La necesidad de la fe en Cristo para la salvación

José de Acosta, S.I.El pasado 14 de septiembre defendí con éxito mi tesina de licenciatura en teología dogmática en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima. El trabajo fue dirigido por el Dr. Gustavo Sánchez Rojas.

Presento, a continuación, el texto que preparé para la defensa de la tesis, en el que resumo la problemática principal tratada en mi trabajo. Por supuesto, faltan muchas precisiones importantes que hago en el cuerpo del escrito principal.

El texto principal del P. José de Acosta, S.I., su De procuranda indorum salute, puede encontrarse aquí, aunque la traducción no es la mejor, y no es la usada en mi tesis.


La necesidad de la fe explícita en Cristo para la salvación en el P. José de Acosta, S.I.

Vida y obras del P. Acosta

El P. José de Acosta es uno de esos jesuitas del s. XVI de los que sorprende considerar el alcance de las empresas llevadas a cabo en su vida, en comparación con los pocos años dedica­dos a las mismas. Nacido en 1540, recibió la ordenación sacerdotal a los 27 años, y fue enviado al virreinato del Perú a media­dos de 1571. Durante los escasos treinta años que le restarían a su vida pastoral hasta su muerte, acaecida en el 1600, dejó una huella imborrable en la evangelización de América. Hay que tener en cuenta que en la última década tuvo una actividad muy limitada, debido a las consecuencias personales que le supuso su participación en la controver­sia entre los memorialistas y el General Aquaviva. Siendo el segundo Provincial de la Compañía de Jesús en el Perú, tuvo que organizar la Primera Congregación Provincial, que marcaría las líneas de toda la futura pastoral americana de la nueva Orden, fundada por San Ignacio de Loyola pocas décadas antes. Fue decisivo para el inicio de la doctrina de Juli, que sería el patrón que seguirían posteriormente las famosas reducciones jesuitas en América. Después, en el III Concilio Limense (1582-1583), fue la mano derecha de Santo Toribio de Mogrovejo, que lo puso al frente de los teólogos y como secretario de la que fue la más importante asamblea pastoral de la Iglesia en América. En sus decretos se pueden rastrear con facilidad las intuiciones pastorales y las certezas teológicas de Acosta, que se plasmaron posteriormente en los importantes documentos misionales emanados del Concilio, que pueden considerarse de la autoría de nuestro teólogo, en cuanto director de las comisiones de redactores y traductores. Fue eficaz defensor de los decretos del Concilio ante el Rey y el Romano Pontífice, contra las fuertes oposiciones que surgieron de distintos sectores, logrando finalmente su aprobación y publicación. Mientras tanto, nunca cesó en su actividad de docencia y predicación, que le ganaron gran fama entre sus coetáneos. Y, como fruto de sus viajes y conocimiento del mundo ameri­cano, pudo publicar una Historia Natural y Moral de las Indias (1590) que, además de inaugurar un nuevo género literario, fue fundamental, y lo es aún hoy, para el conocimiento de la historia y costumbres de los pueblos americanos.

Queremos poner la atención en la que puede considerarse su obra más impor­tante y que, habiendo sido redactada al inicio de su labor pastoral (1576), marcó las líneas de todas sus actuaciones futuras. Nos referimos a su manual misionológico — uno de los primeros en su género en la modernidad — titulado De procuranda indorum salute. Es un alegato decidido sobre la importancia de procurar ante todo la salvación de los indios americanos, como objetivo fundamental de la labor de la Igle­sia en América. Examina críticamente el trabajo hecho hasta el momento, con sus luces y sombras, sin temer entrar en los asuntos más espinosos, como el de los títulos que justifican la conquista. En muchos de estos temas sigue la estela de los grandes maestros de la Escuela de Salamanca, especialmente de Francisco de Vitoria, O.P. Pero en un capítulo decisivo de su libro, que es el que nos interesa hoy, no duda en enfrentarse a él y a sus discípulos en un tema que llegaría a constituir una «cuestión celebérrima» — así la llamó Domingo de Soto, O.P. -— en la escolástica de ese siglo y del siguiente. Se trata de la cuestión de la necesidad de la fe explícita en Cristo para la Salvación.

