La Mercè que se fue…
El Concilio de Trento, finalizado en 1563, trajo consigo notables consecuencias para la evangelización de la Europa cristiana. En el ámbito hispánico asistimos a una extraordinaria exaltación de lo religioso. Los obispos promovieron toda clase de iniciativas ordenadas a la magnificencia y decoro del culto así como al fomento de la vida conventual. Frente a los postulados iconoclastas de la reforma protestante la imagen sagrada –con independencia de la cronología de su factura- se pondrá más que nunca al servicio del dogma católico. Este espíritu desarrollado en las centurias siguientes explica los proyectos destinados a modificar y cualificar los espacios arquitectónicos de los templos. Se trataba de introducir un lenguaje más cercano, comprensible y sensual; un lenguaje persuasivo que no fuera ajeno a la utilización de los recursos naturales tales como la luz, los textiles, elementos suntuarios… Como bien intuía E. Mâle no se había dado desde el periodo medieval una correlación tan estrecha entre religiosidad e imagen sagrada.
La Ciudad barroca –aparte de sus iglesias, conventos y cofradías- constituía un universo vivo de celebraciones y fiestas. Cualquier ocasión era aprovechada para manifestarse públicamente. La imagen sagrada, legitimada por los cánones tridentinos, se convertirá en uno de los grandes soportes del catoliscimo. En torno a ella se elaborará un universo propio en el que el concepto de gratitud definirá parte del comportamiento devocional y artístico. Donaciones y ofrendas en agradecimiento por los favores recibidos marcarán notablemente el culto de la Mare de Déu de la Mercè. Así, será frecuente encontrar en los legados testamentarios tierras, viviendas u ornamentos sagrados en favor de la mismísima imagen de la Mercè o de los frailes capellanes de su Real Convento. Ternos, vinajeras y cálices; casullas, antipendios y colgaduras; lienzos, blandones argénteos y lámparas votivas para una mejor y excelente disposición del templo que acogía la imagen mariana más querida de la Ciudad. Los extensos inventarios de la Basílica son elocuentes al respecto. Además de estas ofrendas era muy común en la piedad de los barceloneses solicitar ser encomendado en las oraciones de la Comunidad disponiendo la celebración de misas de sufragio en el altar de la Virgen.
La Basílica de la Mercè durante los siglos del barroco operará profundos cambios acordes a la nueva mentalidad. La instalación del nuevo retablo más atento a la persuasión psicológica de los fieles que al carácter narrativo de otros tiempos supondrá un importante hito. Tenía veinte metros de altura por ocho de ancho con una embocadura central que daba acceso al camarín o cámara angélica. El retablo mercedario destacaba por su espectacularidad y efectismo. En efecto, la ventana central tenía como objetivo la exaltación de la imagen titular en un juego de mostrar y velar el icono sagrado en las grandes funciones litúrgicas. Sirva como botón de muestra de la funcionalidad del retablo barroco lo sucedido el 19 de octubre de 1687 en la visita corporativa del Consejo de Ciento a la Basílica con motivo del nombramiento de la Mare de Déu de la Mercè como Patrona de la Ciudad. Hallándose los Señores Consejeros en el solemne Oficio de Completas al entonar el himno Ave maris Stella y llegar a la cuarta estrofa Monstra te esse Matrem (Muestra que eres Madre) las cortinas de la embocadura del camarín se descorrieron apareciendo en todo su misticismo la Santa Imagen de la Virgen de la Merced. Al instante fue general el llanto de los que había en el templo. Este interesante ejemplo resulta paradigmático de la religiosidad del momento: ver, escuchar y conmoverse. Un nuevo código que favorecía el imperio de la imagen sagrada contemplada en su amplio y teatral camarín.
La religiosidad barroca no sólo era exuberante en sus manifestaciones sino que también, siguiendo a W. Weisbach, favorecerá expresiones cargadas de un ejemplarizante ascetismo. En efecto, encontrándose la Ciudad sumida en una grave epidemia de peste los barceloneses, seguidos de las autoridades, reclamaron la presencia salutífera de la Mare de Déu de la Mercè. El 1 de julio de 1651 se procedió a sacar en fervorosa procesión la sagrada imagen de la Virgen. El Dietario de la Ciudad habla de una manifestación imponente como nunca antes se había visto. El cortejo penitencial estaba compuesto por la comunidad conventual, clero catedralicio y parroquial, autoridades religiosas y civiles, junto al pueblo. Todos los frailes de la Merced iban descalzos. Un religioso silencio envolvía el lento transcurrir de la comitiva. Tan sólo el canto de los sacerdotes y el llanto general de los fieles interrumpían el recogimiento del desfile. El componente ascético de tales manifestaciones refleja una vez más la honda religiosidad de aquella sociedad. No se trata de algo ficticio o supersticioso. Ni habría que ver, como quizá algunos pudieran valorar con parámetros contemporáneos, una iniciativa verdaderamente religiosa frente a otras. La mentalidad barroca es inclusiva, es decir, tan fervoroso es el cortejo penitencial como aquel que aclama con vítores y palmas. Se acude a la imagen sagrada viendo en ella un recuerdo de su original. La necesidad de dotarla de más realismo forma parte del lenguaje y formas complejas de la vida religiosa. Que guste el artificio, tal y como lo entendían los hombres de aquel tiempo, no significa que la religiosidad barroca sea superficial.
