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19.12.15

¿Cómo pasar la Navidad como María, José y el Niño?

¿Cómo pasar la Navidad como María, José y el Niño?
Pues, para empezar, no pagues los servicios de agua, luz, cable TV e internet.

(jeje)  

La Navidad tiene dos aspectos que nos entusiasman:

Uno, el hecho de celebrar la Encarnación y Nacimiento del Hijo de Dios.

Dos, los recuerdos que nos esmeramos en conservar y provocar relacionados con la unión familiar, la generosidad, la solidaridad, el cariño y la ternura, así como con la alegría de gastar mucho dinero en grandes comilonas y regalos.

Desde niña, todas las Navidades, han integrado ambos aspectos; en la que se aproxima, solo el primero. 

Respecto al hecho he reflexionado lo siguiente:

Desde hace unos días he estado muy atareada recogiendo la mayor cantidad de dinero para que mi Navidad alcanzara el mínimo decente y, de esa forma –según yo- “pasarla bien” (uno, que por nada pierde la perspectiva de las cosas).

Por más esfuerzo, solo he podido recoger lo que necesito para pagar los recibos por servicios públicos y un restito con el que, estoy segura, comeré feliz; lo que está bien, ya que –de lo contrario—pasaría sin fluido eléctrico, sin agua, sin internet y sin televisión hasta fin de mes.

Claro, sería lo ideal para pasarla como María, José y el Niño, aunque –sinceramente- no me atrevo ya que tengo inquilinos ante quienes debo cumplir con mi responsabilidad; sin embargo, si estuviera sola quizá probaría lo que sería pasar la Navidad a oscuras, con la mínima cantidad de alimentos, sin contacto humano y necesitando buscar leña y agua para suplir mis más básicas necesidades.

Ahora bien, ya que este año no puedo pasarla de ese modo, lo que haré será que para el 24 compraré un par de piñas de tamales y, para compartir haré rompope y unas galletas de las que hacía mamá para, ante el portal, comer y celebrar con quienes me visiten en la Nochebuena; dormiré temprano para estar fresquita para asistir el 25 a la misa que, como los ángeles cantaron el Gloria a los pastorcitos, lo harán los Heraldos del Evangelio en la parroquia de San Vicente de Moravia.

Será lo más cercano que haya vivido a la primera Navidad de la historia y a lo que muchos, con mayores carencias que yo, de hecho, vivirán durante estas fechas.

Que el Señor me ofrezca esta oportunidad es invaluable.

Como a mi Padre le estoy profundamente agradecida ya que, en lo poco que estoy siendo privada, descubro lo mucho en lo siempre he sido y estoy siendo regalada.

Él sabe cuánto necesito de sus cuidados por lo que debo reconocer que, ni un instante, ha dejado de ser infinitamente generoso y bueno conmigo.  

Que la gracia me asista para que con mis pensamientos y acciones le honre. 

Es el único regalo que espero para mi esta Navidad.

Será el mejor regalo del mundo.

NOTA: Ya sé que muchos son muy generosos, aunque, por nada del mundo a nadie se le ocurra ofrecerme lo que me hiciera pasar una Navidad diferente a la que el Señor ha planeado para mí.  Estoy bien, feliz y contenta. En verdad lo estoy. 

Que mi sencilla experiencia sirva de testimonio acerca del inexorable poder de la gracia.

17.12.15

Yo fui de los necesitados de Misericordia (lo sigo siendo)

Algunos que me conocen de hace poco se han de figurar que he sido siempre como ahora. 

Supongo que muchos, para bien o para mal, sufrirán desencantado al saber que no siempre he sido como soy.

