Educación en la feminidad (III). Modelos de juventud. El baile, el noviazgo, el cortejo: las novelas de Jane Austen
«¡Esa telaraña de gasa! Incluso los puntos a los que se aferra –las cosas desde las que se balancean sus sutiles entrelazamientos– son apenas perceptibles; toques momentáneos de las yemas de los dedos, encuentros de rayos de orbes azules y oscuros, frases inacabadas, los más ligeros cambios de mejillas y labios, los más débiles temblores. La red misma está hecha de creencias espontáneas y alegrías indefinibles, anhelos de una vida a otra, visiones de plenitud, confianza indefinida».
George Eliot. Middlemarch.
«Emma no tuvo ocasión de hablar con el señor Knightley hasta después de la cena; pero, cuando todos estuvieron de nuevo en el salón de baile, sus ojos le invitaron irresistiblemente a acercarse a ella para darle las gracias».Jane Austen. Emma
Si hay algo constantemente presente en las novelas de Jane Austen, ese algo es el noviazgo. Se ha escrito al respecto: «Los complejos y a menudo mal gestionados rituales por los que un hombre elige, las supuestas ventajas o desventajas por las que una mujer acepta o rechaza, y los a veces descuidados deberes de fidelidad y complacencia a los que una pareja se obliga, son fuentes primarias de acción y discurso en el mundo ficticio de Jane Austen y dramatizan el tema del cortejo y el matrimonio». Todo ello es verdad. Austen consideraba el noviazgo esencial para un feliz y exitoso matrimonio. Para ella, ambas instituciones estaban íntimamente relacionadas, eran todo uno; simplemente se trataba de diferentes fases en el mismo camino. Pero una –el noviazgo– se revelaba esencial (como lugar de discernimiento) para la plenitud de la otra –el matrimonio–.
Además, las historias de Jane Austen son especialmente adecuadas para una educación sentimental, por la manera en que hacen tratamiento de estas cuestiones. No solamente dan cuenta de las pasiones y los sentimientos, material primario del cortejo, sino también, del papel del intelecto y la razón en el control y dominio de aquellos, en un juego de prudencia y equilibrio muy aristotélico.
Y este noviazgo nos es presentado por la escritora inglesa, ligado de ordinario a un acto social: el baile. Ritual, y también símbolo del caminar unido, armonioso, y bello de dos almas compatibles; al igual que metáfora de una intimidad entre la multitud, y de un estar y ser social en esa multitud. Un maravilloso poema de Wendell Berry, El baile, nos lo canta; algunas de sus estrofas son muy expresivas:
«Y te amo
como amo al baile que te distingue
de la multitud
en la que vienes y vas».
Por otro lado, no es difícil encontrar paralelismos entre la danza y el noviazgo. En ambos, las pasiones se celebran de forma grácil y comedida, en un acto ceremonial que alude a su poder, pero que las mantiene contenidas por medio de una especie de arte, marcando límites, domesticándolas, y por ello, reconduciendo su potencia, su belleza y su bondad hacia su finalidad natural.
«El baile» Obra de Víctor Gabriel Gilbert (1847-1933). |
Cuando en La Abadía de Northanger, la protagonista, Catherine Morland, llega por primera vez a Bath, es introducida, casi inmediatamente, en sociedad. Al principio, permanece pasiva en medio del salón de baile, pues desconoce las costumbres locales, tanto como ella es desconocida por la sociedad del lugar y, por ello, no está en disposición de danzar. Más tarde, el maestro de ceremonias le presenta a un joven caballero local, Henry Tilney, y comienzan el baile, un baile que marca el inicio de un camino a recorrer.
Hay un pasaje de la novela en el que Tilney compara el matrimonio con la danza, a lo que Catherine, sin embargo, a pesar de no estar del todo en desacuerdo, puntualiza agudamente:
«Para mí [dice Tilney], el baile es equiparable al matrimonio. En ambos casos, la fidelidad y la complacencia son deberes fundamentales (…).
