El Gran Libro de Aventuras y Curiosidades
Una de las cosas que echo de menos de cuando era pequeño es que, de alguna forma, las cosas eran más reales. Una tarde, un domingo o un verano consistían en que los niños nos ensuciábamos, salíamos a la calle o al campo, subíamos a los árboles y a las rocas, leíamos libros que se podían tocar y oler, montábamos en bicicleta, intentábamos sin éxito cazar un pájaro o una lagartija, nos rompíamos de vez en cuando un brazo, cogíamos peces y renacuajos, nos peleábamos, cantábamos, tirábamos piedras, volvíamos a nuestras madres con heridas en las rodillas… No sigo, que me puede la nostalgia.
Ahora da la impresión de que la vida de los niños es cada vez más electrónica, a menudo para mal. También es menos peligrosa, con innumerables medidas de seguridad que, a la vez que protegen, también atan y limitan. La técnica nos ha traído grandes ventajas y, sobre todo, comodidades, pero también nos ha separado de la realidad, encerrándonos en mundos virtuales. Los juegos se han ido haciendo cada vez menos reales, para hacerse más seguros y adictivos. No todo es malo, ciertamente, pero ¡cuánto hemos perdido!
La buena noticia es que no tiene por qué ser así. Está en nuestras manos que nuestros hijos no vivan encerrados en un mundo virtual, que no tengan los ojos pegados a pantallas, que admiren y se adentren en el maravilloso mundo que Dios ha creado. En ese sentido, me enorgullece anunciar que, para ayudar a los padres, hemos publicado en Vita Brevis un precisamente para eso, el Gran Libro de Aventuras y Curiosidades para Niños y Jóvenes. Es, me parece a mí, un soplo de aire fresco, que tanta falta nos hace.
El libro invita a niños y no tan niños a dejar las pantallas y asomarse al mundo real, con valentía y curiosidad. ¿Cuántos chicos de hoy en día han aprendido a construir una cabaña con sus propias manos, silbar con los dedos, preparar una mochila de supervivencia, montar a caballo, fabricar una estantería o encender una hoguera? Estas cosas y muchas más, que antaño habrían parecido normales, casi se han vuelto inimaginables para gran parte de los niños. Pues bien, aquí están, recogidas con sencillez y claridad, esperando a que niños y jóvenes se atrevan a probar.
Por supuesto, también hay espacio para temas intelectuales igualmente fascinantes, como la inteligencia artificial, componer una dedicatoria, la escritura de novelas, Isabel la Católica, Demóstenes, Blas de Lezo, el acto de contrición o la vida en otros planetas y el autor dedica capítulos a la verdad, la amistad o la inmensidad del universo. Porque ¿de qué sirve aprender a escribir una novela o pintar un cuadro si no apreciamos la belleza? ¿Y qué sentido tiene trepar un árbol si no nos damos cuenta del privilegio que es poder hacerlo? El libro está destinado a despertar de mil maneras algo que el mundo moderno parece haber olvidado: el deseo de aventura y la sed de belleza y conocimientos,
El Gran Libro de Aventuras y Curiosidades es físicamente grande y de tapa dura. Tiene 101 capítulos repartidos en casi 400 páginas, que no prometen la satisfacción inmediata de un videojuego ni la admiración de las redes sociales. Lo que ofrecen es algo mucho más valioso: una infancia y juventud llenas de descubrimientos, recuerdos que se quedarán para siempre, y una preparación para la vida que no se aprende en una pantalla ni en un pupitre. Es, en definitiva, una invitación a tomarse en serio la vida con la libertad propia de los hijos de Dios.
Si tienen hijos, nietos o sobrinos, háganles este regalo por Navidad. En el mejor de los casos, aprenderán a ver la vida de forma diferente. Como mínimo, les hará sonreír y pensar. A mis hijos les ha encantado.
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Para comprarlo:
11 comentarios
- El precio es más que razonable para un libro de cuatrocientas páginas y tapa dura: 19,99 euros.
- El autor es mi hermano Alejandro. Así que los lectores podrán comprobar fehacientemente lo que ya sospechaban desde hace tiempo: soy el más torpe de mi familia.
desde que desapareció la gran enciclopedia de los jóvenes castores ya nada volvió a ser lo mesmo.