Yo fui de los católicos para los que Dios es cosa de buenos sentimientos.  De los que tomaban las páginas de la Biblia al azar para que la suerte me indicara la novedad del día. De los que iban a misa los domingos y se aburría. De los que, como catequista de niños, cometió graves abusos en la liturgia. Fui de los que nunca tuvieron un buen confesor, ni conocieron a un sacerdote que les hablara del pecado ni de la gracia. De aquellos católicos que seguía entusiasmada la prédica de algunos pastores protestantes y de los que reclamaban que la Iglesia en su liturgia, cantos y prédica no se modernizara. Si, la Iglesia, en muchos aspectos, me parecía inmisericorde. Por haber seguido en esta línea fui también de los que cometieron graves pecados mortales y los justificaron para tranquilizar la conciencia y, muchas veces comulgaron. Llegué a ser un tan mal católico que ni siquiera el papa Juan Pablo II me resultaba convincente. De hecho, cuando vino a mi país al principio de su pontificado, no quise conocerlo.

Llegué a ser una auténtica alma necesitada de la Misericordia de Dios; uno de esos a los que abraza o llama por teléfono el papa Francisco. De esos a ante los que ustedes, este año, se han propuesto ser portadores de la Misericordia de Dios. 

Ahora bien, cómo es que todo esto empezó a cambiar?

El día en que un sacerdote, en confesión, me arrojara a la cara la frase: - “Pero, cómo has hecho algo así? Es que tú, ¡no tienes moral!”

El asunto es que me dio la absolución y, entre lágrimas de vergüenza, salí a investigar en que rollo tremendo me había metido por ignorar sobre “la tal moral” que, de seguro, tenía que estar en alguno de los libros de papá o mamá; lo que, por supuesto, estaba, así como en otros muchos lugares, cosa que dejó en evidencia que solo era cuestión de que alguien, con misericordia, me llamara a conversión señalando con severidad la causa de mi pecado.

No estoy segura si fue de antes o desde entonces que me agradan las personas que me dicen la verdad.

Ahora bien, algunas predicas actuales confunden ya que no dejan claro si es que la conversión consiste en creer que Dios es amor o, por el contrario, en reconocer el pecado.

Creo que habría menos confusión si se predicara lo correcto, es decir, que lo primero es el llamado a conversión que removiera la conciencia de tal forma que la gracia, en una conciencia que se despertara, abriera la posibilidad de reconocer el pecado, diera lugar al arrepentimiento, a la enmienda y al deseo de no volver a pecar más.

En mi caso, por ejemplo, la salud la propició la gracia cuando, en primera instancia, reconocí que me remordía la conciencia.

A lo largo de todo el proceso fui comprendiendo la Misericordia de Dios y que esta no excluye el pasar ratos amargos delante de uno mismo y de un confesor.   

De esta forma fue como, cerca de los 40, fui re-descubriendo el itinerario de fe que el Señor tenía trazado para mí del cual anduve alejada por veinte años.

Por gracia, pasé de nadar en aguas turbulentas a nadar en las aguas más seguras que jamás puedan existir y en las, obviamente, nado a mis anchas pero, además, persevero, ya que en este océano de amor entrañable que es Dios, la meta está todavía muy lejos.

En este Jubileo de la Misericordia, que la gracia nos impulse a nadar sin temor en aguas profundas, a lo largo y ancho de nuestras conciencias para hallar aquello en lo que “no tenemos moral” y así la gracia, nos de la salud y perseverancia que necesitamos para alcanzar la meta. 

10.12.15

Un momento de gracia

Un niño de 9 o 10 años, esperando que iniciara la misa, le preguntaba de diferentes maneras a su abuela que cómo Dios puede partirse en dos para ser Hijo y Padre a la vez. 

A cada una de las preguntas la abuela solo atinaba a responder: - “Dios todo lo puede”. Recuerdo que a la tercera, no tuve más remedio que meterme en la conversación. 

Como si me hubiesen invitado, desde la banca de atrás, dije al niño: - “Si, cierto: Dios todo lo puede porque es más poderoso que cualquier superhéroe conocido jamás”

Aquí hice una pausa para identificar su reacción ya que pretendía despertar su interés en lugar de que me viera como una metiche.

Como me sonrió tímidamente y luego miró a su abuela en busca de aprobación y, como la abuela me la concedió, proseguí: -“Dios es tan infinitamente poderoso que por eso decimos que sus cosas son un Misterio; aunque, la cosa genial es que podremos comprender completamente el Misterio el día que lleguemos a su presencia”

A todo esto, el niño me miraba con los ojos muy abiertos.

