Pequeños éxitos de la evangelización
Camino de Gaza (IV). Como contraste con el relato de ayer de Óscar, hoy les ofrezco dos relatos con pequeños éxitos de evangelización. Por supuesto, no son “mejores” que la historia de Óscar: a veces Dios permite ver los frutos y otras veces no, teniendo en cuenta lo que necesita la persona que evangeliza.
Como verán, los dos ejemplos son de evangelización en países tradicionalmente cristianos, en los cuales la fe resulta ya algo nuevo y casi desconocido para mucha gente. Además, los dos son buenos ejemplos de la “necedad de la predicación”, que no necesita mucha sabiduría humana para tocar el corazón de la gente, sino el poder de la gracia de Dios.
Como otras veces, invito a los lectores que tengan sus propios relatos de evangelización, por breves que sean, a que me los envíen a mi correo electrónico, para que podamos publicarlos en esta sección:
espadadoblefilo @ hotmail.com
(sin los espacios).
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En los principios de los años 90, vivíamos en mi tierra, Veracruz, y éramos parte del movimiento de la Renovación Carismática, en la Iglesia que atienden los Agustinos Recoletos. Para festejar Pentecostés, nos reunimos en un local donde todo fue alabanzas y alegría.
Unos amigos y mi familia estábamos cerca de uno de los frailes, que actualmente es Obispo en Costa Rica y es nacido en España, cuando una señora se acercó a él y le dijo que ella era de una pequeña población a 45 minutos de ahí, pero que las sectas habían afectado el ambiente del lugar. Además, el sacerdote, por tener que cubrir varias poblaciones los atendía con cierta irregularidad.
El fraile nos invitó a los más cercanos en ese momento a que tratáramos de resolver esta preocupante situación. Nos reunimos y nos organizamos para recorrer cada semana los kilómetros y estar presentes allí. Así pues, hablamos con el sacerdote que atendía el lugar, que nos dio permiso. Comenzamos con la lectura del Nuevo Testamento y empezaron asistir señoras y algunas jóvenes. Para Navidad, organizamos un rosario con la hija disfrazada de Maria y el hijo de Jose sobre un burro. Al inicio, íbamos algo solos, pero al final muy concurrido porque obsequiamos antojitos y refresco.
Así continuamos otro año y el Señor nos permitió ver como el día de San Francisco hubo confesiones, primeras comuniones, bautizos y confirmaciones. La Palabra no se pierde, germina y florece.
José de Maria
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Hace algunos años, hubo en Ámsterdam un encuentro de miembros del Camino Neocatecumenal de todo el mundo, para preparar la futura Jornada Mundial de la Juventud con el Papa.
Como sucede a menudo en el Camino, no se quiso que el encuentro sólo fuera un encuentro sino que se pensó que ya que se hacía el viaje hasta Holanda, sería una buena idea aprovecharlo para la Evangelización. Para ello, se sortearon ciudades europeas entre los distintos autobuses que acudían al encuentro. A nosotros, nos tocaron un pueblo holandés y una ciudad francesa, cuyos nombres no vienen al caso.
¿Cómo plantearse el evangelizar en una ciudad extraña, contando solamente con un día para ello? Como buenamente pudimos. Todos los del autobús nos pusimos a recorrer la ciudad en grupo, con una gran pancarta del Encuentro con el Papa, que mostraba un icono de Cristo y una frase del Evangelio. Íbamos cantando salmos e himnos hasta que llegábamos a un sitio con bastante gente, como una plaza o el paseo marítimo. Allí parábamos y, alguno de nosotros (con traductor cuando era necesario), contaba por el micrófono su experiencia de cómo había llegado a la fe y los milagros que Dios hubiera hecho en su vida. Después volvíamos a cantar y otro testimonio o quizás el rezo de una oración. Al cabo de un rato, nos poníamos de nuevo en marcha hasta que encontrásemos otro lugar apropiado.
Mientras tanto, el resto aprovechábamos para hablar personalmente con algunas de las muchas personas que se acercaban a contemplar el barullo, para ofrecerles nuestra propia experiencia y escucharles. Conscientes de que nosotros sólo íbamos a estar allí un día, invitábamos a todos a ir a rezar unas vísperas esa tarde a la parroquia del lugar, para que nuestra evangelización no fuera “por libre”, sino en colaboración con la iglesia local y con una posibilidad de continuación.
Les voy a contar sólo cuatro casos que me llamaron la atención. En Holanda, me acuerdo de tres señoras, muy mayores, que se me acercaron conmovidas para darnos las gracias (en una mezcla de alemán y holandés), porque les había impresionado ver a tantos católicos, tan alegres y tan jóvenes. Me decían que sus iglesias estaban vacías y que nunca se veían jóvenes en ellas, así que habían recibido una nueva esperanza al vernos cantar y hablar de Dios con alegría. Se las veía contentísimas a ellas también, porque el gozo en el Señor es contagioso.
En Francia, una pareja de chicos jóvenes agnósticos, después de oír que el Hijo de Dios había dado la vida por ellos y que Dios les amaba gratis, estuvieron largo rato contándome sus sufrimientos, dificultades y desesperanzas. Me sorprendió profundamente, porque eran el tipo de cosas que uno nunca contaría a un extraño, pero aquella pareja había notado que estábamos allí por ellos, sin recibir nada a cambio, es decir, que nos importaban de verdad aunque no los conociéramos. Para mí fueron un claro signo de que el mundo se muere sin Dios, de que la gente está llena de sufrimientos, heridas y oscuridades y busca desesperadamente a alguien que le muestre la misericordia de Dios.
Un musulmán muy delgado quedó también en mi memoria, porque estaba cojo y, aún así, estuvo siguiéndonos durante todo el día, atravesando la ciudad, mientras arrastraba la pierna y escuchaba con muchísima atención. Ni siquiera cuando terminamos quiso irse, así que estuve tomando un café con él y tuve la oportunidad de charlar un rato. Estuvo contándome que le fascinaban las bienaventuranzas, porque no había oído algo así en ningún otro lugar y le encantaba escuchar que Dios iba a hacer felices a los pobres y a los que sufrían.
Finalmente, lo que más me gustó de aquel día tuvo lugar en las Vísperas rezadas en la parroquia a la que habíamos invitado a todos. Detrás de mí, se sentó una señora a la que yo no había visto en todo el día. Cuando aún no habíamos empezado, se inclinó hacia adelante y me dijo: “¿Sabes por qué estoy aquí? Habéis pasado por delante de mi casa y, cuando oí el alboroto, me asomé al balcón a ver qué pasaba. Al veros cantar y al escucharos, he sentido que no estabais allí por casualidad, que Dios os había enviado para mí. Hacía 20 años que no pisaba la iglesia, porque mi familia está enemistada con los sacerdotes, pero me he dado cuenta de que Dios os había enviado para hablarme, así que aquí estoy".
Quizá a los lectores no les parezca mucho, pero, para mí, estas cosas hicieron que el viaje y todo el ridículo sufrido merecieran la pena.
Bruno
5 comentarios
Muchas gracias.]
Un saludo a todos.
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