—Pues a mí me parece que son cosas muy distintas [dice Catherine].
—¿Qué? ¿Considera usted imposible el compararlas?
—Naturalmente. Los que se casan no pueden separarse jamás; hasta deben vivir juntos bajo un mismo techo. Los que bailan, en cambio, no tienen más obligación que estar el uno frente al otro en un salón por espacio de media hora.
—Según esa definición [dice Tilney], hay que reconocer que no existe gran parecido entre ambas instituciones, pero (…) Imagino que no tendrá usted inconveniente en reconocer que tanto en el baile como en el matrimonio corresponde al hombre el derecho a elegir, y a la mujer únicamente el de negarse; que en ambos casos el hombre y la mujer contraen un compromiso para bien mutuo y que una vez hecho esto los contratantes se pertenecen hasta la disolución. Además, es deber de los dos procurar que por ningún motivo su compañero lamente el haber contraído dicha obligación, y que interesa por igual a ambos no distraer su imaginación con el recuerdo de perfecciones ajenas ni con la creencia de que habría sido mejor elegir a otra pareja.
—Tal y como usted lo expone, desde luego. Sin embargo, mantengo que ambas cosas son distintas y que yo jamás podría considerarlas iguales ni creer que conllevaran idénticos deberes».
Estoy de acuerdo con Catherine/Austen, y creo que una mejor similitud se da entre la danza y el noviazgo, en donde, además, aquella desempeña su función. El baile formaba parte de un sistema de cortejo muy formal y universalmente entendido, un haz de relaciones cuyo objetivo era el matrimonio, y que contenía entre sus ritos algo más que el encuentro entre dos (sin duda, fundamental). Traslucía también una preocupación social y expresaba un determinado arraigo.
Este aspecto social del noviazgo –tan evidente en los relatos de Austen– es especialmente desconocido hoy. La pareja no solía estar sola. Fuera en la hora de visita, en el paseo, en la iglesia, en la cena o en el baile, ambos novios compartían su compañía con otros en medio de un escenario social. Esto era así, ya que los dos eran de algún sitio, pertenecían a él, y se debían a él y a la sociedad allí arraigada. Estaban ligados a un lugar y a un hogar; y aquello que hicieran con sus vidas repercutiría en la suerte y ventura de su comunidad. De esta forma, era relevante lo que una pareja hacía al acercarse el uno al otro. Al cortejarse, se adherían a prácticas tradicionales elaboradas y vividas por otros antes que ellos, que tenían un orden y un significado común, no siendo otro que el camino debido al matrimonio y a la formación de una nueva familia. Desde este punto de vista, el cortejo pertenecía a una sociedad que entendía que una de sus tareas fundamentales era ayudar a los jóvenes a conocerse bien, de tal manera que se vieran abocados a una unión para toda la vida en cuyo seno nacerían los hijos que pudieran tener. Y eso era bueno; era el bien común.
«Húmeda mañana de domingo». Obra de Edmund Blair Leighton (1853-1922). |
Sin embargo, hoy esto se ha perdido, en parte por nuestro desarraigo como individuos. Las familias se reducen, las ciudades nos disipan y nos aíslan: no somos de ningún lugar y de todos a la vez; a partir de un determinado momento no pertenecemos a ninguna familia, nos sentimos autosuficientes y autónomos: y, sin embargo, estamos solos.
Y aquí Austen nos vuelve a ayudar. En prácticamente todas sus novelas, vemos a sus heroínas moverse por todo el discurrir de la novela, a veces con gracia, otras con torpeza, a través de una especie de baile de cortejo. Una danza en la que deben juzgar a la posible pareja por su aspecto, estilo, carácter, posición y, lo más importante, compatibilidad, cara a un futuro matrimonio, pues, este es el fin del noviazgo; aquello que le da sentido y le llena de contenido.
