Mi Señor, el gran Poeta
En una iglesia en la que suelo rezar todos los días, hay un gran Cristo crucificado sobre el altar mayor. Es un Cristo enjuto y con cara de castellano viejo. Sufriente, el pelo empapado en sudor y las costillas bien marcadas, pero sereno y con los golpes y llagas apenas sugeridos. Moderno, pero devoto y de talle elegante, con un leve toque de la curvatura de los antiguos crucifijos de marfil.
Por alguna razón, siempre le he atribuido en mi mente a ese Cristo en particular la advocación de “mi Señor, el gran Poeta”. No es, ni mucho menos, la imagen más bonita que he visto, pero tiene la virtud de hablarme del más hermoso de los hombres, como dice el salmista, del amado de mi alma, como suspira el Cantar de los Cantares. Cuanto rezo ante él, de algún modo, mi alma se llena de la hermosura de la creación, que refleja la Belleza eterna del Verbo de Dios, y me alegro y siento nostalgia por el recuerdo de cosas que aún no he visto y que me esperan en el cielo.