de comunicación, donde arrasó por su telegenia, su verbo fácil, su sentido del espectáculo y un estilo al que son muy sensibles los auditorios creyentes norteamericanos: el de telepredicador. Halagado por el aplauso popular y una vez probadas las mieles del éxito mediático era difícil que no cayera en la tentación del orgullo y que le cogiera un gusto desmedido a la fama catódica y terminó por creer que se debía a su público, olvidando que un sacerdote ante todo y por sobre todo se debe a Dios y a la Iglesia.
En segundo lugar, hemos de tomar en cuenta ciertos puntos débiles del catolicismo norteamericano, debido a las peculiares circunstancias en las que se desarrolló la Iglesia en los Estados Unidos, país nacido como fruto de una revolución liberal y abanderado del capitalismo. Empecemos por referirnos a la tendencia, a menudo desmesurada, de trabajar y hacer cosas. Por supuesto se persigue con ello la gloria de Dios y el bien de las almas, pero tanto activismo esconde un cierto pelagianismo, sobre todo cuando se descuida la vida espiritual y se resta tiempo a la oración, a la contemplación, a la intimidad con el Señor. El sacerdote enfrascado en un frenético apostolado exterior comienza por arrinconar las prácticas piadosas para ganar tiempo y termina por olvidar que “si Dios no edifica la casa, en vano trabajan los que la levantan”. De ahí a considerar que todo se debe a su esfuerzo personal hay un paso que se franquea fácilmente. Mientras las cosas ruedan, bien; pero cuando algo va mal llegan las dudas, las depresiones, el preguntarse: “Pero, ¿qué he hecho mal?”… y hasta el echar la culpa a Dios o a la Iglesia.
Esto nos lleva a otro punto que consiste en la mentalidad del éxito propia del capitalismo (y de raíz calvinista como muy bien demostró Max Weber en su célebre ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo). La estadounidense es la cultura del éxito; su ideal es el self-made man (el hombre hecho a sí mismo), el triunfador, el que se ha hecho rico desde la nada. En contrapartida no hay peor cosa que el fracasado, el que no ha sabido gestionar su vida para obtener logros concretos y enriquecerse. Esta manera de ver las cosas ha contagiado también a muchos hombres de Iglesia, que pretenden un apostolado que dé resultados. Se ve a la Iglesia como una gran empresa en la que más alto se llega y tanta mayor consideración se obtiene cuanto mayores son los beneficios que se reportan. Pero esto conlleva un grave peligro: el de no reparar en los métodos con tal de obtener óptimos resultados.
Como de lo que se trata es de trabajar y trabajar para conseguir el éxito del apostolado, se viene a pensar que se pueden sacrificar las conveniencias a favor de la efectividad. Entonces se soslayan las normas de la Iglesia (como si fueran un incómodo encorsetamiento, inadaptado para los tiempos modernos) no sólo en lo disciplinario sino hasta en lo doctrinal para caer bien y no desentonar y mejor atraer a la gente. Se adoptan las formas y el aparato de propaganda propias de la sociedad liberal y se abordan los asuntos de Dios como si de unas elecciones presidenciales se tratara. Por otro lado, en un entorno muy marcado por el protestantismo, se le copian a éste formas y estrategias de difusión para el apostolado. En este sentido, no es extraño que el Padre Alberto se convirtiera en una suerte de Billy Graham católico: sus intervenciones televisivas tenían ese sabor inconfundible de telepredicador al que hemos aludido antes. Todo esto no es sino americanismo, que condenó y contra el que puso en guardia hace ya 110 años el sabio y perspicaz León XIII en su carta Testem benevolentiae al cardenal Gibbons. Recomendamos su lectura porque ayuda a comprender no sólo el trasfondo del caso Cutié, sino muchos de los problemas por los que ha atravesado recientemente la iglesia norteamericana.
Pero vayamos a lo que nos parece el factor capital de la triste defección del Padre Alberto: una insuficiente y deficiente formación en la teología católica del sacerdocio. Desgraciadamente se trata de algo muy difundido, como puede deducirse de la noción que de sí mismos tienen muchos sacerdotes en cuanto tales. Si uno fuera e hiciera una encuesta a los ordenados de presbíteros preguntándoles cómo se definirían nos tememos que pocos darían en el clavo. Los más quizás se identificarían como “animadores de la comunidad”, “agentes de koinonía”, “presidentes de la asamblea”, “trabajadores de la Iglesia”, “testigos cualificados de Cristo”, “servidores del pueblo de Dios”, etc., cosas todas ellas que también pueden ser, desde luego, pero que están subordinadas a lo esencial: el sacerdote como sacrificador y santificador.