En seguida, aprovechando que no había perdido su atención, añadí: - “Por cierto, estoy segura que has notado que lo “misterioso” de Dios nos da como una sed de saber más?

El niño saltó en su asiento y movió la cabeza afirmativamente, por lo que continué: - “Esa sed, Dios nos la da para asegurarse de que siempre tengamos ganas de saber quien es”.

Ahí, sonreí y guardé silencio. 

El niño se lanzó en brazos de su abuela como encantado por aquél descubrimiento y, acurrucándose en su hombro, se dejó abrazar. 

La abuela sonrió, besó a su nieto y, volviéndose hacia mí, me agradeció.

Fue en ese momento que, casi con lágrimas, recordé lo que la gracia me permitió hacer durante los años que fui catequista de niños y adultos en mi parroquia.

Al momento del signo de la paz el niño se volvió hacia mí y, en lugar del apretón de manos, levantó su pulgar en señal de ME GUSTA; le respondí levantando el mío y, en seguida, como amigos, casi riendo, chocamos palmas.

Fue un momento de gracia, definitivamente.

18.11.15

¿Cómo colaborar con la gracia para darnos de baja del propio infierno personal?

El Señor es tan grande que hasta nos dejó el medio que educa y sana la conciencia en el Sacramento de la Reconciliación.

No soy experta en moral pero puedo decir que mientras mi conciencia solo fue esa vocecita que se presentaba como un diablo o un angelito, anduve más perdida que “Pagola en reunión de lefebvristas” [cita de un amigo]

Traigo el tema porque he visto que muchos católicos hoy en día andamos así de perdidos, tal como anduve, por falta de quien me hablara de la conciencia, de moral, del pecado, de la gracia y me revelara el estado de mis sentimientos. 

Tendríamos que saltar de alegría y gratitud si, cuando llegáramos a confesarnos, el sacerdote nos dijera: - ¡No tienes moral!, ¡Has de educar la conciencia! o ¡Qué desmadre de sentimientos, caramba! 

Sería el principio de nuestra salud tan solo debido a que el sacerdote ha  llamado a las cosas por su nombre: - “Si, hombre, ¡que eres pecador!”, tal como, de un batacazo, solía decir el padre Pio quien, no obstante, tenía claro lo de la autonomía de la conciencia -como confesor- se reconocía como “el custodio de la justicia y el honor divinos” lo que, por defecto, le capacitaba como custodio de almas. 

Ya sabemos cuán poco le importaron al padre Pío los respetos humanos cuando de la salud de un alma se trataba. Sin el menor reparo entraba hasta lo más profundo de la herida. El sabía lo que de eso la gracia obtendría. Lo tenía clarísimo. 

Con esto quiero decir que un confesor, cuando observa que nuestra conciencia requiere educarse, que nuestra estructura moral anda chueca o que nuestros sentimientos son un caos, ha de ejercer su función judicial, es decir, debe juzgar “conforme a la Palabra de Dios transmitida por la Iglesia y custodiada por el Magisterio”  

De no ser así, “la “autonomía” de la conciencia del penitente estaría siendo juzgada únicamente por la “autonomía” de la conciencia del confesor lo que, más que ser ejercicio de la función judicial de Cristo, sería relativismo y complicidad” con el pecador.

Del ejercicio de su función judicial es que el confesor posee autoridad para indicarnos que nuestro pecado es grave, que el daño provocado exige enmienda pero también movernos al compromiso con Dios de no volver a pecar más.

Dos confesores me ha concedido el Señor que actuaran conmigo de esa forma: aquél que, efectivamente, me dijera “No tienes moral” y aquél que, de la mano, me condujera hasta el consultorio del psicólogo.

Estos dos sacerdotes conocían bien el don de su ministerio lo que produjo que me iniciara en la educación de mi conciencia, en formar una estructura moral y poner orden en mis sentimientos lo que posibilitó que la gracia actuara a sus anchas para sanar concienzudamente mi alma a lo largo de toda mi vida.  