Además, cada una de estas novelas se ocupa ciertos aspectos del amor en relación con el noviazgo y el matrimonio, sugeridos muchos de ellos por los mismos títulos: así, la autora levanta el velo sobre el verdadero significado y papel del buen sentido y los sentimientos en Sentido y sensibilidad, o profundiza en el rol obstaculizador que desempeñan la vanidad, los convencionalismos y las ideas preconcebidas en Orgullo y prejuicio. En Mansfield Park, trata del problema de la conexión del enamoramiento con la virtud; del rol que desempeña la imaginación en los asuntos amorosos, encontramos lecciones en Emma, y del juego paciente entre el romance y la prudencia en Persuasión.
Pero, por encima de todo ello, este noviazgo, para cumplir su función, debe responder –y Austen así lo piensa– a ciertos principios, presentes en todas sus novelas.
En primer lugar, se trata de un proceso intencional con el propósito del matrimonio como objetivo final. Por lo tanto, busca discernir, en lo posible, si la persona tiene la virtud suficiente para ser un buen esposo y padre, y viceversa, buena esposa y madre. Vista esta su finalidad, no debe iniciarse si ese no es su objetivo, y, en todo caso, debe estar presidido por el afecto sincero (amor), el honor y la honradez, la fidelidad y la sinceridad, la castidad y el respeto, y la responsabilidad y el compromiso.
Por otro lado, se trata de un periodo provisional, no de un estado vital a dilatar en el tiempo; por eso debe ser iniciado solamente cuando exista la posibilidad de contraer matrimonio en un plazo razonablemente breve (p. ej. un año).
En todo caso, el periodo del noviazgo –si se realiza bajo los principios antes señalados– es una inversión en la futura felicidad de los esposos. Así lo señala Austen en las líneas finales de La abadía de Northanger:
«Lejos de dañar aquella felicidad, la promovió, permitiendo que Henry y Catherine lograran un más perfecto conocimiento mutuo al mismo tiempo que un mayor desarrollo del afecto que los unía».
Así que, si bien el noviazgo –y, por lo tanto, la intención matrimonial– es algo a considerar como prioritario, que no debe apartarse a un lado (opción hoy tan común, con la prevalencia de la carrera profesional sobre cualquier otra consideración), tampoco ha generar angustia y ansiedad, porque, como nos muestra Austen en su novela Persuasión, el amor termina llegando, si se busca, se guarda y se cultiva debidamente.
«A ti te diré, como te he dicho muchas veces antes: No tengas prisa. El hombre adecuado llegará por fin».
Eso es lo que Jane Austen le escribió a su sobrina Fanny Knight en una carta, aunque, también es verdad, nuestra literata nunca se casó.
Pero no perdamos de vista al baile de salón, un delicioso ritual, con sus sofisticadas figuras, su delicadeza, su sensibilidad y su aura de belleza formal. Y no debemos hacerlo, pues lo que el baile representa (el cortejo, el noviazgo verdadero) ha desaparecido al unísono que el baile mismo. Y con la desaparición de ambas cosas, también lo han hecho las virtudes esenciales que, un buen hombre y una buena mujer que comienzan a relacionarse sentimentalmente, deben exhibir y ejercitar.
¿Y, tras estas pérdidas, qué nos ha quedado? En lugar del elaborado y tradicional noviazgo, tenemos, en palabras de Bárbara Dafoe Whitehead (Por qué ya no quedan hombres buenos, 2002), «un sistema de relaciones amorfo, abierto y cíclico, que ha habituado a los jóvenes adultos a “compromisos” en serie similares al matrimonio —sin el compromiso de este—, junto con una “gestión de la ruptura”, igualmente en serie, similar al divorcio». Todo lo cual explica, bastante bien, tanto el bajo número de matrimonios y su alto porcentaje de rupturas, como la desmedida proliferación de las relaciones (sexuales) prematrimoniales.
Así que, aunque quizá no podamos rescatar del viejo baúl de nuestros abuelos o bisabuelos el baile de salón (¿por qué no?), al menos, podemos tratar de que nuestros hijos recuperen el noviazgo de antaño y su sentido matrimonial. Y estos libros, los libros de Jane Austen, pueden ayudarnos en ello.