Lo dice la epístola a los Hebreos (V, 1): “Omnis namque pontifex ex hominibus assumptus pro hominibus constituitur in his, quae sunt ad Deum, ut offerat dona et sacrificia pro peccatis” (Pues todo pontífice, tomado de entre los hombres, es constituido a favor de los hombres en cuanto a las cosas de Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados”). El sacerdote es, pues, el que tiende puentes (pontifex) entre Dios y los hombres y lo hace dispensando la gracia que mana del sacrificio propiciatorio (pro peccatis) de la misa y se distribuye por medio de los sacramentos. Por eso San Pablo dice en la primera epístola a los Corintios (IV, 1): “Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei” (Así nos considere el hombre: como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios). El sacerdote actúa por encargo y mandato de Cristo y en su persona dispensa los misterios de Dios, es decir la misa y los sacramentos, vehículos de la gracia y de la justificación. Los sacerdotes tienen en sus manos la vida sobrenatural del pueblo de Dios y para esto son ordenados, recibiendo un carácter indeleble que es –como muy bien decía Romano Amerio– un plus ontológico que los hace distintos a los demás hombres. No entender esto es no entender el fundamento del sacerdocio católico.
Y, por lo visto, el Padre Alberto no lo ha entendido. De otro modo, no pasaría tan alegremente a una confesión religiosa que niega ese mismo fundamento. Los episcopalianos a los que ha adherido apostatando del catolicismo forman parte de la comunión anglicana, que es doctrinalmente luterana, Como tal, no cree que la misa sea un sacrificio propiciatorio ni, por consiguiente, que se ordene a los sacerdotes con poderes privativos a ellos para ofrecerlo por los fieles. Bien decía Lutero que toda la Iglesia Católica se apoyaba sobre la misa y que destruyendo ésta se acabaría con aquélla. Y es verdad, si no hay misa, no hay sacerdocio, y si no hay sacerdocio sálvese el que pueda y como pueda: cualquier salida es válida. Si el reverendo Cutié no ve una profunda contradicción en su vida al dar el paso que ha dado es que no tenía claras las cosas antes y si no las tenía claras él, que era el abanderado de la Iglesia y que parecía ortodoxo, ello quiere decir que algo falló en su formación. Los obispos y los responsables de la educación católica deberían preguntarse en qué medida se está transmitiendo la verdadera noción y la doctrina de la Iglesia sobre el sacerdocio a los que a él se preparan.
La reflexión no puede ser más oportuna en este jueves de Pentecostés en el que en España y en el mundo hispánico se celebra la festividad de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Fue éste un importantísimo aporte del santo arzobispo don José María García Lahiguera (1903-1989), padre conciliar del Vaticano II y gran apóstol del sacerdocio católico, para fomentar el cual fundó la congregación de Oblatas de Cristo Sacerdote. En el misal romano clásico (el llamado comúnmente “tridentino”), existía ciertamente la misa de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, pero como votiva. Se la solía (y se la suele) tomar para santificar los primeros jueves de mes o jueves sacerdotales, en los que se pide por las vocaciones sacerdotales y religiosas y la santificación y perseverancia del clero. Pero monseñor García Lahiguera logró con sus instancias al Papa que se introdujera la festividad en el calendario litúrgico post-conciliar.
Es, sin embargo, sintomático que, siendo una fiesta obligatoria y no una memoria libre, esta misa no se celebre en según qué lugares. Por ejemplo en Cataluña pasa prácticamente desapercibida, tal vez en parte porque se trata del “Propio de España” (y los catalanistas prescinden abiertamente de ella como harían con las misas que recuerdan la batalla de Clavijo y la de Catalañazor), pero también porque en muchos se ha perdido ya el sentido del sacerdocio eterno de Jesucristo que comparten, quiéranlo o no, y les resulta algo incómodo y fuera de lugar. De hecho ya en otro lugar de la Península se ha descartado abiertamente celebrar esta misa: los monjes cistercienses del monasterio de Santa María de Huerta en Soria han declarado que la han eliminado de su calendario por incidir sus textos demasiado en el carácter sacrificial del sacerdocio y dejar en la sombra el aspecto de Cristo como hermano. Dato más que revelador de una mentalidad que de católica tiene bien poco y que, a nuestro juicio, es la que hace que se produzcan casos como el del Padre Alberto, por quien no dejamos de rezar a pesar de todo.
Aurelius Augustinus