El calvario póstumo del Dr. Irurita
Hoy, cuando tanto se insiste en recuperar la llamada memoria histórica, se aprovecha para desempolvar viejas cuentas pendientes y desenterrar rencores pretéritos. Desgraciadamente no con un afán genuino de conocer la verdad y de finiquitar de una vez y para siempre un pasado que no debe volver a repetirse, sino para echar leña al fuego y ventilar de esta manera rencillas políticas y azuzar odios ideológicos. En el caso de Cataluña, la cosa es tanto más escandalosa cuanto que, habiendo sido su iglesia una de las más sufridas durante la persecución religiosa que tuvo lugar en España en los años treinta, antes y durante la Guerra del 36, pareciera que con ella no vale recordar, sino hacer contra-memoria, o sea: coger los hechos y, en lugar de dilucidarlos, distorsionarlos y retrucarlos para hacerlos servir a la propaganda anticristiana. Lo peor es que de esto se encargan no sólo los enemigos jurados de la religión católica, sino también aquellos mismos que un día se comprometieron a dedicar sus vidas a amar y servir a la Iglesia de Dios. No son los extraños, sino los propios, los de casa, los que se dedican con un ahínco digno de mejor causa a tan vergonzosa tarea.
De un tiempo a esta parte, ha vuelto a la carga en este sentido un monje de Montserrat de cuyo nombre no quiero acordarme (y si me acuerdo no quiero nombrarlo para no hacerle propaganda gratuita), indigno hijo del gran San Benito. Irguiéndose en corifeo de los sectores más contestatarios del catalanismo clerical, se ha atrevido con toda desfachatez a negar el carácter martirial de la muerte de los que fueron asesinados durante la Guerra Civil por causa de su fe católica. Según él, se trataría de muertos por causas políticas y no religiosas, víctimas en todo caso de adversas circunstancias. Por supuesto en ese caso tendría que explicar por qué si se trató sólo de eso no hubo un solo caso de apostasía entre esas víctimas. Se sabe que a muchísimos les fue ofrecido el librarse de morir e incluso prosperar en el río revuelto de la contienda con la sola condición de renegar de su Dios. Si no hubiera habido un convencimiento sobrenatural de lo que estaba en juego y una gracia particular para perseverar, desde luego que más de uno hubiera preferido traicionar su credo y así salvar el pellejo. La Historia muestra que no fue así, para gloria de una Iglesia que supo cómo formar hijos con temple. Pero, claro, cree el ladrón que todos son de su condición y probablemente al benedictino de marras le cuesta pensar en términos de martirio porque él hubiera sido seguramente un apóstata.
Es indignante que se quiera escamotear el justo reconocimiento que merecen los que sufrieron martirio (atroz en gran parte de los casos), pero lo es más que se haga por parte de aquellos mismos que son herederos del legado que dejó su sangre. Porque no nos engañemos: toda esa clerigalla progre es la directa beneficiaria de la restauración del catolicismo en España. Si no, no estarían llenándose hoy la boca con sus monsergas pseudorrevolucionarias cómodamente instalados como están en su condición eclesiástica; habrían tenido que picar piedra o roturar la tierra en los gulags de un país sovietizado y militantemente ateo como la Rusia desde la que se importaban las checas bolcheviques con todo su aparato de terror científicamente organizado. Pero lo que colma, no obstante el vaso del descaro y de la sinvergüencería es el calvario post-mortem que se le ha hecho y aún se le está haciendo pasar a un prelado ejemplar como pocos y desde todo punto de vista: el Dr. Manuel Irurita Almandoz, obispo que fuera de Barcelona entre 1930 y 1936.
