Generalmente, nos planteamos la Cuaresma como una carrera de obstáculos, un tiempo de dieta espiritual o un conjunto de buenos propósitos. Casi inevitablemente, cuando llega el final de esa Cuaresma y los propósitos cumplidos, los obstáculos saltados o los kilos espirituales perdidos son escasos o no existen, sentimos que hemos perdido el tiempo, que la Cuaresma ha pasado y no ha sido más que un desastre, porque seguimos siendo los mismos orgullosos, iracundos, perezosos y envidiosos de siempre.
Gracias a Dios, la Cuaresma no es eso. Los sacrificios, las limosnas y los rezos no son pruebas superadas ni propósitos que nos hacen mejores si los cumplimos. Se parecen, más bien, a los cinco panes y dos peces del muchacho que Jesús multiplicó para dar de comer a miles de personas. Esos panes y peces eran radicalmente insuficientes y habrían seguido siéndolo aunque el chico hubiera traído ocho, doce, veinte o solo un mendruguito. Pero Jesús quiso que el muchacho se los entregara porque lo amaba infinitamente y deseaba asociarlo al milagro que iba a realizar.
Lo mismo quiere hacer con nosotros en esta Cuaresma. El milagro de la conversión es de Dios, nosotros podemos hacer poco más que estar allí y ponernos en sus manos. Todos nuestros sacrificios, propósitos, ayunos y limosnas son como ir a una guerra atómica armados con un cortaúñas y una cacerola en la cabeza: radicalmente insuficientes. Pero Dios quiere que vayamos al combate, que nos presentemos a la lucha aunque seamos derrotados una y otra vez. Es más, a menudo quiere precisamente que seamos derrotados una y otra vez, porque eso es lo que necesitamos para aprender que el milagro de la conversión es suyo y no nuestro, que él es Dios y nosotros no.
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