El obispo capellán de la cárcel de Melilla
Entre los obispos que he tratado y trabajado a su lado tengo una honda experiencia. Algunos descansan en la paz del Señor. Otros están aún dando hasta los últimos chorros de su vida, aunque ya no cumplan más los ochenta años.
Uno de ellos es monseñor Buxarrais, obispo emérito de Málaga, quien de forma inesperada presentó en Roma la jubilación donde se la aceptaron de un plumazo.
Don Ramón, como él quería que le llamara, es un catalán abierto, formado para la universalidad. Su paso por tierras de misión marcaron su carácter, su teología y su porte. Lo conocí en la sede malagueña. El trabajo en común era de contenido interdiocesano, algo muy propio de aquella Iglesia de los años ochenta del siglo pasado.
Monseñor Buxarrais coordinaba, dentro de la Provincia Eclesiástica de Granada, la pastoral de los medios de comunicación social. Ahí le conocí, le traté, le escuché y le aconsejé en algunos momentos de las reuniones colectivas sobre el grave papel de la Iglesia en los medios informativos.
Siempre encontré un hombre sencillo, con cierta timidez, nunca perdió los nervios con nadie, sabía capear las reuniones de trabajo con una diplomacia a la catalana, mezclada con un humor rápido e inteligente.
En aquellos años sus Cartas a Valerio, a quien nunca logré conocer a pesar de haberle pedido información sobre él, junto a sus homilías en la catedral malagueña, y sus cartas pastorales, eran aireadas por los medios de comunicación social de una forma clara. El eco de sus opiniones pasó a ser cabecera de diarios de gran tirada.
Una mañana de septiembre escucho la radio y encuentro su jubilación. Más tarde su marcha a Melilla, donde sigue entregado a la pastoral de niños huérfanos, de presos, inmigrantes, y demás necesitados.
Nunca más he hablado con él. He preguntado a compañeros sacerdotes de Málaga por él y ellos me han informado. Ahora lo encuentro concediendo una entrevista a un diario melillense. Sigue siendo el de siempre: ejerce de catalán, pero nunca habla más de lo que debe, aunque le pongan el pico de la muleta para que embista.
He pensado que su rápido paso de España a África, de Málaga a Melilla, vino cuando reconoció que la Iglesia de España comenzaba a transmutarse, a cambiar, a buscar otro rostro, a seguir las pautas del pontificado de Juan Pablo II. Don Ramón no se veía siendo un obispo de los parámetros que marcaba la Santa Sede.
Siguió el camino él solo. Una supuesta o real hernia discal, al parecer, tuvo la culpa. Solamente él conocerá sus verdaderos motivos.
Hoy lo recuerdo con un sabor dulce y amargo. Dulce porque siempre me trató con exquisito respeto al que yo respondí con la misma moneda. Amargo porque nunca sabremos cómo hubiera sido su pontificado episcopal si lo hubieran llevado hasta Cataluña, donde él tenía puestas todas sus esperanzas de ascenso.
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Tomás de la Torre Lendínez
9 comentarios
No me cuadra que monseñor Buxarrais tuviese esas "esperanzas de ascenso" que usted dice, P. Tomás, que es el pecado del multitud de eclesiásticos, como el mismo Benedicto XVI ha recordado.
Más bien veo en Buxarrais un clérigo humilde, que supo alejarse del mundanal ruido.
A otros clérigos, por lo visto, sí que les va el mundo y sus ruidos, donde depositan todas sus esperanzas.
En cuanto a que Monseñor Buxarrais hubiera sido destinado a una diócesis catalana, no quiero ni pensarlo: se hubieran juntado el hambre con las ganas de comer.
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Igualmente, conchi. Felices Pascuas. Y un año lleno de bondades.
Tomás
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