La invisibilidad del catolicismo identitario en Cataluña (Parte 1ª: Mucho por construir)
Fachada de la Gloria: La Iglesia que animada por el Espíritu construye la Ciudad de Dios. |
El obispo Joan Carrera, a quien nadie públicamente ha recordado ni siquiera de soslayo en estos días gozosos, solía recordar el fuerte impacto que causó en su persona la figura de Juan Pablo II y el drama, fácilmente reconocible, de que su pontificado no encontrase ni acogida ni traducción en nuestra realidad eclesial. Nuestra tragedia particular como católicos estriba en el hecho de que durante los 25 años de pontificado del Papa Woytila, una buena parte de la Iglesia visible y representativa en Cataluña se entregaba con ahínco a la llamada a defender la identidad catalana, mientras el Papa llamaba a otra consolidación identitaria: la identidad católica en la sociedad. También el obispo Carrera, que conciliaba ambas, pues no deberían ser excluyentes, vivió esa tensión en su conciencia. Él mismo, que había vivido la subsidiariedad que ejerció la Iglesia durante el franquismo en la preservación de la lengua y la identidad catalanas, era un apóstol de la permanencia y continuidad de ese liderazgo. Fue un hombre de su tiempo.
Benedicto XVI ha recogido el testigo de Juan Pablo II y toma la opción de apelar a todos aquellos que han advertido la exigencia de actualizar en el tiempo presente de Europa y del mundo, los valores de la fe cristiana y los referentes éticos que de ella se derivan, a concretarlo en un nuevo impulso: es la Nueva Evangelización para la que el Papa ha creado un nuevo organismo.
Ese “nuevo impulso” evangelizador en Cataluña, que ciertamente ocupa su espacio en los planes pastorales de todas las diócesis, empezando por Barcelona, sólo moviliza a minorías intra-eclesiales: algunas parroquias y movimientos renovadores. Y estando como debería estar, dirigido a un sector más amplio de la sociedad, sin embargo no acaba de romper el círculo vicioso de una Iglesia que habla de sí y consigo misma, con un lenguaje a menudo ininteligible para el hombre de hoy en día: diócesis, arciprestazgos, consejos presbiterales…
¿La comunidad y la cultura católica catalanas participan de esta vitalidad efervescente, más clara en otros lugares como por ejemplo en la vecina Francia?
Según parece, bien poco. Es cierto que existen cosas positivas en nuestras Iglesias locales: voluntariados, algo de espiritualidad y aún presencia cristiana en muchas realidades; pero el catolicismo catalán, en su conjunto, no ha sentido como propia la “llamada a la identidad” que sólo es fundamental para minorías. Como tampoco siente como propio e ineludible su compromiso con los que llamamos valores irrenunciables.
Todo lo maravilloso que hemos contemplado y vivido en esta “explayación del hecho católico catalán” durante las escasas 24 horas de la Visita Apostólica del Papa, no hace sino confirmar nuestro diagnóstico.
La existencia católica en nuestra sociedad, fuera de los círculos familiares o parroquiales y de exiguas aunque fecundas organizaciones y círculos de intelectuales católicos, es una paradójica visibilidad de la ausencia.
Y nos referimos a la ausencia en lo que se conoce como esfera pública. Los cientos de actividades encomiables y loables en lo social, y los múltiples compromisos de vida de los cristianos en la esfera de lo privado, no eximen de su participación en el ámbito público. La implicación de los católicos en la esfera pública exige una dimensión civil: un volver a hacer actuales, aquí y ahora, los valores de la fe cristiana y los valores éticos que de ella se derivan. Desgraciadamente ese complejo tan catalán de una existencia católica públicamente ausente, se traduce en una presencia mimética de católicos en la esfera intelectual o política: es decir actuando de manera “políticamente correcta”. Encontramos a Joan Rigol haciendo de mediador-defensor de la Sagrada Familia frente al AVE; al escolapio Enric Canet comprometido luchador por la dignidad de los niños del Raval; a la monja Forcades, ariete contra la voracidad y la inmoralidad de las “empresas farmaceuticas”; a Mn. Ballarín, defensor del Barça y la independencia de Cataluña; al Abad de Monserrat, defensor a ultranza del Estatut; a Mn. Manel Pousa, el de las “pobres mujeres que abortan”, sacerdote de los desheredados; a la Sefa Amell, convertida en teóloga de la mujer discriminada en la Iglesia; y finalmente al cristiano anónimo, voluntario por causas humanitarias.
Toda esa presencia que podría parecer identitaria, no lo es. Tiene como trasfondo una “teología débil”: quiere hacer coincidir de modo natural y espontáneo, su condición cristiana con la laicidad de los modernos. Entonces empiezan las rebajas: se empieza a diluir la doctrina católica y comienza lo que muchos llaman la manipulación filantrópica y solidaria de las palabras del dogma y la liturgia.
Comenzando por las catequesis parroquiales: de aquí el rechazo de muchas parroquias al libro “Jesús, el Señor”, catecismo de la CEE. Por eso no hay que sorprenderse del bajísimo porcentaje de inscripción en las clases de religión católica en las escuelas catalanas. Y aunque los obispos catalanes periódicamente nos recuerdan que esa clase es responsabilidad católica pública, en las profundas convicciones de muchos agentes pastorales diocesanos, esa presencia católica en la escuela es ilegítima y rechazada. Por eso muchas familias católicas se conforman con la opinión común y escogen la ausencia pública que las hace aceptables. Y lo mismo ocurre con su participación porcentual del 0,8% en la declaración de renta. Lo máximo a lo que uno se atreve es a destinarlo a Cáritas, que siendo institución eclesial, salva en conciencia la destinación derivada de su “crucecita”.
En toda esta falta de naturalidad de la presencia cristiana, ahonda sus raíces la falta de visibilidad y representatividad del catolicismo en Cataluña. El católico de a pie, el de la inmensa mayoría de parroquias, vive tremendamente problematizado: lo “políticamente correcto” parece exigirle aceptar la neutralidad de la esfera pública, desafiando su intima conciencia de responsabilidad sobre el fin último de la sociedad y la política. Ese desafío tiene lugar en terrenos críticos como la vida y la familia. Pero como no hay modelos que imitar, el católico debe actuar a pecho descubierto.
Los obispos en Cataluña han de saber que un débil sentimiento católico, sin doctrina, no puede confrontarse con el horizonte de las instituciones políticas. Deben saber, especialmente algunos de ellos, que las teorías aprendidas en sus ambientes de formación en los años 60 y 70 sobre la “sana secularización”, están carentes de recursos. No pueden reconducir el problema en esa perspectiva. Ya no. Deben dirigir su mirada y su corazón a las numerosas minorías, en el clero y en el laicado, que tienen una posición más identitaria católica. Y que se organizan como pueden, con la oración y el estudio, implicando a sus parroquias y a sus movimientos en algunos medios de batalla más actuales.
Prudentius de Bárcino