Los sacerdotes en mi vida
Quise hacer un recuento de los sacerdotes que han marcado mi existencia sea porque me han tomado en sus manos paternales dejándome así testimonio del amor de Dios o porque sencillamente han sabido escuchar.
Debería empezar por el padre Louis Williamson, un sacerdote norteamericano de quien mamá fue su parroquiana siendo adolescente y quien la guió tras la muerte de su padre durante sus años de duelo y tan difíciles de la post-guerra en los Estados Unidos donde vivió mi madre. De este sacerdote, a quien no conocí, recuerdo de su puño y letra alguna vez leer las breves palabras que le dirigió a mi madre, tras más de una década de haber ella regresado a nuestro país, felicitándola por su embarazo con las que le pedía que su hijita llevase su nombre. Mamá le cumplió su deseo por lo que me llamo Luisa María de la Cruz.
Otro sacerdote que marcó mi existencia lo hizo también a través de mi madre a quien recuerdo contarme que era su confesor con quien platicaba largo rato sobre Dios y tantos temas que desde esa época despertaban su interés. Según contaba mamá, siempre la recibía con cariño y la escuchaba con atención. Ese fue el sacerdote que llegó a ser el Arzobispo de San José, Monseñor Victor M. Sanabria y uno de los responsables de que mi país goce de las garantías sociales. Su compañía y guía marcaron a mi madre por lo que de ella heredé esos beneficios.
Más tarde recuerdo a un sacerdote con quien mamá me llevó a confesar cuando tenía ocho años y que resultó ser un hombre bastante razonable. De esa confesión salí comprendiendo algunas cosas muy importantes.
Desde esa edad hasta los diez y seis no recuerdo a ningún otro sino solo al sacerdote que condujo nuestros ejercicios espirituales en el último año del colegio quien me apoyó incondicionalmente ante las compañeras cuando les propuse donar a los pobres una parte de lo recaudado para la graduación. Desde entonces, cada vez que me ve, me saluda como si hubiese sido ayer.
Durante la faceta universitaria, en la que por estar cercanos a mi madre y hermano, pude conocer y a aprender a amar su labor en beneficio de la juventud como son los sacerdotes franciscanos terciarios capuchinos que tienen un seminario en nuestra localidad. Fue valioso conocer al padre Vicente Gregori, al padre Tomás Chacón y al padre Bartolomé Buigues, entre otros.
El testimonio de vida de estos religiosos sirvió para que mas tarde se despertara en mi el deseo de colaborar con nuestro primer párroco el padre Guido Villalobos quien estuvo con nosotros solo durante un año pero a quien debo el que se haya despertado en mi el interés por conocer y profundizar en mi fe en la Universidad Católica.
Durante mis breves estudios de teología fue determinante la presencia en mi vida de un seminarista llamado Esteban Araya de quien aprendí a rezar la Liturgia de las Horas, a conocer como laico mi lugar en la liturgia, así como el orden, la disciplina y la obediencia de un fiel cristiano.
En este período universitario fueron mis profesores el padre Jafet Peytrequin, el padre Manuel Rojas, el padre Munguía, el padre Jorqe Pacheco y el padre Quevedo de quienes aprendí a conocer y a amar Cristo en su Iglesia. De todos ellos, y solo por razones ajenas a mi voluntad, únicamente con el padre Pacheco me mantengo en contacto.
De ahí en adelante, conocí y marcaron mi existencia tres sacerdotes: el padre Mark Withoos, funcionario de Ecclesia Dei a quien de visita en mi país conocí brevemente pero con quien me mantengo en contacto, el padre Ken Fryar de la Fraternidad Sacerdotal San Pedro y el padre Sixto Varela quien por largos años ha estado abierto y disponible para acompañarme en mi amor por la Cristo en la Liturgia.
Otros que, recientemente, han sido para mi testigos son el padre Mauricio Víquez, el padre Pablo Arias y el padre Carlos Humberto Rojas.
Claro, luego están aquellos sacerdotes que conozco de forma “virtual”, o sea, por internet. El primero de ellos: mi amado Benedicto XVI pero también aquellos con quienes he platicado como es el entrañable padre Iraburu, el padre José Fernando Rey-Ballesteros, el Hermano Felipe de Jesús, el padre Pedro de México, el padre Javier Sánchez y algunos más a quienes aprecio enormemente no solo porque han sido verdaderos testigos sino porque se conducen en su sacerdocio con toda dignidad pero también porque siempre han estado ahí cuando los necesito.
Me parece que haber hecho memoria de los sacerdotes que han dejado huella en mi vida no solo me coloca en posición de agradecer al Señor sino de hacer justicia ya que, a pesar de todo, la casa más bien reluce gloriosa bajo el poder de Dios actuando en nuestras vidas a través de sus consagrados.
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