Y seguimos con la educación (I): ¿Qué habremos de mostrarles?
«Una escuela rural». Norman Rockwell (1894-1978). |
«La única educación eterna es esta: estar lo bastante seguro de una cosa para decírsela a un niño».
Gilbert Keith Chesterton
«No enseñéis a los niños nada de lo que no estéis seguros. Mejor que ignoren mil veces a que conozcan una mentira».John Ruskin
Como acabamos de ver, Chesterton pensaba que para educar a un niño hay que estar seguro de lo que se le enseña. A la misma idea apunta la otra frase, suscrita por John Ruskin. Ambas frases están tan empapadas de sentido común, que no creo que haga falta profundizar demasiado en ello.
Sin embargo, hoy, muchos niños crecen en una concepción borrosa y confusa sobre lo que son las cosas: sobre qué es el bien y qué es el mal, sobre qué es la belleza y qué es la fealdad, sobre qué es el error y qué es la verdad. Creen que existe un lugar en el que puede encontrarse una cosa y la contraria, y que depende de cada hombre optar por una u otra, en función de su conveniencia o, incluso, de su sentimiento o sensación.
Y no es que ese estado de desorientación sea una aberración. No, ciertamente. No solo es el propio de su característico estado de inmadurez, sino que quizá también sea, la expresión de una naturaleza, de la propia naturaleza humana. El hombre es un ser dónde se encarna esta idea. Un ser herido y propenso a la confusión y al error. Se trata, pues, de una idea que responde a una realidad.
Pero ocurre que esta idea solo puede asimilarse en su correcto significado y trascendencia cuando uno es ya adulto y ha alcanzado su madurez (y, aun así, no siempre, como vemos hoy). Antes de haber alcanzado ese estado, el trato con ella es fuente de una mayor, sí cabe, confusión y desorientación, generando un círculo vicioso de error.
Por ello es algo terrible que hoy se trate con denuedo de inculcar en los niños esta incertidumbre y confusionismo. Hay numerosos estudios que apuntan a un escenario inquietante en el que nuestros niños vagan como perdidos.
Pero esto no es fruto de la casualidad; es el reflejo de la ideología que se les quiere inculcar, con promoción de normas poco claras e indefinidas sobre lo que es bueno y lo que es malo, y sobre lo que es cierto y lo que no, y con la normalización de un tipo humano descafeinado e indefinido que encarna todas esas ideas y sus contrarias, e incluso, las altera y modifica a su capricho.
Y el primer paso en esta dirección, el primer objetivo, intencionado y perturbador, de este espíritu nihilista, es destruir la forma en que, tradicionalmente, los seres humanos civilizados hemos venido tratando a los niños en una sociedad sana. Protegemos su inocencia y los preparamos para la vida adulta, transmitiéndoles, gradualmente y a su debido tiempo, tradiciones y sabiduría, haciéndoles partícipes de aquello de lo que, en lo posible, estamos seguros, como decían Ruskin y Chesterton.
Y a esta labor de subversión y destrucción es a lo que se están dedicando muchas escuelas hoy en día, impulsadas por una agenda ideológica proveniente de atalayas mediáticas, consejos de ministros y consejos de administración, y donde destaca, especialmente, la obliteración y destrucción de esta inocencia infantil a través del adoctrinamiento sexual y la denominada ideología de género.
Incluso en el ámbito de la literatura pueden rastrearse conductas tendentes a materializar esa ingeniería social transformadora de la infancia, por ejemplo:
-En las relecturas y reinterpretaciones de los cuentos tradicionales, e incluso en las nuevas historias que involucran a viejos héroes, transmutándolos hasta casi hacerlos desconocidos.
-En las conmutaciones que en las modernas narraciones han sufrido y siguen sufriendo los conceptos de bien y mal, o en la indefinición sobre qué conductas morales se consideran justas y cuáles injustas, con la preponderancia de una filosofía moral utilitarista y otra relativista que lo acapara todo.
Pero esta estrategia no sería tan efectiva si los niños permaneciesen al cuidado de sus padres. Por eso, otra táctica muy extendida consiste en separar a los hijos de sus padres, enardeciendo y alimentando el conflicto que, de forma natural y en mucho menor grado, puede surgir de la convivencia en el seno familiar. De esta manera, aspiran a separar a los chicos de sus familias, a alienarlos y a focalizar su crecimiento en el aislamiento, en la soledad y en el adoctrinamiento. Solo así serán buenos ciudadanos/consumidores/esclavos, solo así serán sumisos y manipulables, y solo así verán al Estado/Corporación mundialista, tan deseado por algunos, como el único refugio, si no, como el único amo.
