La muerte, el alma y la resurrección de los muertos (I)

Introducción.

El problema de la muerte en nuestra sociedad se muestra bajo el signo de una contradicción. Por una parte, la muerte es un tabú, algo que ocultar; por otra, se da un exhibicionismo de la muerte que corresponde exactamente con la destrucción del pudor en los demás terrenos de la vida.

Se puede decir sin ambages que el mundo burgués oculta la muerte. El tabú de la muerte se ve apoyado simplemente por la estructuración exterior de la sociedad, pero también por una postura elitista que se niega a participar en el juego general de esa especie de escondite, intentando superar el absurdo ni más ni menos que mirándole a los ojos (1). Ocurre lo que el filósofo Pieper llama la «banalización» materialista de la muerte, donde la muerte se reduce a un espectáculo: la muerte se presenta de manera trivial, eliminando así la inquietante pregunta que ésta provoca.

Todo esto tiene unas implicaciones importantes para el hombre en su relación consigo mismo y con la realidad. La letanía de los santos explican perfectamente la postura de la fe cristiana al respecto: «De la muerte súbita, libéranos Señor». El salir de este mundo sin estar preparado, es un peligro para la salvación del hombre. Hoy, una letanía del no creyente expresaría algo parecido a esto: Señor, danos una muerte repentina y desapercibida. Que la muerte venga repentinamente, sin tiempo para pensar ni padecer. Lo primero que esto demuestra es que no se ha conseguido anular plenamente el miedo metafísico. Se quisiera domestica, preferentemente, produciendo la muerte misma, haciéndola desaparecer como cuestión que supera la técnica y que atañe al ser hombre como tal. La importancia que indudablemente se da a la cuestión de la eutanasia se basa en que hay que anular la muerte como fenómeno que se me viene encima, sustituyéndola por la muerta técnica que yo mismo no necesito morir. Se intenta cerrarle la puerta a la metafísica, antes que consiga entrar (2).

Porque como señala el Concilio Vaticano Segundo: Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre (3)

La muerte en el Antiguo Testamento.

La idea que Israel tiene de la muerte tiene concomitancias con las concepciones propias de un mundo arcaico, que se sentía seguro en el ámbito de la tribu. Lentamente se hacen sentir los cambios que se van operando de cara a la realidad y que tienen que seguirse de la negación de los dioses míticos y de la creencia en la unicidad absoluta de Yahvéh. Estos cambios se reflejan, en primer lugar, en las escuelas sapienciales que pueden ser consideradas como un paralelo judío respecto a la filosofía griega.

Aparece como la normal realización de la vida el morir «viejo y saciado de vida». El no tener hijos o la muerte muy temprana aparecen como un castigo que alcanza al hombre y anula su participación en la vida. Estos acontecimientos son consecuencia del pecado, de modo que la vida y el concepto de su justicia aparecen intactos.

Por otro lado, los difuntos bajan al sheol, donde lleva una existencia vacía, como una sombra. De hecho, en el sheol los difuntos son reducidos a rephaim (sombras, espectros) (4): allí llevan una existencia vacía.

El muerto está separado del lugar de los vivientes, en una zona donde no es posible la comunicación. El abismo de ese vacío se muestra en que Dios no se encuentra allí: en ese lugar no se le alaba.

Sin embargo este no ser no es la nada total, de ahí que resulte imposible conformarse con la muerte como si fuese algo natural. Es lógico que Israel desarrolle, especialmente en la oración, una fenomenología de la enfermedad y la muerte, que las interprete como fenómenos espirituales. La enfermedad se ve como destrucción de las relaciones de la vida, por lo que finalmente se concluirá que no cualquier tipo de existencia es vida. La vida se da donde no hay enfermedad, soledad y aislamiento. La vida se identifica con la bendición, y la muerte con una maldición. Vida hay donde existe abundancia de plena realización, de amor, de comunidad, vida hay donde se contacta con Dios.(5)

La fe exclusiva en Yahvé, fuente de vida, evoluciona con el tiempo hacia una interpretación más clara de la vida después de la muerte. Si el hombre físicamente vivo puede considerarse muerto a causa de la incomunicación con Dios, ¿no deberá entonces la fuerza de la comunicación de Dios vencer la muerte física? ¿No puede haber vida más allá de la destrucción física, especialmente si está ligada a la fidelidad a Dios, como ocurre en el martirio?