En este sentido tengo una recomendación: en caso de dudar del nivel de educación de la propia conciencia, en caso de no tener claro en qué estado se encuentra nuestra estructura moral y la situación de los sentimientos, recurramos confiados al confesor que pueda y quiera ayudarnos ya que así estaremos colaborando con la gracia al consiguir admitir con humildad y sencillez el pecado, la culpa y las heridas emocionales.

Tomémonos como una verdad la eficacia de la gracia que derrama sobre nosotros el Sacramento de la Reconciliación ya que relativizarlo es lo que nos tiene tal y como estamos, sin conocer cómo colaborar con la gracia para darnos de baja del propio infierno personal.

NOTA: Con la cursiva estoy indicando lo que un confesor me confiara de manera privada.

 

3.11.15

¡Qué pedazo de cielo fue esa misa!

Anoche asistí a misa de Requiem la que fue celebrada bajo el novus ordo en latín y ad orientem.

El Coro Lírico Herediano, de gran prestigio, engalanó la celebración.

Ha sido el padre Sixto Varela, de la Diócesis de Alajuela cuyo obispo es Monseñor Angel SanCasimiro, quien celebró bajo esa forma del rito latino.

Fue, Sebastián Camacho, un joven acólito y amigo, quien -para colaborar con el padre Sixto- buscó apoyo en el grupo de fieles que promovemos la celebración de ambas formas del rito latino; aunque, a decir verdad, creo que fue por la colaboración entre padre Sixto y Sebastián con la gracia, que la misa de Requien de 2 de noviembre del 2015, es hoy un hecho consumado.  

Como pocas veces en mi vida estuve absorta durante toda la celebración pero, cómo no estarlo si, desde la procesión de entrada, estuvo colmada de belleza?

En cierto momento, durante la plegaria eucarística, me di cuenta que había permanecido inmóvil durante mucho tiempo. Fue cuando también noté el apaciguado ritmo de mí respiración y el hecho de que estaba, muy pero muy en paz. 

Y cómo no estarlo si, ante mi estaba el padre Sixto - in persona Christi-  de cara al Padre?

Mientras tanto, arriba -en el coro- los ángeles cantaban.

Una y otra vez, el padre Sixto entregaba sus oraciones junto a las nuestras. Nuestras alegrías, nuestros fracasos. Nuestros temores y tristezas. Nuestra súplica vehemente pero, también, nuestra alabanza y nuestra gratitud…

Muy pero muy cerquita del Padre, literalmente, ofrendándose por Cristo, con El y en El.

Presentándonos como un ramillete puesto a los pies de la Cruz.

El querido padre Sixto también al lado de María. Mi entrañable “María de la Cruz”. Yo misma, ahí estaba y estaban mi padre y mi madre. Mis abuelitos. Teresita y Teresa, también Benedicta de la Cruz. Ahí estuvimos todos. En medio del coro celestial cantando Sanctus, Sanctus, Sanctus, ¡Deus sabaoth!

Cómo podría alguno no quedar absorto pero, principalmente, transformado?

Por mi mente pasaron las palabras de Pedro durante la Transfiguración: - “Qué bien se está aquí!”

Aunque, supe de inmediato que aquello no sería para siempre, que era lo justo que fuera de ese modo ya que, tan solo de estar en contacto con la gracia abundantemente prodigada en la misa, quedaríamos capacitados para regresar a cumplir lo encomendado.

Sea lo que fuere y adonde fuere. Del modo que fuere.

No creo que nunca antes me hubiese quedado tan claro.

¡Qué pedazo de cielo fue esa misa!

La recordaré por siempre.

Gracias, padre Sixto y agradezca por mí a su obispo.

Gracias Sebastián, Dios te guarde; también a usted, querido José Pablo y, por supuesto, a don Didier querido.

Gracias, Señor, por haberme dado a entender tantas cosas a través de la Liturgia.

Tu amada Liturgia.

Que tu generosidad de Padre tiene a bien compartir con nosotros.

Gracias, Padre.