Elogio alegre del sacerdocio recibido
Era la mañana, fiesta de Santa Catalina de Siena, la gran doctora de la Iglesia. Era el segundo domingo de Pascua de Resurrección. En una sencilla ciudad un grupo de jóvenes iban a ser ordenados sacerdotes. Presurosos, acompañados de la familia, acudían a la iglesia catedral, donde el obispo residencial les iba a imponer las manos para hacerlos sacerdotes in aeternum, e iba a ungirles las manos para que pudieran hacer todos los sacramentos en memoria del único y eterno Sacerdote, Jesús de Nazaret.
La ceremonia fue espléndida. Aquella catedral, joya del arte hispano, acogía, una vez más, una celebración de la ordenación sacerdotal de unos hijos de la diócesis para ser unos sencillos trabajadores de la viña del Señor. La multitud de sacerdotes concelebrantes daba a conocer a todo el pueblo cristiano que allí estaba reunida la fraternidad sacerdotal que acogería a unos nuevos hermanos en la misión de regir, enseñar, y santificar al pueblo de Dios, allí congregado y presidido por el sucesor de los apóstoles, el obispo.
Llegaron los momentos cumbres de la liturgia: el obispo les impuso las manos, se las ungió, los hermanos presentes les impusieron también las suyas, en señal de aceptación en la viña del Señor; llegado el momento de la consagración del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, las manos temblorosas de aquellos jóvenes decían por primera vez las palabras de Jesús en la última cena del Señor con sus apóstoles y por el misterio de la transsustanciación aquel pan pasó a ser el Cuerpo de Cristo, y aquel vino pasó a ser la Sangre de Cristo.
Tras comer el Cuerpo y la Sangre de Cristo, aquellos jóvenes lo dieron a los fieles cristianos, empezando por los padres, familiares y amigos. Terminaba la gran ceremonia, el tiempo se hizo muy corto. El obispo recordó la promesa de obediencia que habían realizado a él y a sus sucesores. Solamente les pidió que fueran fieles siempre al Sumo y Eterno Sacerdote; y que lo hicieran con sus palabras y sus obras.
Aquellos jóvenes, hoy hombres maduros, continúan siendo trabajadores de la viña del Señor. Y lo siguen haciendo como el primer día: con la mirada puesta siempre en el Señor y en el pueblo cristiano a quien se debe santificar con los sacramentos, regir con el pastoreo sencillo y enseñar con la explicación de la Palabra de Dios. Y así hasta el final de la vida por esta tierra, y por esta Iglesia de Cristo, hasta que el Señor los llame a la casa del Padre, en el Reino de los Cielos.
Tomás de la Torre Lendínez