Esta crisis se puede comprobar por ejemplo en los libros sapienciales, en Eclesiastés y Job. Por ejemplo en, Ecl 2,16 la vida y la muerte del hombre no tienen lógica visible. En el Eclesiastés conduce a un profundo escepticismo: todo es vanidad. La vida cae en crisis. Job, por otra parte, es mucho más dramático. En 19,22-25, Job espera en el Dios creído en contra del Dios experimentado, confiándose al desconocido.

Un avance lo encontramos, por otra parte, en el Deuteroisaías, tras la dolorosa experiencia del exilio, tal como se recogen en los cantos del Siervo de Yahveh. Aquí muerte y enfermedad no son castigos por el pecado, sino que pueden representar igualmente el camino de quien pertenece a Dios en cuanto éste, con su sufrimiento, abre a los otros la puerta que da la vida y, en cuanto sufriente se convierte en su salvador.(6)

Los salmos 16 y 73 profundizan y maduran a su manera las experiencias que reverberan aquí. Así en el salmo 16 (especialmente v. 9ss), el salmista dice «por eso se alegra mi corazón y jubila mi alma, y aun mi carne se siente segura. Que no dejarás tú mi alma en el sepulcro, no dejarás que tu santo experimente la corrupción». Más profundo es, si cabe, el salmo 73 (uno de los preferidos de San Agustín), donde el salmista, se enfrenta a la misma problemática que aparece en el Eclesiastés y en Job.: «Pero no, yo estaré siempre a tu lado, pues tú me has tomado de la diestra. Me gobiernas en tu consejo y al fin me acogerás en la gloria. ¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti nada deseo sobre la tierra. Perezca mi carne y mi corazón y el vigor de mi alma, pero mi porción es Dios por siempre. Porque los que se alejan de ti perecerán sin duda. Arruinas a cuantos te son infieles. Pero mi bien es estar apegado a Dios, tengo en Yahveh Dios mi esperanza, para poder anunciar tus grandezas».

Si la comunicación con Dios es la vida y la incomunicación con Él es la muerte, aquí llegamos a las últimas consecuencias en la experiencia concreta del salmista: la comunión con Dios es la realidad.

Queda por visitar un tercer grupo de textos, en concreto los que pertenecen a la literatura martirial. En Dan 12,2 leemos: «Las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para eterna vida, otros para eterna vergüenza y confusión». Aquí nos encontramos con la declaración más importante de la fe en la resurrección de todo el Antiguo Testamento. Este texto se encuadra en las persecuciones que llevó a cabo Antíoco IV Epífanes (167 – 164 a. de C.) Junto a Daniel nos encontramos el libro de la Sabiduría y el segundo libro de los Macabeos. En los Macabeos se recoge y desarrolla la fe de Daniel, dando testimonio que la misma fe se encuentra extendida en la diáspora. Podríamos decir que el creyente, durante la persecución, debe elegir entre la justicia de Yahveh, o su bios. En este caso, la justicia de Yahveh es más importante que su propia existencia biológica. Justicia y verdad de Dios no son ideas sólo, sino realidad propiamente tal. Quien se adentra en ella penetra en la vida. Es lo mismo que expresa el libro de la Sabiduría en 3,1ss y 16,13.

1)Escatología, J.Ratzinger. Ed. Herder, 2ª ed. 2.007, p.90.
2)Ibid., pp. 90-91.
3)GS n.18
4)Cf. Is 14,9; Is 26, 14.19; Sal 88,11; Pro 2,18; Pro 9,18; Pro 21, 16.
5)Ratzinger, op.cit. p.101.
6)Ibid., p. 105.

Los comentarios están cerrados para esta publicación.