Torrentes en el desierto y un Dios que no se deja domesticar
El otro día, rezamos en la Liturgia de las Horas un salmo que dice “Que el Señor cambie nuestra suerte como los torrentes del Neguev” (Sal 126,4). En general, esta frase pasa desapercibida, como tantas otras, porque no conocemos Tierra Santa, ni el Antiguo Testamento. Además de que, como buenos habitantes de la ciudad, probablemente no sepamos ni lo que es un torrente.
Neguev significa “seco” o “árido”. Es un desierto, justo al sur de Jerusalén, que ocupa más de la mitad del territorio de Israel (de hecho, en la Biblia muchas veces se traduce simplemente como “Sur”). Si uno se coloca en un lugar alto al sur de Jerusalén, puede contemplarlo: una enorme extensión árida y seca. No es un desierto de arena, como los de las películas, sino un desierto de rocas y cauces secos hasta donde alcanza la vista, con unos cuantos matojos grisáceos y arbolillos retorcidos que acentúan aún más la sequedad de esa tierra. Sólo verlo de lejos, hace que uno, inconscientemente, eche mano a la botella de agua que lleva en la mochila.
No siempre es así, sin embargo. Tras el verano, cuando más seco está el desierto y más agrietada y sedienta está la tierra, cae la lluvia sobre las montañas y, de pronto, surgen los torrentes. Es decir, lo que eran cauces totalmente secos se llenan con riadas de agua de la noche a la mañana, que arrastran a su paso todo lo que encuentran, incluso inundando zonas muy amplias. Donde no había ni una gota de agua, de golpe pasa un río caudaloso y de aguas violentas y peligrosas, que hacen un ruido atronador. De hecho, no hace mucho murieron dos personas en una de estas riadas, ahogadas en el desierto. Gracias a esas aguas, en unos pocos días, el aspecto del Neguev se transforma, cubriéndose de flores.


Hace años, visité Roma justo cuando estaba siendo restaurada la Capilla Sixtina. En aquel momento, una mitad del techo estaba restaurada y la otra mitad seguía sin restaurar, con lo cual se podían apreciar muy bien las diferencias. Francamente, sin querer menospreciar la labor de los restauradores, era mucho más bonita la parte sin restaurar. Los años le habían proporcionado una pátina de antigüedad que hacía más sutiles los colores (en lugar de los chillones naranjas y azules de la restauración), fundía unas figuras con otras y, en general, otorgaba una cierta profundidad al conjunto.
A mi juicio, uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es que los cristianos estamos acomplejados por una sociedad hostil y nos avergonzamos de ser católicos. Y, en consecuencia, nos da vergüenza hablar como católicos y utilizamos un lenguaje políticamente correcto y lo más insustancial posible. Basta leer buena parte de los documentos de los obispos que, superficialmente, son indistinguibles de los comunicados de los políticos. Hablamos como habla el mundo y podríamos sospechar que eso se debe a que pensamos como piensa el mundo.









