Dar prestigio a Solsona: El ministerio episcopal de Don Vicente Enrique
Abierta la cuestión sucesoria en la sede celsonense, tal como Oriolt refería en su artículo de este mes de agosto, y habiendo encontrado este tema eco entre los lectores de “La Cigüeña de la torre”, que se hizo eco del artículo, así como también algunos comentarios circunstanciales referidos a Mons. Vicente Enrique y Tarancón en un breve post del mismo Fernández de la Cigoña, dando la noticia del fallecimiento de Don Joaquin Ruiz-Giménez, he decidido redactar este artículo en el intento de evidenciar como el ejercicio del ministerio episcopal de Don Vicente Enrique durante los casi 19 años que pastoreó la diócesis de Solsona (1945-1964) fue de tan alto calibre y dignidad, de tal altura de miras y de tal dedicación y entrega, que cómo él mismo refería al final de su vida “constituyó el más hermoso y fecundo periodo de su ministerio episcopal”. Nunca como en Solsona, aquel sacerdote diocesano de Tortosa, inteligente e ingenioso, sensible y paterno, que compactaba una erudita formación teológica con una honda espiritualidad sacerdotal, sería lo que ha de ser un obispo católico: un gran Pastor del pueblo a él encomendado.
Pero es imposible comprender a Mosén Vicente Enrique desconociendo los que fueron sus raíces humanas y sus primeras vivencias sacerdotales. Nacido en una tradicional familia rural de la Plana castellonense, en la muy laboriosa Burriana, su temprana vocación sacerdotal encuentra su canal de encauce en el entonces prestigioso Colegio de San José , primer centro de formación de vocaciones fundado en su ciudad de Tortosa, por aquel tenaz y piadoso sacerdote que fue San Manuel Domingo y Sol. El estilo de aquellos Operarios Diocesanos de antaño, herederos espirituales e hijos de Mosén Sol, de honda espiritualidad eucarística y fuerte devoción mariana marcó el alma de aquel joven sacerdote que una vez ordenado sacerdote cursó sus estudios de licenciatura y doctorado en la Pontificia de Valencia.
Ejerciendo como coadjutor y organista de la Arciprestal de Vinaroz conectó con el pueblo sencillo al que pertenecía, descubriendo las ingentes necesidades que este tenía de formación cristiana y organización laical ante unos tiempos que mucho iban a exigir a la Iglesia. El entonces obispo de Tortosa, el sociólogo Monseñor Félix Bilbao, descubrió las enormes capacidades personales del Dr. Enrique y Tarancón y lo envió en 1931, a penas iniciada la República, a la Casa del Consiliario en Madrid para conectar con el espíritu de la Acción Católica. Al estallar la Guerra Civil, su estancia en Galicia, en la diócesis de Tuy-Vigo le permitió ahondar en aquellas deficiencias del laicado español y sensibilizarlo de por vida en esa realidad. Fue allí donde elaboró la primera edición de su “Curso Breve de Acción Católica” que tanto prestigió le valdría. Acabada la contienda y apenas liberada Vinaroz en 1938, fue su Arcipreste por cinco años, pasando en 1943 a ser nombrado párroco de la Arciprestal de Villarreal. En esos 7 años que van desde 1938 a 1945, Mn. Vicente toma conciencia por una parte de las profundas divisiones y resentimientos que nuestra contienda ha causado en el pueblo español y por otra parte el terrible abismo que separa a pobres y ricos en aquella sociedad de posguerra. Un ejemplo de su empeño en cicatrizar esas heridas y de sobrepasar las terribles distancias sociales que aún dividen socialmente al pueblo cristiano lo encontramos en su determinación en eliminar las rencillas y rivalidades entre las dos Congregaciones villarealenses, la de la Purísima, a la que pertenecían las clases más acomodadas, y la del Rosario, de las clases populares. La división entre familias “purisimeras” y “rosarieras” de Villareal, plasmaba la división social de su feligresía, amparándose en una desviada piedad mariana: ser de la Purisima o del Rosario era determinante a la hora de contraer matrimonio, o de departir con las amistades. Eso no podía continuar. Don Vicente, el arcipreste de Villarreal, obligó a las dos Congregaciones a participar mutuamente en los cultos de ambas cofradías, a no denigrarse ni en público ni en privado y a mostrar su cívico respeto y su caridad cristiana. Fue una muy meritoria aportación de Don Vicente a favor de la reconciliación entre hermanos, aspecto que le acompañaría toda su vida. Su labor sacerdotal en Villarreal , su sólida formación doctrinal y su rica experiencia pastoral, le valieron el ser nombrado en 1945, obispo de Solsona, constituyéndose así en aquel entonces, con 38 años, en el obispo más joven de España.
