Tener fe es creer en lo que no se ve, pues de lo contario, sería certeza. Dicen que la fe es un don gratuito que concede el Señor, pero en tal caso, ese Dios resulta bastante arbitrario, a juzgar por lo mal repartida que está la fe, pues, de hecho, nos encontramos por la vida con personas muy creyentes y, justo a su lado, con ateos recalcitrantes, de lo que se deduce claramente que el factor humano resulta decisivo en el asunto de las creencias religiosas.
Yo tiendo a pensar que, en la fe, influye la educación que, con respecto a ella, nos ofrecieron nuestros padres y, desde luego, el propio acontecer vital de cada uno: unos buenos maestros, unos buenos amigos, un buen párroco y un horizonte en la vida diáfano, pueden facilitar la cristalización de una fe sólida. Por el contrario, el mal ejemplo de los cristianos que nos rodean, o un buen batacazo en el transcurrir de nuestra existencia, pueden dar al traste con la fe de cualquiera, por muy arraigada que ésta pudiera parecer. Sobre esto último, siempre recuerdo algo que sucedió cuando yo era estudiante: un joven conocido, de tan sólo 18 años, murió en un desgraciado accidente de tráfico; recuerdo, ya digo, a la madre de este chico dejar de realizar cualquier práctica cristiana, incluida la asistencia a misa, pues argumentaba esta señora, embargada por una amargura infinita, no poder creer en un Dios que permitía que la vida de un joven bueno (y su hijo en verdad lo era), fuera cortada de raíz, dejando a una familia destrozada para siempre. Nadie tenía derecho a juzgar a esta mujer, ella era libre de tomar sus propias decisiones, y a los demás sólo nos quedaba quererla, apoyarla y respetar, su silencio o su rabia, según el momento.
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