Nacido en la población navarra de Larraínzar, el 19 de agosto de 1876, en el seno de una familia de sólida tradición carlista, se doctoró en Filosofía y Sagrada Teología. Se ordenó de presbítero en 1901, siendo beneficiado de la catedral de Valencia. En la capital del Turia desarrolló una ingente labor docente y catequética, así como se distinguió en el apostolado del Corazón de Jesús y la Adoración Nocturna. Fue asimismo un excelente músico, promoviendo las asociaciones y congresos de música sacra, aspecto importante de la auténtica renovación de la liturgia que, por entonces, promovía el movimiento litúrgico, aún no desviado de las directrices sabiamente marcadas por Dom Guéranger y San Pío X. Preconizado obispo de Lérida en 1926 por Pío XI, fue consagrado el 25 de marzo del siguiente año. De esa sede fue trasladado a la de Barcelona el 13 de marzo de 1930. Tanto en una como en otra dio inequívocas muestras de celo pastoral, organizando las misiones generales, que eran como un revulsivo en la vida de las diócesis y producían óptimos frutos espirituales. Por otra parte, el Dr. Irurita siempre fue sensible a la problemática social y, fiel al magisterio de la Iglesia en esta materia, difundió las asociaciones católicas de trabajadores. No se puede decir ciertamente que fuera un prelado despreocupado o, como se dice hoy con tanta petulancia “desencarnado”. Pero siempre mantenía sus miras en lo que ha de procurar un obispo: ser el buen pastor de sus ovejas y llevarlas a Dios. El profundo sentido sobrenatural que tenía de su misión y su sólida y sincera espiritualidad le valieron ser conocido como “el obispo religioso”.
En los tiempos que corrían en aquellos difíciles años de la Segunda República, el obispo de Barcelona se mostró como un hombre intrépido. No le dolieron prendas cuando tuvo que plantar cara al gobierno de la Generalitat presidido por el secesionista Lluis Companys, con quien tuvo más de un enfrentamiento por la salvaguardia de los valores auténticos de Cataluña. Aunque navarro de nacimiento, el Dr. Irurita comprendía a la perfección la realidad catalana y era consciente de aquello que había dicho el obispo vicense Torras y Bages: “Cataluña será cristiana o no será”. Es más, precisamente por ser navarro y carlista sabía que la Cataluña que pretendía implantar el separatismo no era la que la Historia había forjado ni, desde luego, la que tendría un futuro promisor. Pero don Manuel era ajeno a los politiqueos y las intrigas de palacio: a él lo que le importaba era el bien de las almas a él confiadas por el Vicario de Cristo. Por eso tuvo sus más y sus menos con el cardenal Vidal i Barraquer, más proclive a las componendas y a obrar más según el dictado de las circunstancias que de los principios (con lo cual no queremos decir, por supuesto, que el ilustre arzobispo tarraconense no los tuviera).
En Barcelona se desataron los desórdenes tras el fracaso del general Goded de alzarse en Barcelona como había hecho en Mallorca e Ibiza (lo que le costó la vida). El 21 de julio el torbellino revolucionario llegó al obispado, mientras por toda la ciudad se profanaban iglesias y se daba caza a sacerdotes, religiosos de ambos sexos y seglares significados. El Dr. Irurita se hallaba diciendo misa en su oratorio, teniendo el tiempo justo para acabarla, poner a cubierto la reserva del Santísimo y escapar por una galería secreta junto con unos cuantos familiares. En estos momentos fue providencial la intervención de un caballero católico de valor acreditado: el joyero don Antonio Tort, el cual se hallaba de veraneo en su casa de Monistrol cuando se enteró de lo que las turbas estaban perpetrando en Barcelona, decidiendo volver de inmediato para ayudar a los proscritos (lo que iba a terminar costándole la vida). Viendo al obispo junto con su familiar don Marcos Goñi deambular por las calles tras salir de su primer y precario refugio, condujo a ambos a su casa del número 17 de la calle del Call, que se convirtió desde entonces en un asilo y un centro de vida religiosa en medio de la cruenta y vandálica persecución. Además del obispo y el sacerdote se hallaban refugiadas cuatro Carmelitas de la Caridad, una de las cuales dejó un testimonio conmovedor de la vida diaria de la casa, que giraba en torno al sagrario improvisado en uno de sus rincones. Por su relato se ve la piedad extraordinaria del Dr. Irurita, que no por ello perdió su sentido práctico como prelado, ya que se las ingenió para estar en contacto con la iglesia clandestina que vivía en un estado de verdaderas catacumbas en sótanos, buhardillas y toda clase de escondrijos proporcionados por la caridad de los fieles a los miembros del clero que habían logrado escapar de la captura (algunos, por desgracia, temporalmente). Desde su refugio y mediante un complicado sistema de mensajería, dio directivas, apoyo y consuelo a sus sacerdotes, manteniendo en ellos el vínculo de la comunión diocesana.
