Capítulo 35: La frecuencia de la Comunión en los siglos
Más frecuente que la celebración de la Misa
Dada la forma primitiva de banquete en la celebración eucarística, la comunión de los cristianos fue el punto culminante y la razón de reunirse. Si se reunían, era para tomar el cuerpo del Señor. Todo lo demás se consideraba como preparación al momento augusto de la comunión. Más aún: los fieles tenían costumbre de llevarse a casa una parte del pan consagrado para poder comulgar durante toda la semana “antes de tomar cualquier otro manjar” (Tertuliano Ad uxor, II, 5; San Cipriano, De lapsis, cap. 26) La costumbre de llevar el cuerpo de Cristo a casa duró en Egipto hasta los tiempos de San Basilio(329-379). Aún para Roma, la supone todavía San Jerónimo. En el siglo VI se cuenta que lo llevaban el Jueves Santo a sus casas para guardarlo durante todo el año siguiente en el armario. Costumbre práctica, especialmente para los anacoretas, que vivían en el éremo, lejos de la ciudad y de la comunidad, porque de este modo podían comulgar todos los días sin salir de su retiro.
Ayuno eucarístico
En los relatos sobre la comunión en casa se dice que tomaban la eucaristía antes que otro alimento. Consideraban pues el ayuno eucarístico como la cosa más natural, por lo que la celebración eucarística la habían trasladado de la tarde a las primeras horas del día. Influyó en este traslado la idea general de la conveniencia de tomar el pan sagrado en ayunas. En el siglo IV aparece ya con claridad la prescripción del ayuno. Sólo se conocía una excepción a esa regla al permitir se celebrara el Jueves Santo la misa después de un banquete. El Concilio Quinisexto condena expresamente tal costumbre, señal que se mantuvo hasta el siglo VII.
Las primeras noticias sobre la disminución de la frecuencia.
Al convertirse el cristianismo en religión del Estado y cesar las persecuciones, el mismo hecho de poder celebrar con más frecuencia influyó para que la costumbre de llevar la eucaristía y comulgar en casa fuera disminuyendo. Pero realmente la razón definitiva fue otra.
Es interesante advertir que esta familiaridad con la eucaristía no se fue enfriando poco a poco, sino que se hizo de repente. Es verdad que coexistieron frialdad y familiaridad durante algún tiempo, todo dependía de si el ambiente estaba contaminado de arrianismo, con la consiguiente reacción católica, o asépticos de esta herejía. No sólo triunfó la reacción contra el arrianismo, sino que una gran parte del Oriente se pasó al polo opuesto: al monofisismo; y a partir de este momento los escritores nos hablan de una exagerada reverencia a la eucaristía matando la comunión frecuente.
La lucha antiarriana llegó a su punto máximo en Oriente precisamente en tiempos en los que se concretan allí las primeras liturgias. San Basilio, por ejemplo, no fue sólo el adversario acérrimo del arrianismo, sino también el codificador de la liturgia antioquenobizantina. Y así, vemos la mayor parte de las liturgias orientales dominadas por un temor exagerado ante los “misterios tremendos”, el “momento imponente de la consagración”. En cambio, del norte de África medio siglo más tarde nos llegan noticias más familiares sobre la frecuencia sacramental. La lucha antiarriana, pues, repercutió en la frecuencia de la comunión en Oriente. La advertían los Padres occidentales de los siglos IV y V, que se extrañan de ello. Pero más tarde, cuando los pueblos germánicos, arrianos casi todos, invadieron Occidente, el proceso se trasladó a la Iglesia Latina, y por muchos motivos se arrastró y enlazó con la mentalidad medieval que acabó exigiendo tal preparación para la comunión y aún para la simple asistencia a misa, que prácticamente hacia imposible que comulgasen los seglares. A esto obedecen también las durísimas penitencias que se imponían y la poquísima facilidad que se daba para confesar. No es de extrañar que hasta los mismos monjes y religiosos no comulgasen más que unas pocas veces al año.
Tal estado de cosas duró varios siglos. Prácticamente desde el siglo VII hasta el concilio de Trento en el siglo XVI.
La única reacción que advertimos consistió en buscar sustitutivos de la comunión. Uno fue la llamada comunión espiritual, es decir, el deseo de comulgar, ya que no era posible hacerlo por las razones ya apuntadas.
Otro sustitutivo fue la comunión por representación, o sea, que se pedía a otro más preparado que comulgara por uno mismo. Generalmente era el sacerdote que “comulgaba por todos”. No era infrecuente que se pidiese a las monjas que comulgasen por uno. Algo más tarde no se decía ya “tomar” la comunión, sino “ofrecerla”. Todas estas prácticas encontraban más aceptación cuanto menos instruida estaba la gente. Por otra parte, hasta la llegada de Trento los teólogos no habían aún precisado que en esta práctica no se podía tratar sino de aplicar a otro los méritos “ex opere operantis”, pero no la eficacia sacramental de la comunión.
La comunión de los fieles separada de la Misa
La escasa frecuencia de la comunión de los fieles tuvo por consecuencia natural que no se considerara como parte del sacrificio. Sobre todo hacia el siglo XII se nota una marcada tendencia a dejar la comunión para después de la misa también en los pocos días de comunión que aún quedaban.
Esta claro que con el Concilio de Trento comienza de nuevo la comunión frecuente, pero pasados los decenios, la comodidad de los fieles y la acción de las nuevas Órdenes religiosas, influyeron en que esta se convierta en un acto litúrgico independiente. En un memorial presentado en 1583 contra la Compañía de Jesús la acusaban de “tener puestas las formas en el altar para que las personas que quisiesen llegasen a comulgar” y eso “contra el santo y buen estilo de la Iglesia que celebra la santa misa por los que en ella comulgan”. De hecho apoyaban estas tesis, las mismas disposiciones del Concilio de Trento que daba como única razón para guardar la eucaristía en el sagrario la necesidad de tenerla siempre a mano para los moribundos y para la adoración en las exposiciones del Sacramento”.
Un siglo más tarde encontramos que los canónigos de Santa Gúdula de Bruselas ordenan a los Capuchinos. “No den la comunión sino en el altar, durante el sacrificio de la misa”.
Mientras tanto, en 1614 se publicaba el nuevo Ritual Romano, que aunque admitía un rito especial para la comunión de los fieles, insiste en que se dé la comunión dentro de la misa. Se había extendido, sin embargo, la otra costumbre.
Cuando en 1742 un capellán de la catedral de Crema en Lombardía descubre esta rúbrica y quiere conformarse a ella, originó una gran controversia que llegó hasta Roma y dio ocasión para la publicación de la bula “Certiores effecti” de Benedicto XIV del 13 de noviembre de 1742, en la que el papa se puso del lado del capellán. Una de las frases decisivas de esta bula la recogería más tarde la encíclica “Mediator Dei” de Pío XII.
Pero ni con eso, la tendencia a separar la comunión de la Misa de detuvo, al contrario, siguió ganando terreno y triunfó plenamente durante el siglo XIX.
Pero al iniciarse el siglo XX se produjo un importante cambio de rumbo a partir del decreto sobre la comunión frecuente del Papa San Pío X, Sacra Tridentina Synodus de 1905 y muy especialmente de la encíclica “Mediator Dei” (1947) de Pío XII. En ella el Papa no sólo aprueba que se comulgue dentro de la misa, sino que alaba también el “deseo de aquellos que al asistir a la misa prefieren que se les dé la comunión con partículas consagradas en este mismo sacrificio”. AAS 39 (1947), 565
Dom Gregori Maria