Doctrina de Santo Tomás sobre la necesidad de la fe

Aclaremos algunos conceptos antes de entrar en la exposición de la argumenta­ción de Acosta. Que el acto de fe sobrenatural es necesario para la justifica­ción del adulto es algo sostenido unánimemente por la Tradición de la Iglesia, desde la Sagrada Escritura y los Santos Padres, y definido por el Concilio de Trento. La sentencia bíblica fundamen­tal es aquella tomada de la Carta a los Hebreos en la que se lee que «[a Dios] sin fe es imposible complacerlo, pues el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan» (Heb 11,6). San Agustín insistía en que todos los considerados justos incluso antes de la Encarnación habían tenido fe en Cristo. La manera como esto puede ser posible es explicada por Santo Tomás de Aquino, que distingue entre fe implícita y fe explí­cita. Dice Santo Tomás que se puede tener fe sobrenatural implícita en proposiciones que están contenidas en otras en las que se cree explícitamente (cf. De ver., q. 14, a. 11). Así, el que cree en Dios y en que es remunerador, creerá implícitamente en artículos de la fe que se encuentran contenidos en estos dos fundamentales, como la Trinidad o la Encarnación de Cristo (cf. STh II-II, q. 1, a. 7). Ahora bien, aunque se puede conocer por medios naturales que Dios existe, e incluso que es justo y remunerador, para la justificación no basta un conocimiento por la razón (cf. STh I-II q. 113, a. 4), sino que es necesario un conocimiento de fe sobrenatural que, según el mismo Doctor Angélico, tiene por causa a Dios tanto en el asentimiento como en la propuesta del contenido a creer, recibido de forma inmediata o mediante un predi­cador (cf. STh II-II, q. 6, a. 1).

Cuando Santo Tomás se pregunta cuáles son los contenidos mínimos necesarios para el acto de fe que forma parte de la justificación, responde que varían en función de las épocas. Antes de la predicación del Evangelio, los mayores en el pueblo de Dios eran justificados por el conocimiento, no sólo de los dos principales artículos de la fe, sino también por el de la Encarnación de Cristo y de la Trinidad, contenidos en las profecías y sacrificios del Antiguo Testamento. A los menores en el Pueblo de Dios, en cambio, les bastaba con creer explícitamente en esos dos principales artículos de la fe, en Dios Remunerador, creyendo implícita­mente en la fe de sus mayores. Dice el Angélico que los paganos antes de la Encarnación debían ser considerados menores, por lo que a todos les bastaba con la fe implícita (cf. De ver., q. 14, a. 11; cf. In III Sent., d. 25, q. 2, a. 2, qc. 2).

Sin embargo, Santo Tomás afirma que en el momento presente todos están obli­gados a tener fe explícita en Cristo para recibir la justificación (cf. STh II-II, q. 2, a. 7). Surge entonces la objeción lógica, traída de la universalidad del designio salvífico divino, aquél por el que «[Dios] quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4), de cómo llegarán a creer en Cristo aquellos a los que eventual­mente no pueda llegar la predicación evangélica. La respuesta es clara

Si alguien [criado en la selva o entre animales salvajes] siguiera la conducción de la razón natural en el apetito del bien y la huida del mal, ha de mantenerse, de modo certí­simo, que Dios o bien le revelaría por una inspiración interna las cosas que son nece­sarias para creer, o bien dispondría para él un predicador de la fe, así como envió a Pedro hasta Cornelio (De ver. q. 14, a. 11).

Así las cosas, al final de la Edad Media, la tradición cristiana sostenía sin fisuras la necesidad del conocimiento de Cristo para la salvación, manteniendo, en los casos — que entonces se creían raros — de paganos ignorantes inculpablemente del Evangelio, la posibilidad de una revelación providen­cial de los contenidos funda­men­tales de la fe, de acuerdo con el principio teológico que se va estableciendo de que al que hace todo lo que está en su mano, Dios no le niega la gracia de la salvación (facienti quod est in se, Deus non denegat gratiam).