Resulta increíble por no decir milagroso que don Manuel pudiera mantenerse a salvo hasta diciembre, habiendo arreciado sobre la capital catalana la furia anticatólica con especial saña en los primeros meses de la guerra. Fue de manera fortuita, no obstante, como se llegó a su detención. Los milicianos que invadieron el domicilio de la familia Tort el día primero de aquél, no iban en busca del Dr. Irurita, sino del dueño de casa, cuyo nombre había sido visto en una lista de peregrinos a Montserrat que llegó casualmente al comité de Pueblo Nuevo, desde donde se había enviado la patrulla armada. Así pues, los asaltantes se dieron con la sorpresa de encontrar cuatro presas más (dos de las monjas habían conseguido ser evacuadas). Ni aun así se imaginaron que uno de los dos sacerdotes fuera el obispo, al que imaginaban huido y a buen recaudo. Los cautivos, entre los que se encontraban también don Francisco Tort, hermano de don Antonio, y la hija de éste Mercedes, fueron llevados (junto con varios objetos piadosos de valor incautados) al comité de San Adrián, de donde pasaron al de San Gervasio para ir a parar finalmente al de San Elías. En este último se sometió a don Manuel a un interrogatorio que fue presenciado por una de las dos carmelitas apresadas con él. Sor María Torres, que así se llamaba, da fe de cómo el obispo declaró que nunca había dejado de decir misa durante su ocultamiento y que estaba dispuesto a decirla allí mismo si le dejaban. Cuando le arrebataron el rosario, les pidió que se lo devolvieran por no poder vivir sin él.
No duró ni cuarenta y ocho horas el cautiverio del Dr. Irurita, pues a medianoche entre el 3 y el 4 de diciembre fue llevado a Montcada i Reixach, en cuyo cementerio se le fusiló junto con otros prisioneros. Como no hubo proceso verbal de esta detención y de su desenlace, no se supo durante un tiempo dónde había sido inmolado el obispo de Barcelona. El posterior hallazgo de sus restos tras la guerra y el reconocimiento de la vestimenta que llevaba al ser detenido por parte de miembros de la familia Tort que estaban presentes en ese momento disiparon las dudas. El testimonio de otro preso que fue de la misma partida de doce condenados entre los que se hallaba el obispo, a quien había reconocido al partir para Montcada, confirmó lo declarado por los Tort. El cadáver fue llevado a la catedral, donde se le enterró en la capilla del Santo Cristo de Lepanto, mientras se abrían las primeras diligencias para incoar el proceso de beatificación del Dr. Irurita.
Pero ni en la tumba iba a tener paz sobre esta tierra el santo prelado, y esta vez no por obra de los enemigos declarados de Dios, sino de personas devotas y de buena voluntad, pero de poco discernimiento y aún menos prudencia. Resulta que tres personas, caballeros de probado catolicismo, dijeron haber visto al obispo Irurita apenas entradas las tropas nacionales en Barcelona. Se trataba del Sr. Aragonés, fundidor del Clot, un amigo de éste llamado Arbós y el Dr. Reventós, que había visitado como médico al prelado. Los dos primeros, acompañados de los dos hijos del Sr. Aragonés, se dirigían a una misa de campaña en la Plaza de Cataluña, cuando, pasando por la calle del Obispo, vieron salir del palacio episcopal a dos personas vestidas con gabardinas o abrigos y tocadas con sombrero o boina, en una de las cuales reconocieron a don Manuel, a quien se acercaron a saludar. El personaje en cuestión, al que se acercó también el Dr. Reventós (que lo había visto de lejos y se unió al grupo), tras unas breves palabras pidiendo que no lo comprometieran, desapareció poco después con su acompañante en dirección de la plaza de San Jaime. Los niños fueron testigos del encuentro e incluso fueron palmeados afectuosamente en las espaldas por el señor de la gabardina. Uno de ellos, hoy canónigo emérito de Barcelona testificó en el proceso de beatificación y contó que el episodio llegó a oídos de los hermanos del obispo y de otras autoridades eclesiásticas, que interrogaron a todos los presentes en el encuentro.