Incluso los niños más formalitos, menos manitas y poco dados a aventuras, teníamos que correr algunos peligros. Yo fui introvertida, ma non troppo, así que tenía que hacer cosas que no me salían espontáneamente, como subirme a un manzano, por ejemplo, echando un ojo por si venía el casero, lo cual llevaba incluido rasponazos o alguna que otra rotura de huesos.
Eso sí, cuando me rompí la clavícula no me atrevía a decírselo a mi madre, hasta que intentó que levantara los brazos para ponerme un jersey y solté un grito supersónico. Los niños no teníamos "derecho" a rompernos un hueso, ni a casi nada, así que si ocurría incurrías en molestias para tus padres, cosa que debía ser evitada a toda costa.
Eso marca carácter, así que, a años luz de mi infancia, todavía aguanto los dolores de las caídas con estoicismo porque siempre puede haber alguien a mi alrededor al que moleste el percance.
Si Hipócrates decía: "lo primero no dañar", yo tenía el mandamiento de "lo primero no alterar la vida ajena".
"desde que desapareció la gran enciclopedia de los jóvenes castores ya nada volvió a ser lo mesmo"
Justo estaba pensando en ella cuando escribí el artículo. ¡Cuánto me gustaba!
"En realidad mis padres no sabían por dónde andaba, excepto a la hora de la comida, de la merienda y de la cena"
Es curioso que nunca se ha hablado más de libertad y nunca hemos tenido tan poca.
"Incluso los niños más formalitos, menos manitas y poco dados a aventuras, teníamos que correr algunos peligros"
Sí, yo era más bien de esos.
"subirme a un manzano, por ejemplo, echando un ojo por si venía el casero, lo cual llevaba incluido rasponazos o alguna que otra rotura de huesos"
Yo me rompí el brazo subiéndome a una gran roca, pero también podía habérmelo roto cuando trepaba a algún árbol. Merecía la pena.
"no me atrevía a decírselo a mi madre, hasta que intentó que levantara los brazos para ponerme un jersey y solté un grito supersónico"
Eso ya no lo puedo igualar y no dudo de que marque carácter. Siempre he sido muy blandito.
Para hacer una cabaña hay que cortar ramas, y eso en algunos sitios puede estar prohibido y ser objeto de multa, incluso aunque se realize en terrenos públicos.
En muchos lugares no se puede acampar, aunque si vivaquear.
Y de hacer fuego ni hablamos. Es preciso conocer muy bien las limitaciones para ello. Y si hablamos de supervivencia, y de buscar comida, incluso coger ciertas plantas comestibles esta prohibido, o esta acotado como por ejemplo las setas. Hoy es todo mucho mas complicado. En cualquier caso todo lo que sea ayudar a conectar a los niños con la realidad y la naturaleza no solo es divertido sino que ademas es una de las mejores educaciones.
Entonces yo, echando mano de mis conocimientos de física, pensé que todo cuerpo que se hunde en el agua acaba saliendo a la superficie más tarde o más temprano. Así que me tiré y, efectivamente, salí a la superficie, pero me pareció que había transcurrido una eternidad. La playa estaba cerca y salí como pude, a lo perro. Gracias a Dios mis padres no se enteraron nunca porque estaba con unas amigas.
Yo, gracias a Dios, tenía una salud de perro, pero mi hermano sí se enfermó y no fue poca cosa.
Todos teníamos conocidos que se enfermaron, manos o pies afectados por la poliomelitis, e incluso algunos que murieron. Estoy hablando de la postguerra, que supongo ahora parecería durísima, pero que entonces fue lo que había. Eso sí, fabricabas anticuerpos y fortalecías las defensas de tal manera que los pobres gringos en Perú tenían que comer sus paquetitos traidos de Oklahoma, mientras que yo comía un cui envuelto en papel de periódico y comprado a un indio en un mercado, sin que me afectara lo más mínimo.
Nunca me pareció raro que Pizarro hubiese conquistado el Perú sin demasiados problemas de salud porque a mí ni me afectó el soroche ni ninguna otra cosa. Entonces todavía la salud dependía más de tu organismo que de la medicina.
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