La Primera Escuela de Salamanca

La situación cambia, sin embargo, cuando el mundo cristiano toma concien­cia de la existencia, en las Indias occidentales, de grandes masas de paganos que no han podido tener acceso a la predi­cación evangélica durante casi 1.500 años. Este hecho, unido a una reapreciación de las virtudes paganas en el marco del huma­nismo europeo, lleva a que Francisco de Vitoria plantee, en una controvertida relección teológica, la posibilidad de que un pagano del nuevo mundo hubiera reci­bido la justificación sin la fe sobrenatural. Se sirve de una oscura cuestión teológica planteada por Santo Tomás respecto de la imposibilidad de que coexistan el pecado original con el mero pecado venial. Dice Santo Tomás que, si un niño no bautizado llega al uso de razón y se ordena a su fin debido, recibirá el perdón del pecado original o, de lo contrario, pecará mortal­mente (cf. STh I-II, q. 89, a. 6). Vitoria planteará su hipótesis tratando de abrir una rendija en el muro impenetrable de la necesidad de la fe en Cristo para la salvación, pensando que, de otra forma, todos los indios americanos habrían ido irremediablemente al infierno. Pero esta convicción de Vitoria está basada en un prejuicio de su tiempo, no compartido por Santo Tomás, de que la única forma de recibir el conocimiento de Cristo es a través de un predicador humano. En ese caso, para salvar la universalidad real del designio divino de salvación, era necesario mantener una vía salvífica abierta, aunque fuera para casos enormemente escasos, habida cuenta de que hacía depender la salvación de una altura moral que difícilmente se encon­traba en las culturas indí­ge­nas, repletas de costumbres contra­rias a la ley natural.

Vitoria, además de plantear esta hipó­tesis, será el primero que distinga entre dos niveles distintos de fe necesarios para la que se iría estableciendo como «doble salud», es decir, uno para la justificación y otro para la bienaventuranza o salvación final. Para él, aunque fuera posible, en casos muy raros, que un niño alcanzara la justificación sin la fe, para la consecución de la bienaventuranza final permanecía la necesidad del conocimiento explícito de Cristo. En definitiva, lo que hacía era aplazar para la segunda salud, la de la gloria, la aplicación del principio facienti quod est in se…, por el que Dios procuraría que ese hombre, ya justificado, recibiera la fe sobrenatural en Cristo para poder salvarse.

Domingo de Soto, que compartió al inicio la opinión de su maestro, tuvo que rectificarse, al considerar, como era en verdad, que las definiciones del Concilio de Trento habían establecido la fe sobre­natural como necesaria para la justifi­ca­ción del adulto. Melchor Cano, O.P., que se disputaba con Soto ser el principal discípulo de Vitoria, nunca estuvo convencido de la teoría de su maestro. Alejándose de la interpretación de Caye­tano de la cuestión del niño que llega al uso de razón, en la que se basaba Vitoria, y recuperando la verdadera posición tomista de Capreolo, defendió la necesidad de un auxilio en la inteligencia que acompañara la conversión moral, haciendo necesaria así la fe sobrenatural. Sin embargo, tanto Cano como Soto mantuvieron el prejuicio de su maestro de que el conocimiento de Cristo había de ser recibido siempre por la predicación ordinaria, considerando mila­grosa cualquier otra mediación y, por lo tanto, no exigible. De ahí que desarrollaran un concepto de fe que intentaba hacer pasar del conocimiento natural de Dios a una fe sobrenatural implícita que, según ellos, resultaría suficiente para la justifica­ción de los que inculpablemente ignoraran el Evangelio. La diferencia entre Cano y Soto estribaba, sobre todo, en que mientras que Cano seguía considerando necesaria la fe explícita en Cristo para la consecución de la gloria, Soto adoptaba la postura más sensata de unificar la exigen­cia de fe, solo que, en lugar de pedir la fe explícita en Cristo para ambas saludes, como habría dicho Santo Tomás, conside­raba suficiente la fe implícita para ambos momentos.

