En otras épocas los cristianos católicos, aun sin lograr cristianizar de arriba abajo las instituciones sencillamente humanas en que se encuadraban, conseguían en conjunto introducir en ellas una cierta purificación, y hasta una elevación incontrovertible Sea lo que fuere lo que se piense del imperio de Constantino y de sus sucesores, era ciertamente mejor, por no decir más, que el de Nerón o de Cómodo. El caballero medieval, sin ser un modelo acabado, manifestaba virtudes que ciertamente no poseían los reitres bárbaros que le habían precedido. Y el humanista cristiano del renacimiento, pese a sus propias limitaciones, hacía enorme ventaja a sus colegas no cristianos.
¿Es pura casualidad el que en nuestros días el hecho de entrar los cristianos, y especialmente los católicos, en los marcos del mundo contemporáneo, parezca hacer más llamativos los defectos que se observaban anteriormente, si no es que todavía añaden ellos algo por su cuenta? Lo que se dice de la prensa o de la información en general ¿no es sencillamente el equivalente de lo que se puede observar en los partidos políticos o en los sindicatos cuanto entran en ellos los católicos? Ya se trate de los «ultras» en el PSU, de la Action Française y el MRP, por no hablar de otros países, del Zentrum germánico de la democracia cristiana italiana o del «revolucionarismo» católico de América del Sur, es difícil librarse de la impresión de que los partidos de signo clerical, inscríbanse a la derecha, a la izquierda o en el centro, se sumergen muy pronto en el irrealismo, el espíritu maniobrero de camarilla, el verbalismo huero o la violencia brutal que son defectos comunes a los partidos modernos y que tales partidos, a menudo, alcanzan los límites de lo grotesco y de lo odioso. Lo mismo se diga de los sindicatos: colonizados por los católicos parecen no tener ya otra alternativa que la de elegir entre el servilismo de los «amarillos» o la demagogia de los «rojos» particularmente frenéticos.
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