Otro aspecto fundamental de aquella “Mercè que se fue” era el sermón. Mediante él se realizaba la exaltación de la religión. El predicador, puesto en el púlpito, dejaba discurrir sin freno su elocuencia a propósito de las perfecciones que adornaban a María Santísima; entregándose a su alabanza dejaba la aplicación a un “imitémosla, hermanos, y alcanzaremos la gloria”. La devoción es el común denominador de los sermones dedicados a la Mare de Déu de la Mercè. La mayor de las veces la predicación estaba a cargo de los frailes de su Real Convento o de los canónigos de la Santa Iglesia Catedral. El predicador sencillo discurría acerca de las grandezas de la Virgen excitando al fervor y piedad; el predicador culto hará gala de su ciencia, ingenio y recursos interpretativos. La razón de ser y fin de la predicación cristiana era y es conducir las almas hacia Dios. Los excesos de estilo hicieron recomendar a los tratadistas de la predicación que pusieran cuidado no en la sabiduría que dan los libros sino en la sabiduría que procede del “libro de los libros que es Christo Crucificado, y entrarse en su costado para saber la ciencia de la redención y salud de las almas”.
La palabra alegría es una de las más repetidas en las relaciones y crónicas referidas a la Patrona de Barcelona. Aparte del valor espiritual del término la generación de este estado de ánimo positivo era algo esencial en las demostraciones festivas de la mentalidad barroca. No sólo la Ciudad se transformaba por entero sino que también las gentes se dejaban arrastrar por el fervor y alegría colectiva. No era posible escapar a la oleada unánime de entusiasmo, al baño de la emoción o al frenesí popular. Todavía la llegada de cautivos al puerto de Barcelona constituía un espectáculo de regocijo contemplado por multitudes. Precedidos de trompetas y atabales se dirigían a la Catedral y la Merced. Por otra parte, los días grandes de fiesta y alegría requerían el concurso de la luz. Las ciudades solían carecer de alumbrado público suficiente por lo que algunas celebraciones en horas nocturnas necesitaban la iluminación artificial de las calles y plazas. Organismos públicos y propietarios privados tenían la obligación de iluminar sus respectivas fachadas. Se colocaban antorchas, candiles, hogueras en parrillas de hierro, etc. Este alumbrado se completaba en los momentos culminantes con fuegos artificiales y pirotécnicos: cohetes, carros de fuego, castillos, culebrinas, etc. Prácticamente la totalidad de las relaciones festivas de la sociedad barcelonesa del antiguo régimen dedican una especial atención a las descripciones de estos fuegos de artificio con los que se solían comenzar y finalizar los actos. No habría que olvidar aquí el uso de las campanas como manifestación de gozo. En efecto, cada fiesta iba acompañada de un determinado toque fácilmente reconocible por la ciudadanía. Los repiques sonoros y salvas se convirtieron en medios efectivos para señalar el comienzo de las fiestas e invitar a las gentes a participar masivamente en ellas.
El habernos asomado al complejo y fascinante mundo de la religiosidad barroca permite realizar una aproximación y en cierta medida reconstrucción de contextos en apariencia superados. Lo cierto es que todavía hay una Barcelona que sigue relacionando su religiosidad con estas formas portadoras de lenguajes con capacidad de trasmitir emociones. No se trata de volver al pasado por el pasado. “La Mercè” genérica que hoy celebramos en la Fiesta Mayor vive ajena al contenido religioso que la originó y acompañó durante cientos de años. Conocer lo que ha significado la Mare de Déu de la Mercè para la historia de la Iglesia y Ciudad de Barcelona permite establecer puentes de comunicación. Se trataría de recoger la herencia culta y popular de lo mercedario mediante una actualización respetuosa y en diálogo con lo sobrenatural. El crítico y ensayista Eugenio D´Ors hablaba con toda razón cómo las manifestaciones del barroco están secretamente animadas por la nostalgia del Paraíso Perdido.
Uno de los devotos documentalistas de Germinans