Al escribir el domingo un artículo sobre San Francisco Javier, patrono de las misiones, me acordé de una historia que me contó, hace tiempo, un novicio comboniano. Antes de relatarla, quiero decir que los Misioneros Combonianos siempre me han caído simpáticos, porque de niño estuve suscrito durante años a Aguiluchos, una revista misionera que publicaban y que, al menos en aquella época, era excelente. Por lo que sé, es muy probable que la historia sólo transmita la opinión de este novicio y de los protagonistas de la misma y no refleje en absoluto la forma habitual de actuar de estos Misioneros.
Según me decía este novicio, su congregación había fundado un dispensario médico en una aldea perdida de algún rincón de África. Por decisión propia, no hablaban nunca de Dios a los nativos, sino que se limitaban a prestar servicios médicos al que los necesitaba y a inculcar normas de higiene y sanitarias a los pacientes.
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