Solsona no fue una diócesis fácil para el Dr. Vicente Enrique. Es cierto que era una diócesis rural pero no era la pujante Plana castellonense ni su clero como el clero dertosense de preguerra ( recordemos que la entonces diócesis tortosina comprendía junto al territorio actual, casi la totalidad del territorio de la provincia de Castellón, exceptuando la montaña segorbitana) con una gran tradición teológica, espiritual, musical y artística.
Don Vicente conectó con el pueblo fiel, hablando en su lengua vernácula, que era entrañablemente la propia, y mostrando especial sensibilidad hacia los problemas humanos del rebaño a él encomendado. Y eso a pesar del clero solsonense, de formación más que deficiente, y siempre tendente a pensar más en sus propios intereses que en los de su grey. Esa deficiencia trató de subsanarla Don Vicente haciendo incontables sacrificios para enviar a muchos de sus sacerdotes a estudiar a Roma y poder contar con un Seminario y un clero de mayor nivel.
Hoy en día, por sus propias características naturales y por las complejas circunstancias por las que ha pasado la Iglesia en España, en los últimos 50 años, nos hemos acostumbrado a un estilo de obispos, convertidos más en políticos o en funcionarios-administrativos, que no en auténticos pastores de su grey. La Carta Pastoral de marzo de 1950 “El pan nuestro de cada día” del entonces obispo de Solsona demuestra fehacientemente que Don Vicente fue un celosísimo y valiente obispo. Poco a poco se iba perfilando, por su talla humana y episcopal, como una personalidad que estaba destinada a influir en la historia eclesial de España.
Puesto a la escucha del altísimo magisterio del Papa Pío XII, el Dr. Enrique y Tarancón, en el transcurso de 1956 publicará sus Cartas Pastorales “Renovación total de la vida cristiana” y “¿Espiritualidad nueva? Leamos el comentario que el Dr. Jaime Bofill, Catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona publicó por aquellos meses en “Cristiandad”.
Monseñor Enrique y Tarancón, constituido a mediados de los 50 en Secretario General del Episcopado Español, se va perfilando como un obispo de una altura sacerdotal, intelectual y humana de tal calado que su prolongado ministerio en Solsona prestigió a la lacetana Setelsis y su diócesis.
Sólo su ingente tarea a favor del apostolado seglar, de la cual es una genial muestra su obra de 1958 “Los seglares en la Iglesia”, le hubieran valido de sobras ya una alta consideración en las páginas de la vida de la Iglesia española del siglo XX.
Todas esas obras debemos estimarlas de extraordinaria importancia, porque, salieron al paso de las exageraciones en que incurrían algunas manifestaciones del catolicismo español, planteando con energía los límites y cautelas que debían observarse, y suponiendo de hecho la incorporación resuelta de la Iglesia española a cuanto representaba de renovador y constructivo el magisterio papal del momento, suscitando un movimiento de revisión a fondo de la vida religiosa nacional, llegándose a movilizar espontáneamente lo más saliente del catolicismo español de aquel tiempo.
Las grandes preocupaciones pastorales de Don Vicente fueron sacudir un catolicismo rutinario y formalista fuertemente ancorado en la vida eclesial de entonces así como una actuación paternalista de los sacerdotes respecto al laicado. El catolicismo español, a diferencia del más aireado y maduro catolicismo francés o alemán, estaba marcado por una piedad individualista basada en el temor, una deficiente formación litúrgica y un temor exagerado a todo lo que tiene que ver con el cuerpo y las cosas materiales. Además la inflación religiosa producida por el catolicismo oficial ya hacía intuir que las cosas no iban a acabar bien. Además la falta de caridad en el trato con aquellos que eran considerados “enemigos” era una tónica más que frecuente.