La respuesta del P. José de Acosta

José de Acosta, en el libro V de su De procuranda indorum salute, se enfrenta con estas propuestas que tratan de limitar la exigencia de la fe explícita en Cristo. Lo hace con decisión, incluso cuando el medio que emplea — el de un libro más bien práctico sobre las cuestiones de la evange­lización — no parece el más ade­cua­do para entrar en una polémica que ha tenido como marco las aulas de las más prestigio­sas instituciones académicas de su tiempo.

¿Qué hace que Acosta se sienta capa­citado para desarrollar un debate de igual a igual con teólogos de la talla de Vitoria, Soto y Cano? Lo explica él mismo, en otro lugar de su obra:

Sucede con frecuencia que, como los médicos, aun los mejores especialistas, si son consultados en ausencia del enfermo, mientras no tengan un conocimiento sufi­ciente de las causas de la enfermedad y de las condiciones del enfermo, se engañan gravemente y engañan a otros, así también nuestros teólogos de España, por muy célebres e ilustres que sean, caen, sin embargo, en no pocos errores cuando dictaminan sobre asuntos de las Indias. Pero los que las tienen cerca, las ven con sus propios ojos y palpan con sus manos; aunque ellos sean teólogos menos famo­sos, sin embargo, razonan con mucha más lógica y más acertadamente (De procuranda indorum salute, lib. IV, cap. XI).

Sorprendentemente, Acosta desarro­llará una encendida defensa de las tesis de Santo Tomás frente a los teólogos domini­cos que, en este punto, se aparta­ban de la enseñanza del Angélico. En primer lugar, no teme calificar de herética la teoría de la salvación sin la fe sobrena­tural, que habían defendido Vitoria y el primer Soto. Lo hace con la seguridad de tener a su lado el Magisterio del Concilio de Trento. Tampoco es válida la teoría de una fe que «sobrenaturaliza» un conoci­miento meramente natural. Como enseña Santo Tomás, Dios es causa de la fe, no sólo en cuanto al asentimiento sino también en cuanto a lo que se cree. Acosta lo pone de esta forma:

La fe infusa es, por tanto, necesaria no para que crea el hombre, sino para que crea algo. Es decir, no tanto por el acto de fe, cuanto por su objeto (Ibid., lib. V, cap. III).

Acosta niega que sea suficiente la fe implícita para la bienaventuranza, gloria o segunda salud a la que se referían los salmantinos. Dice:

Yo no salgo de mi asombro con lo que se les ha ocurrido a unos cuantos maestros de la Escolástica de nuestros días, hombres por otra parte de gran autoridad. Afirman rotundamente que incluso en nuestra época, cuando hace tanto tiempo que Cristo está revelado, pueden algunos conseguir la salvación eterna sin conocer a Cristo (Ibid., lib. V, cap. III).

Responde, de acuerdo con el método teológico empleado por los mismos salmantinos, acudiendo a los lugares de la teología. Desde los escritos de San Pablo demuestra la necesidad del conocimiento de Cristo. Y ante el argumento de la aparente injusticia de que un pagano bien dispuesto sea condenado por la falta de fe, responde citando a Santo Tomás y a San Agustín, que manifiestan la convicción en que Dios providencialmente hará llegar la revelación a aquellos que hagan lo que está en su mano. Los dos santos autores ponían en sus textos ejemplos de la Escri­tura en los que se dan estas revelaciones, bien en el caso de Job, en el Antiguo Testa­men­to, o en el caso de Cornelio o los macedonios en el Nuevo. Con algunos argumentos más, parece dejar clara su postura, que se sitúa en la línea de la enseñanza tradicional de la Iglesia al respecto.