¿Qué pensar de esto? El testimonio sobre el aspecto externo de los dos personajes que salían del palacio no es preciso acerca de las prendas. Sobre la persona pudo haber también una equivocación por algún parecido razonable. La efervescencia de aquellos días inmediatos a la liberación pudo jugar una mala pasada a católicos llenos de entusiasmo por el cese de toda persecución, proclives a ver lo que querían ver y no lo que en realidad había. Que el señor obispo apareciera en ese momento habría sido muy reconfortante. Pero, además, la situación es absurda. ¿A santo de qué el obispo iba a querer ocultarse justo cuando le llegaba la hora de la libertad? ¿Qué hacía en su palacio? Si quería desaparecer, ¿por qué arriesgarse a ser visto en plena luz del día? ¿Cómo es que sólo tres adultos entre sus miles de diocesanos le hubieran reconocido? Por otro lado, esta extrañísima actitud del supuesto Dr. Irurita no casa absolutamente con la rectitud sobradamente probada del prelado, a menos que le hubieran lavado el cerebro. Esta historia parece más propia de los relatos de escapados en el último momento de que está llena la Historia: príncipes de York, falsos Demetrios, Luises XVII, grandes duquesas Anastasias y un largo etcétera. Siempre surgen testigos que juran reconocerlos y quizás no mienten, pero, aunque en buena fe, se equivocan.
En el caso de don Manuel Irurita se procedió recientemente a una comprobación de ADN practicada a los restos que están en la catedral de Barcelona mediante su comparación genética con fragmentos de los de dos de sus hermanas muertas y enterradas en Valencia. El resultado dio una coincidencia de altísima proporción. Ni aún así se ha hecho callar a los que se hallan extrañamente interesados en embrollar las cosas. Por hacer caso del testimonio de unas personas que aseguran haber visto al que creen que era el obispo de Barcelona en 1939, se hace caso omiso de otros de mayor relevancia y fiabilidad, como el de la hija de don Antonio Ponti, que vio y reconoció el cadáver del Dr. Irurita al ir a reconocer con su madre el de su padre, también fusilado, y que se hallaba al lado del primero, y el de don Eusebio Vidal, capellán de la prisión de Lérida, a quien un interno contó los últimos momentos–ejemplares, como no podía ser de otro modo– de don Manuel en el paredón por haber presenciado su fusilamiento.
No es ciertamente el obispo Irurita personaje al que la progresía catalanista enquistada en el poder de esta archidiócesis resulte simpático. Para empezar, no era un bisbe català, aunque hubiera sabido, según el precepto de San Pablo, “hacerse todo a todos” (para lo cual no hacen falta acreditaciones de tribu). Supo ser, pues, catalán con los catalanes (y uno de sus mejores y más celosos pastores, al que se debió la erección de una treintena de parroquias nuevas, especialmente en las descuidadas zonas periféricas). En segundo lugar, su estilo episcopal repugna a la clerecía modernosa que ve en el Dr. Irurita a “un obispo de antes del Concilio”, es decir, preocupado ante todo por extender el Reino de Dios en las almas y llevar a éstas a la salvación (es decir, puro trascendentalismo). Está además, su credo carlista, para el que hay una jerarquía de valores subordinados unos a otros (Dios, Patria, Fueros, Rey) y que se resumen en una palabra que es odiosa a los eternos contestatarios: la Tradición. En fin, éstos no quieren prelados piadosos, que pongan a Dios por encima de todo y cuya vida gire en torno a la misa, a los sacramentos y la oración, cuya ilusión mayor fuera –como declaró un día don Manuel– usar su poder pontifical para multiplicar los sacerdotes. Sólo les gusta los obispos (y cardenales) complacientes, negociantes, contemporizadores y politiqueros, que mientras menos les hablen de beaterías, mejor que mejor.
Ahora se comprende un poco mejor lo que pasa con el Dr. Irurita y con todos los mártires de nuestra guerra. Como hoy, si hubiera una nueva contienda intestina, desde luego muchos miembros del clero (al menos el barcelonés) no se haría matar por Jesucristo o por la misa, porque están a partir un piñón con los adversarios de la Iglesia, esos muertos estorban y su memoria les agua la fiesta. Durante treinta años, desde que el cardenal Albareda recomendó a Pablo VI correr un velo vergonzante sobre aquéllos, hasta que en 1994 el Papa que vino del Este, de otro país mártir, levantó la veda, estuvieron tranquilos los muy ingratos. Pero mientras haya católicos dignos de ese nombre, organizaciones como Hispania Martyr y páginas como la nuestra, no se van a ir de rositas, sobre todo porque Roma está ahora por sus mártires en la convicción de que su sangre es semen christianorum.
Aurelius Augustinus
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