Herejes antiguos, exégetas modernos
Parece que la escuela antioquena surgió a medidados del siglo III, pero no existen datos para determinar si fue una institución local, o, como es probable, una disciplina o método general o característico de la enseñanza siria. Doroteo es una de sus lumbreras más tempranas y se le conoce tanto como especialista en hebreo como por ser comentarista del texto sagrado, y fue el maestro de Eusebio de Cesarea. Luciano, el amigo del notorio Pablo de Samosata, y separado de la Iglesia durante ters episcopados tras él, aunque después mártir en ella, fue el autro de una nueva edición de la versión de los Setenta y mentor de los principales maestros originales del arrianismo, Eusebio de Cesarea, Asterio, llamado el Sofista y Eusebio de Emesa, arrianos del periodo niceno, y Diodoro, un celoso adversario del arrianismo, pero maestro de Teodoro de Mopsuestia, tienen cabida en la escuela exegética. San Juan Crisóstomo y Teodoreto, ambos sirios, y el primero discípulo de Diodoro, adoptaron el método de interpretación literal, aunque guardándose de abusar de él. Sin embargo, el mentor principal de la escuela fue aquel Teodoro, maestro de Nestoria que acaba de ser mencionado más arriba, y el cual, con sus escritos de Teodoreto contra san Cirilo y la carta escrita por Ibas de Edesa a Maris fue condenado por el V Concilio ecuménico. Ibas fue el traductor al siríaco y Maris al persa de los libros de Teodoro y Diodoro, y así se convirtieron en instrumentos inmediatos para la formación de la gran escuela nestoriana en la lejana Asia.
Se ha dicho que nada menos que diez mil escritos (Tracts) de Teodoro fueron introducidos de esta forma para el conocimiento de los cristianos de Mesopotamia, Adiabane, Babilonia y los países vecinos. Fue llamado por aquellas Iglesias «el Intérprete», en sentido absoluto, y con el tiempo llegó a ser la misma profesión de fe de la comunión nestoriana el seguirle como a tal. «La doctrina de todas nuestras Iglesias orientales», dice su concilio bajo el Patriarca Marabas, «se funda en el Credo de Nicea, pero en la exposición de las Escrituras seguimos a san Teodoro». «Debemos permanecer fieles por todos los medios a los comentarios del gran comentarista», dice el concilio bajo Sabarjesus, «cualquiera que se opusiera a ellos de alguna forma, o piense de otra manera, sea anatema». Nadie desde el inicio del cristianismo, excepto Orígenes y San Agustín, ha tenido tan gran influencia literaria sobre sus hermanos como Teodoro.
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Hubiera sido bueno que el genio de la teología siria hubiera estado siempre en la custodia segura de hombres de la categoría de san Cirilo, san Juan Crisóstomo y Teodoreto. Pero con Teodoro de Mopsuestia, más bien con Diodoro antes que él, se desarrolló en los errores cuyo surgimiento se intuía en Pablo de Samosata. Como su atención estaba dirigida principalmente al examen de las Escrituras, en la interpretación de la Escrituras se descubrió su carácter herético, y aunque la alegoría puede hacerse instrumento para eludir la doctrina de la Escritura, la crítica histórica puede tornarse más fácilmente en el destructor de la doctrina y de la Escritura juntas. Teodoro se sintió a averiguar el sentido literal, un objetivo en el que no podría hallarse falta: pero al guiarse, como es natural, por el texto hebreo en vez del de los Setenta, eso le condujo también a los comentaristas hebreos. Los comentaristas hebreos por supuesto que sugerían acontecimientos y objetos poco evangélicos como cumplimiento de los anuncios proféticos y, cuando era posible, sugerían un sentido ético en lugar de uno profético. Proverbios i cesó de portar un significado cristiano, porque, como mantenía Teodoro, el escritor del libro había recibido el don de la sabiduría y no el de la profecía. El Cantar de los Cantares debía ser interpretado literalmente y después resultó un paso fácil, o mejor necesario, excluir el libro del canon. El libro de Job profesaba ser también histórico, pero ¿qué era realmente sino que un drama gentil? También abandonó los libros de las Crónicas y de Esdrás, y cosa rara, la Epístola de Santiago, aunque formaba parte de la versión Peshitta de su iglesia. Negó que los salmos 22 y 69 [21 y 68] pudieran aplicarse a Nuestro Señor, antes limitó los pasajes mesiánicos de todo el libro a cuatro, de los cuales uno era el Salmo 8 y otro el 45 [44]. El resto los aplicó a Ezequías y a Zorobabel, sin negar que se podrían acomodar a un sentido evangélico. Explicaba las palabras de santo Tomás, «Señor mío y Dios mío» [Jn 20, 28], como una exclamación de alegría, y las de Nuestro Señor, «recibid el Espíritu Santo» [Jn 20,22], como una anticipación del día de Pentecostés. Como podía esperarse negó la inspiración verbal de la Escritura. También sostenía que el diluvio no cubrió la tierra y, como otros antes que él, fue heterodoxo respecto a la doctrina del pecado original, y negó el castigo eterno.
Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, J.H. Cardena Newman; Centro de Estudios Orientales y Ecuménicos «Juan XXIII», Salamanca, 1.997; pp. 303 – 306.
El recientemente beato Newman, no sólo era un gran teólogo cuya figura se agiganta con el paso del tiempo, sino que preconizó lo que vendría después, es decir, la exégesis de nuestros días.
La historia se repite, esta vez como farsa.
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