Por último, debe ocuparse de la cuestión más difícil, que es la defendida unánimemente por los teólogos de Sala­manca: la de la suficiencia de la fe implícita para la justificación. Dice Acosta que

No solamente la salvación definitiva, sino que ni siquiera la primera justificación, opino que puede el hombre obtenerla sin el conocimiento del Evangelio, después de haber sido promulgado éste al mundo (Ibid., lib. V, cap. III).

La tesis contraria ya no es rechazada de forma tan decidida, pero sigue siendo conside­rada falsa. Aparecen aquí dos cuestiones: la de la fe de Cornelio antes de recibir el anuncio de Pedro y la del momento de la promulgación del Evangelio. En ambas cuestiones, Acosta puede citar a su favor numerosos testimonios de los Santos Padres y del Magisterio, demostrando la debilidad de la tesis contraria.

Llegados a este punto, se podría consi­derar que Acosta pretende negar la salvación de los indios antes de la llegada de los predicadores cristianos. Pero la intención del capítulo es exactamente la contraria, y lo manifiesta con convicción:

Y ¿qué haremos con los infinitos miles de hombres que ni han oído el Evangelio ni han podido oírlo? ¿Juzgaremos, acaso, que ninguno de ellos puede salvarse? ¡De ninguna manera! (Ibid., lib. V, cap. III).

Es aquí donde Acosta negará el prejuicio de los salmantinos contra las intervenciones providenciales destinadas a revelar la fe en Cristo a los paganos bien dispuestos. Estas intervenciones son defendidas por Santo Tomás como algo no solamente posible, sino ya acontecido en la antigüedad, incluso antes de la Encarnación (cf. STh II-II, q. 2, a. 7). El caso más típico al que suele aludir es el de Balaam, profeta pagano que profetiza sobre Cristo por revelación sobrenatural (cf. Núm 22-24). El argumento definitivo que presenta Acosta, haciendo referencia al caso del niño que llega al uso de razón, es el siguiente:

¿Se ha de señalar alguna regla fija de fe? ¿Hay que tener, al menos, una idea clara de la majestad y providencia de Dios? Entonces, de la misma fuente de la que el niño puede aprender eso, sin estar impreg­nado nuevamente de ninguna doctrina ni obrar guiado por ninguna experiencia propia, de la misma fuente aprenderá también fácilmente el misterio de Cristo. Ambas cosas le han de ser enseñadas por cauces humanos o por vía divina (Ibid., lib. V, cap. III).

Valoración de la respuesta del P. Acosta

La respuesta de Acosta dentro de este debate ha sido generalmente ignorada, a pesar de constituir un testimonio valioso, por provenir de uno de los pocos teólogos que ha estado en contacto directo con aquellos indios, a quienes los que negaban la necesidad de la fe explícita en Cristo trataban de asegurar la salvación. En la tradición tomista ha quedado como opción más habitual, aunque no unánime, la de admitir la suficiencia de la fe implícita para los casos de ignorancia invencible. Fuera de la tradición tomista se han llegado a plantear teorías que hacían bastar únicamente el deseo de la fe, en clara contraposición con el dogma católico. En nuestra opinión, la tesis de Acosta tiene algunas ventajas que la harían merecedora de ser reconsiderada en la especulación teológica actual:

