Este respeto al poder constituido no puede exigir ni imponer como cosa obligatoria ni el acatamiento ni mucho menos una obediencia ilimitada o indiscriminada a las leyes promulgadas por ese mismo poder constituido. Que nadie lo olvide: la ley es un precepto ordenado según la razón, elaborado y promulgado para el bien común por aquellos que con este fin han recibido el poder.
Au Milieu des Sollicitudes, 31. Papa León XIII
Por consiguiente, jamás deben ser aceptadas las disposiciones legislativas, de cualquier clase, contrarias a Dios y a la religión. Más aún: existe la obligación estricta de rechazarlas. Esto es lo que el gran obispo de Hipona, San Agustín, expuso claramente con estas elocuentes palabras: «Algunas veces… los gobernantes son rectos y temen a Dios; otras veces no le temen. Juliano era un emperador infiel a Dios, apóstata, inicuo, idólatra; los soldados cristianos sirvieron a un emperador infiel; pero, cuando se trataba de la causa de Cristo, no reconocían sino a Aquel que está en los cielos. Si alguna vez ordenaba que adorasen a los ídolos y les ofreciesen incienso, ponían a Dios por encima del emperador. Pero cuando les decía: ¡A formar, en marcha contra tal o cual pueblo!, obedecían inmediatamente. Sabían distinguir entre el Señor eterno y el señor temporal, y, sin embargo, vivían sometidos incluso a su señor temporal por consideración al Señor eterno» (SAN AGUSTÍN, Enarrationes in Ps. 124,7). Nos sabemos que el ateo, abusando lamentablemente de su razón, y más todavía de su voluntad, niega todos estos principios. Pero el ateísmo es, en definitiva, un error tan monstruoso, que, dicho sea en honor de la humanidad, nunca podrá suprimir en la conciencia humana los derechos de Dios ni podrá substituir a Dios con la idolatría del Estado.
Au Milieu des Sollicitudes, 32. Papa León XIII
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