Hay que ser hombres de Fe
Jesús ya reprochó a sus discípulos su poca fe. En el Evangelio encontramos dos pasajes. En el primero les increpa por haberse desesperado al pensar que se hundía la barca en la que iban en medio de una tempestad, diciéndoles: “Quid timidi estis, modicae fidei?” (¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?). En el segundo se dirige particularmente a san Pedro, que se hundía después de caminar un trecho sobre la superficie del mar: “Modicae fidei, quare dubistasti?” (¿Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?). Las circunstancias de ambos episodios son las mismas: el mar, la barca, los elementos. El símbolo es claro: la Iglesia (la barca) está en medio de las gentes (el mar) y debe enfrentarse al ataque de sus enemigos (los elementos). ¿Qué es lo que mantiene a salvo a los discípulos? El poder de Jesucristo. ¿Qué es lo que sostiene a los hombres de Iglesia en medio de los avatares por los que ésta ha de atravesar? La fe en Jesucristo. No poca sino mucha, una fe inquebrantable y a toda prueba, una fe capaz de mover las montañas.
¿En qué consiste esa fe? Consiste en creer y confesar a Jesucristo. Creer en Él y creerle a Él. Reconocer que sin Él nada somos ni nada podemos. Sin su virtud todo cuanto emprendamos está destinado a hundirse en el más estrepitoso fracaso, como san Pedro en medio de las aguas agitadas por el viento. Ya lo dice el rey salmista: “Nisi Dominus aedificaverit domum: in vanum laboraverunt qui aedificant eam. Nisi Dominus custodierit civitatem: frustra vigilat qui custodit eam”. Si el Señor no está detrás de nuestras obras, sustentándolas y corroborándolas, nada valen, son futilidades. Y Jesucristo no edifica la casa ni vigila la ciudadela si no se cree en Él o, si creyendo, no le damos importancia. Por desgracia, parece que es lo que pasa hoy en día, cuando se halla difundido entre el clero un pelagianismo pernicioso, que pone su confianza en los medios humanos antes que en la fe en Jesucristo, olvidándose de la terrible sentencia del profeta Jeremías: “¡Maldito el hombre que confía en el hombre!”.
Todo cristiano ha de ser persona de fe. El mismo nombre de “cristiano”, según el catecismo que aprendimos de pequeños significa “hombre que tiene la fe de Jesucristo”. Es decir la fe que salva, la fe eficaz, la fe que da la vida sobrenatural y que granjea la vida eterna. Con mayor razón, los obispos y los sacerdotes deben ser hombres de fe. Ellos son los que comunican mediante su ministerio la fe y la gracia de Dios, pero lo hacen en virtud del sacerdocio único de Jesucristo, del que participan de manera especial y peculiar a ellos, distinta de la manera como participan de ese sacerdocio el resto de los fieles. Desgraciadamente, vemos muchas veces sacerdotes y, lo que es peor, obispos que no parecen ser hombres de fe, que piensan y proceden según las categorías del mundo, inclusive cuando acaso su intención es buena: la de hacer el bien.
Los fines humanos se consiguen con medios humanos; los fines divinos, con medios divinos. Pero no se puede pretender conseguir fines divinos con medios humanos. Hoy estamos enfrascados en una vorágine de activismo que todo lo invade. Se hacen seminarios para potenciar el apostolado, se organizan conferencias, se planifica la acción pastoral, se proyectan estrategias, se echa mano de todas las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías (comunicación, internet, etc.)… Se quiere mayor efectividad; se pretende llegar a más gente; se desea optimizar el trabajo apostólico… Todo ello está muy bien, a condición, claro, que se empiece por lo más importante: la vida de la fe, sin la cual “es imposible agradar a Dios”. No se presta a menudo suficiente atención a la vida espiritual de los agentes del apostolado y, sin embargo, es lo esencial, pues es lo que da valor y vigor a la acción.
Los Apóstoles no emprendieron la gran misión de evangelizar el mundo sino sólo después de haberse llenado del Espíritu Santo en Pentecostés. Esta Divina Persona es la que les daba la fuerza y la que les inspiraba lo que tenían que hacer y decir. Recordemos que cuando viene a ellos en el Cenáculo, “perseveraban en la oración”. El presupuesto de todo apostolado es, pues, una vida interior intensa y profunda, que es lo que la Iglesia siempre quiso y dispuso para sus ministros. El sacerdote, antes de nada, debe configurarse con Cristo para llevar a Cristo a las almas. Tiene para ello los medios tradicionales, que nunca han sido desmentidos: la misa celebrada con unción, el rezo del breviario, la oración mental, el santo rosario, la recta administración de los sacramentos (que es también para él fuente de santificación), especialmente de la penitencia. No es casual que este año sacerdotal haya sido proclamado por Benedicto XVI coincidiendo con el sesquicentenario del Santo Cura de Ars, ejemplo de sacerdotes donde los haya.
La vida de San Juan Bautista María Vianney no fue un despliegue espectacular de apostolado exitoso y de gran activismo. Fue, en cambio, un ejemplo de observancia sacerdotal, de fe viva, de vida espiritual perseverante, de modo que se puede decir que vivía el santo más en medio de las realidades sobrenaturales que de las del siglo. Decía fervorosamente su misa, pasaba horas en el confesionario, reconciliando a las almas con Dios, se enfrascaba en el rezo del oficio y a duras penas se despegaba del sagrario. Y su parroquia quedó transformada prodigiosamente: de un pueblo sin grandes pretensiones espirituales en una comunidad ferviente como pocas, y ejemplar. Y es que cuando el pastor es un hombre de fe, las ovejas se entregan gustosas a Dios.
Hace un tiempo supimos con tristeza de un obispo que se confió a un conocido diciéndole que, en realidad era ateo pues había perdido la fe, pero que no abandonaba el ministerio para, al menos, hacer bien a la gente manteniendo la ilusión. Obviamente la Iglesia, gracias a Dios, suple en casos como éste, pero es penoso pensar en el fracaso personal de este prelado, cuya acción no tiene una raíz sobrenatural, sino una motivación puramente humana, filantrópica todo lo más, pero carente de toda dimensión divina. No. Obispos y sacerdotes no pueden ser sino hombres de Dios, hombres de fe si quieren que su apostolado tenga consistencia verdadera. De lo contrario, se convierten en meros funcionarios, en asalariados, en burócratas de traje negro y maletín… y así no se conquistan almas para el cielo, las parroquias se mueren y las diócesis languidecen.
Aurelius Augustinus