  • Continuidad con la doctrina de los Santos Padres. Como se ha mencionado, antes del s. XVI la tradición de la Iglesia es prácticamente unánime en la exigencia de la fe explícita en Cristo para la salvación.
  • Valoración de las vías extraordinarias de Revelación. En el contexto del s. XVI, la oposición radical hacia las religiones paganas, consideradas supersticiones y obras del demonio, hace muy difícil que los teólogos consideren la posibilidad de que Dios dé auténticas revelaciones sobre­naturales en el marco de dichas religiones. Sin embargo, esta posibilidad es explícita­mente reconocida por Santo Tomás, en la aplicación de la sentencia, recogida del Pseudo-Ambrosio, de que «la verdad, la diga quién la diga, viene del Espíritu Santo» (cf. STh II-II, q. 172, a. 6). En el marco del conflicto actual con la teología del pluralismo religioso, esta hipótesis podría ayudar a encontrar la posibilidad de que haya elementos provi­dencialmente salvíficos en las religiones naturales, sin necesidad de que tales reli­giones sean consideradas en sí mismas salvíficas, como niega la doctrina católica.
  • Resalta la disposición, por obra de la gracia, del evangelizado. La aplicación del principio facienti quod est in se…, llevaría a afirmar que muchas de las empresas evan­gelizadoras, en particular cuando han sido especialmente guiadas por la Providencia, pueden ser respuesta ante la disposición de los paganos a ser evangelizados. Se resaltaría así el aspecto activo del evange­lizado frente a una actitud más pasiva en el caso de la suficiencia de la fe implícita.
  • Refuerza la urgencia de la misión ad gentes. Acosta temía que la aceptación de la suficiencia de la fe implícita para la salvación hiciera menos intenso el impulso misionero. Creo que hay que reconocer que tenía razón, pues el «optimismo salví­fico» que hemos visto en las últimas décadas ha ido acompañado de esa dismi­nución en la intensidad de la misión ad gentes. Desde luego, hay que reconocer que el mandato misionero de Cristo es el que funda la naturaleza evangelizadora de la Iglesia (LG n. 17), pero no se puede negar que lo que ha movido a los más grandes misione­ros, como San Francisco Javier, a dar la vida en la misión, ha sido el deseo de salvar almas, necesitadas del conocimiento de Cristo para alcanzar la bienaventuranza. Creemos que valorar la postura de Acosta, ahora que ya su figura no queda afectada por las controversias políticas de su tiempo, podría ayudar a mantener un sano equilibrio entre el «optimismo salvífico» (Rahner), acorde a la mentalidad del momento presente, y la responsabilidad del hombre ante la oferta salvífica que Dios manifiesta a los pueblos por medio del anuncio de Cristo.

5 comentarios

  
Luis Fernando
Precisamente ando "re-estudiando" estos días las tesis de Francisco de Vitoria sobre el dogma "extra ecclesiam nulla salus". Y no tenía ni idea de las tesis de Acosta, que por lo que usted dice, ciertamente son más fieles a las de San Agustín y Santo Tomás.

Por cierto se ve que el cardenal Juan de Lugo, también jesuita pero algo posterior a Acosta, era bastante más "optimista" en esta cuestión:

De virtute fidei divinae 12, n50-51
“Aquellos que no creen con la fe católica pueden dividirse en diversas categorías. Hay algunos que, aunque no creen todos los dogmas de la religión católica, reconocen al único Dios verdadero; estos son los turcos y todos los musulmanes, así como los judíos. Otros reconocen el Dios trino y a Cristo, como hacen la mayoría de los herejes (protestantes)… Ahora bien, si esas gentes están excusadas del pecado de infedilidad por ignorancia invencible, pueden salvarse. En cuanto a aquellos que están en ignorancia invencible sobre algunos artículos de fe pero creen en otros, no son formalmente herejes, sino que tienen fe sobrenatural por la que creen artículos verdaderos, y sobre esta base pueden realizar actos de contricción perfecta, por los que pueden ser justificados y salvados. Lo mismo hay que decir de los judíos, si hay algunos que están invenciblemente equivocados sobre la religión cristiana; porque aún así pueden tener una fe sobrenatural verdadera en Dios, y en otros artículos basados en la Escritura que ellos aceptan, y así, con esta fe pueden tener contrición, por la cual pueden ser justificados y salvados, con tal de que la fe explícita en Cristo no se requiera con necesidad de medios, como será explicado después. Por último, si algunos turcos o musulmanes estuvieran en un error invencible sobre Cristo y su divinidad, no hay razón por la que no pudieran tener una fe sobrenatural verdadera sobre Dios como el que recompensa sobrenaturalmente, dado que su fe en Dios no está basada en argumentos deducidos de la creación natural, sino que tienen su fe de la tradición, y esta tradición deriva de la Iglesia de los fieles, y ha sido transmitida aunque está mezclada con los errores de su secta. Dado que tienen relativamente suficientes motivos para la fe en las doctrinas verdaderas, no se ve por qué no podrían tener una fe sobrenatural en ellas, dado que en otros aspectos no son culpables de pecar contra la fe. En consecuencia, con la fe que tienen, pueden llegar a un acto de perfecta contricción.”

