Exaltación de la Santa Cruz
Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera.
Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí.” Decía esto para significar de qué muerte iba a morir. La gente le respondió: “Nosotros sabemos por la Ley que el Cristo permanece para siempre. ¿Cómo dices tú que es preciso que el Hijo del hombre sea levantado? ¿Quién es ese Hijo del hombre?” Jesús les dijo: “Todavía, por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros.Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas, no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz."Dicho esto, se marchó Jesús y se ocultó de ellos.
Jn 12, 31-36
Conviene, amadísimos, que al contemplar a Jesús levantado en la cruz, no os limitéis a ver en Él lo único que veían los impíos, aquellos a quienes se dirige Moisés cuando dice: «Tu vida está como suspendida ante tus ojos, y tú temerás día y noche, y no creerás en tu vida» (Dt 28,66). La presencia de Jesús crucificado no podía suscitar en ellos más que el pensamiento de su propio crimen. Por eso al verle temblaron despavoridos; mas no con aquel temor que justifica a los verdaderos creyentes, sino con el que atormenta conciencias culpables. Nosotros, empero, cuya inteligencia está iluminada por el espíritu de verdad, debemos abrazarnos con libertad y pureza de corazón a la cruz, aquella cruz cuya gloria resplandece en el cielo y en la tierra, y aplicar toda nuestra atención a penetrar el misterio que el Señor, refiriéndose a la proximidad de su pasión, anunciaba, diciendo: «Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y yo, si fuere levantado, atraeré todo a mí» (Jn 12, 30-32).
¡Oh admirable virtud de la santa cruz! ¡Oh inefable gloria del Padre! En ella podemos considerar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado. ¡Oh, sí, Señor; atrajiste a ti todas las cosas cuando, «teniendo extendidas todo el día vuestras manos hacia un pueblo incrédulo y rebelde» (Is 65,2), el universo entero comprendió que debía rendir homenaje a tu majestad! Atrajiste a ti todas las cosas cuando todos los elementos judíos; cuando, habiéndose oscurecido los astros y trocándose en tinieblas la claridad del día, la tierra fue conmovida por extraordinarias sacudidas y toda la creación se negó a servir a aquellos impíos. Atrajiste a ti todas las cosas, porque, habiéndose rasgado el velo del templo, el santo de los santos rechazó a sus indignos pontífices, como indicando que la figura se convertía en realidad; la profecía, en revelaciones manifiestas, y la Ley en Evangelio.
Atrajiste a ti, Señor, todas las cosas, para que la piedad de todas las naciones celebrase, como un misterio lleno de realidad y libre de todo velo, lo que tenías oculto en un templo de Judea a la sombra de las figuras. Ahora, en efecto, el orden de los levitas brilla con mayor resplandor, y la dignidad sacerdotal tiene una mayor grandeza, y la unción que consagra a los pontífices una mayor santidad. Y esto porque la fuente de toda bendición y el principio de todas las gracias se encuentran en tu cruz, la cual hace pasar a los creyentes de la debilidad a la fuerza, del oprobio a la gloria, de la muerte a la vida. Ahora es también cuando, abolidos ya los sacrificios de animales carnales, la sola oblación de tu cuerpo y de tu sangre ocupa el lugar de todas las víctimas que la representaban. Por eso tú eres «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1,29), y todos los misterios se cumplen en ti de tal suerte, que así como todas las hostias que se te ofrecen no forman más que un solo sacrificio, así todas las naciones de la tierra no forman más que un solo reino.
In Exaltatione Sanctae crucis. Tercer nocturno, oficio de Maitines. Breviarium Romanum.
Traducción: San León Magno, Homilías sobre el año litúrgico. Ed. BAC, pp. 244 – 246
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