Beato Newman
Leyendo todo lo que se ha escrito de Newman a raíz de su beatificación y comparándolo con sus escritos, me pregunto, ¿de verdad han leído a Newman?
Que las cuestiones en religión no son cuestiones indiferentes, sino que influyen en la posición de los que detentan a los ojos de Dios, es un principio sobre el que la fe evangélica se ha desarrollado desde el principio, y sobre el que dicha fe ha sido la primera en desarrollarse. Supongo que en la etapa de la Ley apenas hubo ningún ejercicio de desarrollo, a causa de que la obediencia y el celo del antiguo pueblo se empleó en el mantenimiento del culto divino y el derrocamiento de la idolatría, y no en el trabajo intelectual. La fe es en éste, como en otros aspectos, característica del Evangelio, excepto en lo que se viera anticipada según se acercaba el tiempo. Elías y los profetas hasta Esdras resistieron ante Baal o restauraron el servicio del Templo, los tres jóvenes rehusaron doblegarse ante la imagen de oro, Daniel quería volver su cabeza hasta Jerusalén y los Macabeos rechazaron el paganismo griego. Por otra parte, los filósofos griegos, en efecto, ejercieron autoridad en su enseñanza, reforzando el «Ipse dixit», y exigiendo la fe de sus discípulos, pero, comúnmente, no concedía santidad o realidad a las opiniones, ni las veían desde un punto de vista religioso. Nuestro Salvador fue el primero en «dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37) y en morir por ella, cuando «ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio» (1 Tim 6,13). San Juan y San Pablo, ambos, siguiendo su ejemplo, pronuncian anatema sobre los que negaban «la verdad» o anunciaban otro evangelio» (Gál 1,8). La Tradición nos cuenta que el Apóstol del amor secundó su palabra con la acción, y en una ocasión dejó los baños precipitadamente porque un heresiarca de la época había entrado en ellos. San Ignacio, su contemporáneo, compara los maestros falsos con los perros rabiosos, y san Policarpo, su discípulo, actuó sobre Marción con la misma severidad que la que san Juan había mostrado con Cerinto.
San Ireneo, después de san Policarpo, ilustra la misma doctrina: «Te vi», dice al hereje Florino, «cuando vivías espléndidamente en la Corte Imperial e intentabas hacerte valer ante él. Recuerdo, en efecto, lo que ocurrió entonces mejor que muchos acontecimientos recientes, pues las lecciones de la infancia crecen con la mente y llegan a ser una con ella. Así, puedo nombrar el lugar donde se sentaba y conversaba el bienaventurado Policarpo, sus salidas y entradas, su modo de vida, el aspecto de su persona, sus discursos al pueblo, su familiaridad con Juan, de la que solía hablar, y con el resto de los que habían visto al Señor, y de cómo solía repetir sus palabras, y qué era lo que había aprendido de ellos acerca del Señor… Y a los ojos de Dios puedo protestar de que si aquel Anciano bendito y apostólico hubiese escuchado un tanto de esta doctrina, se habría tapado los oídos y habría exclamado, siguiendo su costumbre: ‘Oh, buen Dios, ¿para qué tiempos me has reservado, para que tenga que aguantar esto?’, y hubiera abandonado el lugar donde estuviera sentado o en pie en cuanto lo escuchase». Parece haber sido desde el principio deber de cada cristiano en particular el atestiguar allí donde estaba en contra de todas las opiniones que eran contrarias a lo que había recibido en su catecumenado bautismal, y evitar asociarse con los que las mantenían. «Tan religiosos eran los Apóstoles y sus discípulos», dice Ireneo tras ofrecer su relato sobre San Policarpo, «que ni siquiera conversaban con los que falsificaban la verdad».
Sin embargo, tal principio podría haber desintegrado la Iglesia más pronto dividiéndola en los individuos de los cuales se componía, a menso que la verdad de la que tenían que dar testimonio, haya sido algo determinado, formal e independiente de ellos mismos. Los cristianos estaban obligados a defender y a transmitir la fe que habían recibido, y la recibían de los dirigentes de la Iglesia. Y, por otra parte, era deber de los dirigentes reconocer y definir la fe tradicional. (…)
Tampoco era ésta la doctrina y la práctica de solo una escuela ignorante de la filosofía. La mente culta de los padres alejandrinos, ciertamente que no mostró gratitud o reverencia a sus pretendidos mentores, sino que mantuvo la supremacía de la tradición católica. (…)Las escuelas de África, Siria y Asia también dan testimonio. (…)
Más aún, está tan claro, o incluso clarísimo, que los cristianos de los primeros tiempos anatematizaron tanto las deducciones adheridas de los artículos de la fe, es decir, los desarrollos falsos, como lo que contradecía a dichos artículos. Y, puesto que la razón que daban comúnmente para usar el anatema era que la doctrina en cuestión resultaba extraña y sorprendente, se seguía que la verdad, que era su contrario, en algún aspecto también resultaba desconocida para ellos hasta ese momento, lo cual también se manifiesta en su perplejidad temporal y en su dificultad para hallar la herejía en casos determinados. «¿Quién escuchó nunca semejante cosa hasta ahora?» dice san Atanasio del apolinarismo; «¿Quién fue su maestro, quién el discípulo? ‘De Sión saldrá la ley de Dios y de Jerusalén la palabra del Señor’; pero, ¿de dónde ha salido esto? ¿Qué infierno se lo ha soltado?» Los Padres en Nicea taparon sus oídos y san Ireneo, como se citó antes, dice que san Policarpo, si hubiera escuchado las blasfemias gnósticas, hubiera tapado sus oídos y deplorado los días para los que fue reservado. Anatemizaban la doctrina, no porque fuera vieja, sino porque era nueva: el anatema no se habría pronunciado si no se hubiera extendido a proposiciones que no recibieron el anatema al principio, pues la misma característica de la herejía es su novedad y su originalidad en su manifestación.
Tal fue la exclusividad del cristianismo de la antigüedad: no me hace falta insistir en la firmeza con que aquel principio había sido mantenido desde siempre, pues el fanatismo y la intolerancia es una de las acusaciones ordinarias que se presentan hoy día tanto contra la Iglesia medieval como contra la moderna.
Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, John Henry Cardenal Newman; Centro de Estudios Orientales y Ecuménicos «Juan XXIII», pp. 355 - 360
3 comentarios
Me he echado las manos a la cabeza cuando se han entresacado, fuera de su contexto, frases del Beato, intentando apoyar esta manía de dialogar sin tratar de convertir a los otros a Cristo: EL Camino, LA verdad, LA vida. No un camino más como otro cualquiera, una verdad como tantas, una vida.
Nada es m´s contrario a este ecumenismo, que todo el pensamiento de Newman, y de los papas desde. He lelgado a contar 46 textos papales, desde Pio VI hasta Pio XII que nada tienen que ver con esta práctica ecuménica que paraliza de facto las misiones.
Me encanta el cuidado puesto en la pulcritud de los textos y su posible desfiguración, espero que sea así en todo tu quehacer bloguero.
Gracias por el superpárrafo de Newman, es un maestro.
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