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FJD: En mi tesis menciono el tema de Juan de Lugo por encima. El problema es que él era molinista.
26/09/17 4:44 PM
  
Luis Fernando
¿Molinista puro o molinista aguado para evitar caer en la herejía?
je, je, je...
26/09/17 5:30 PM
  
Juan Andrés
Desde mi supina ignorancia me pregunto si es necesario perder siglos y siglos elucubrando mediante tesis de todo tipo, antagónicas incluso, quienes se salvan y quienes no. Al mismo Cristo le hicieron esa pregunta y dio su respuesta. Id a evangelizar, a tiempo y destiempo a todo el mundo, la puerta es estrecha y para el hombre es imposible, pero nada lo es para Dios, etc. La Verdad la conocerán, al final, aquellos que, por pura misericordia y justicia divinas, lleguen a la presencia del Padre. Cualquier otra opción puede llegar a lo que ocurre hoy, el bajar los brazos, total hemos ya "discernido" quienes lograrán el beneficio eterno. Pero bueno, es un tema de vieja data y sin que se llegue a nada concreto y que sirva para el fin buscado, salvar almas, para lo cual somos meros instrumentos. Un cordial saludo.
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FJD: Yo pienso que el tema es importante, no tanto por saber quién se ha salvado o no, lo cual es imposible, sino por las consecuencias pastorales que se derivan. Está bien decir que la misión parte de la obediencia al mandato misionero, pero cuando uno lee a los principales misioneros, junto a esa motivación se encuentra la de la preocupación por la salvación de los hombres, que nace de la caridad. De hecho, la ocultación (no la negación) de la necesidad de la fe en el Magisterio reciente, tiene mucho que ver con el retroceso de las misiones.
26/09/17 5:31 PM
  
Luis López
Cuando Pedro visita al centurión Cornelio, le dice algo fundamental que parece adverar las palabras de Juan de Lugo: "Constato en verdad que Dios no tiene acepción de personas, sino que se complace en toda nación que le teme y practica la justicia" (Hch. 10,34).

En el caso del pagano Cornelio, además, -no siendo aún bautizado- se nos dice expresamente que sus oraciones y limosnas "subieron a la presencia del Señor" (es decir, le eran gratas, aunque aún no conocía a Cristo).

Para Cornelio conocer a Cristo y bautizarse era la culminación lógica de un camino, en el que muchos otros -por circunstancias no culpables- no terminan de llegar en su vida. Pero ciertamente, el hecho de avanzar ahí con un corazón limpio -perseverar hasta el final en palabras del Señor- creo que les abre la puerta de la salvación.


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FJD: Precisamente la propuesta de Acosta es mucho más acorde con el caso de Cornelio, dado que gracias a que su vida recta (movida por gracias actuales) fue grata a Dios, recibió la predicación de Cristo para conseguir su salvación.
Pretender que alguien se salve sin la fe es, simplemente ajeno al Evangelio. Que la fe implícita (pero sobrenatural y revelada) sea suficiente es discutible. Yo creo que no basta.
26/09/17 7:20 PM
  
Alonso Gracián
Gracias P. Francisco José Delgado por rescatar este tema.

Una cuestión muy importante, yo diría que vital. Me parece excelente el texto preparado para su defensa.

Investigar este tema y avanzar en su conocimiento, vinculándolo con la doctrina tradicional de la Iglesia, es hoy por hoy uno de los retos intelectuales más urgentes, tanto a nivel filosófico como teológico.

Urge recuperar una sana distinción entre lo natural y lo sobrenatural, y ahondar en el profundo providencialismo, por así llamarlo, que es propio de esta doctrina. También en su relación con el misterio de la predestinación.

Como siempre, el tomismo tiene mucho que aportar.
26/09/17 8:17 PM

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