Internamente se palpaba un retraso de la Iglesia española y sus instituciones respecto al resto de la Iglesia, una orientación demasiado moralista de la espiritualidad y todo ello llevaba a un divorcio entre el pueblo y unos sacerdotes tendentes al aburguesamiento, al aislacionismo y a la soledad y a un ejercicio burocrático de su ministerio. El aún joven obispo de Solsona que a penas había cumplido los 50 años, sentía esa solicitud espiritual por el conjunto de la Iglesia hispana.
Por todo ello, y más allá de lo que en ello pueda condicionar el enjuiciamiento sobre los posteriores ministerios episcopales que desarrolló en Oviedo, Toledo y Madrid, debemos afirmar que Monseñor Vicente Enrique y Tarancón, se dibujó en sus años solsonenses como un Pastor de una tal altura que prestigió indudablemente su sede episcopal.
Eso es lo que necesitamos hoy en día para una sede episcopal como Solsona: un gran Pastor.
El obispo Deig, más allá de ser un gran catequeta, se constituyó tristemente en un político más influenciable que influyente. Monseñor Traserra, encontrándose una diócesis hecha unos zorros, ha conseguido ser un buen administrador episcopal y un obispo comprensivo y buena persona, incluso para su montaraz y degradado clero. Su carácter, su edad, y su trayectoria humana e intelectual no daban para más. Merece nuestro respeto y gratitud.
Ahora necesitamos un excelente sacerdote para Solsona. Y si es posible que ya no sea valenciano, si valenciano significa ser de la escuela de Monseñor Piris. Mucho “jijiji-jajaja” y con los nombramientos de fines de julio ha acabado colocando al progresista Mn. Ramón Prat Pons como Vicario General. ¡Para ese viaje no necesitábamos alforjas…!
Tenemos en Cataluña sacerdotes de gran altura intelectual, de enorme talla humana y sacerdotal, de probada experiencia pastoral , con sólidos lazos y contactos con la realidad eclesial catalana, española y romana, suficientes cualidades todas ellas para auspiciar nombramientos episcopales que sirvan no para prestigiarse a sí mismos, sino para prestigiar los ministerios encomendados con una entrega generosa y plena al bien del Pueblo de Dios.
Recemos en los próximos meses para que esa renovación tan auspiciada de la realidad eclesial catalana se vea comprendida y apoyada por aquellos en los que recae la responsabilidad de la provisión de la sede celsonense.
Por el momento, nuestro n.s.b.a. Cardenal Arzobispo, siempre celoso Pastor, no quiere dejar pasar su pontificado sin dejar al menos una diócesis con un obispo cuyo nombramiento se haya visto directamente influido por sus presiones. Al parecer ha elegido a Mn. Ramon Lavernié Castells, un sacerdote castellonense (de Benicarló) diocesano de Tortosa y actual párroco del Rosario del barrio tortosino de Ferrerías, para calcar para Solsona un nombramiento de características parecidas al burrianense Don Vicente. Sólo que Mosén Ramón, a pesar de ser al parecer una buena persona, no es el Dr. Enrique y Tarancón. Y ni su expediente académico, ni sus lazos con el progresismo a pesar de su talante más moderado, ni su paso primero como vicerrector ( en tiempos de Sistach) y después como director espiritual (en tiempos de Salinas), por el destruido Seminario de Tortosa, lo aconsejan.
Otras “sedicentes” y al parecer ahora “sediciosas” personalidades eclesiales catalanas quisieran influir en la quimérica designación del auxiliar de Valencia Mons. Enrique Benavent. ¡Por favor, evitemos los suicidios, evitemos los suicidios! Ni en el cauce del Turia ni en el del Cardener…
Pero permanezcamos alerta, porque en ese nombramiento, tras tantos experimentos estériles y baldíos (aunque no todos), está cifrado el futuro de la Iglesia en Cataluña.
Prudentius de Bárcino