Se trata, como he dicho, de una estrategia pensada y meditada. De una conducta que responde a un plan. Un maléfico y destructivo plan: el de acabar primero con la inocencia de los niños, arrancándoles de los brazos de los padres, para sumergirles después en un pantano de ideas confusas e intercambiables, imbuyendo en sus cabezas un haz de conceptos deformados o corrompidos.
Como resultado de ello tenemos una infancia y una juventud que anhelan la verdad, pero que flotan desorientadas y perdidas sobre un mar de confusión, error, y desconsuelo.
Por otro lado, y de forma paralela a ese plan de asesinar la infancia, pero trabajando en la misma dirección, nuestra idea moderna sobre la educación ha gravitado hacia un lugar frío, eficiente y mecánico. Hacia un lugar menos humano. Todo se ha reducido a ver las cosas de una manera correcta o incorrecta, de una manera que tiende a oponerse al aspecto poético o soñador que es natural en todo niño. Que renuncia a ver más allá de la superficie de las cosas.
Y es que hemos olvidado el aspecto poético de la educación.
Ahí fuera hay, a nuestra disposición, un conocimiento sobre el mundo al que poder acceder y mostrar a los niños, un conocimiento que es invisible, intangible e inmensurable, y que está más allá del nivel de la experiencia diaria. Les hablo de la realidad primera (en cuanto a fundamental) y última (en cuanto a misteriosa) de las cosas. Una realidad, paradójicamente, oculta y manifiesta al mismo tiempo. Los antiguos y los medievales sabían que la expresión, en términos mundanos y materiales, de ese saber primero, solo puede llevarse a cabo a través de símbolos. Lo llamaban conocimiento poético, y como señalaba santo Tomás, es una vía puesta nuestra disposición para tratar de acercarse a la realidad tal y como es en su misterio oculto; él mismo la definió como «la aprehensión directa de la realidad que inspira respeto y admiración», un conocimiento por con-naturalidad con las cosas.
Dice el verso de Emily Dickinson:
«Un color se yergue
En campos solitarios
Que la ciencia no puede alcanzar
Pero la naturaleza humana siente».
Se trata de una forma de conocer en la que la cabeza consulta al corazón, y donde se aúnan la capacidad de asombro con la inocencia, y el amor con la percepción de la verdadera realidad. Tal y como debieran conocer y expresarse por naturaleza los niños.
A ello se refería san Gregorio Nacianceno cuando escribió, con su corazón de poeta:
«Los conceptos crean ídolos, solo la admiración nos revela algo».
A ello apunta también la conocida máxima del monje medieval Ricardo de San Víctor: «Ubi amor, ibi oculus», donde está el amor, está el ojo; lo que significa que solo aquel que ama ve la realidad, solo el que ama conoce realmente a la persona o al objeto amado, y lo hace de esa forma, viendo, de manera poética, intuitivamente y dejándose llevar por la admiración y el amor.
Pero, tristemente, hoy tenemos eso muy olvidado, aunque ese olvido no lo hace inexistente. Aunque no seamos conscientes de ello, aunque no podamos ya verlo o expresarlo, sigue habiendo un saber manifiesto en las cosas que nos ofrece el conocimiento del orden natural, de su naturaleza y propósito. Un mundo que, como nos recuerda el santo cardenal Newman, guarda «el poder y la virtud oculta en las cosas que se ven y que por la voluntad de Dios se manifiestan».
Por ello, porque estamos seguros de ello, hemos de volver a educar en un modo poético, apelando a eso que está ya en el niño y en el mundo, y que hemos olvidado.
Y en esta labor de redescubrir ese valor sacramental del mundo, esa verdad íntima de las cosas, los artistas están para ayudarnos. Como profetas de la verdad, su trabajo es un intento de sacar a la luz la gloria que está enterrada y cautiva en la creación. Una gloria que no vemos, pero que ellos, a través del símbolo, pueden ayudarnos a vislumbrar.
Decía C. S. Lewis que, «a veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir». Y al otro lado del Atlántico, la escritora católica norteamericana Flannery O’Connor, escribía, más o menos al mismo tiempo, algo similar: «Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera». Ambos se estaban refiriendo a esta forma poética de decir y de entender.
Y así, en las páginas de los grandes y buenos libros se encierra todavía un esquema del mundo conforme a su naturaleza y propósito, a modo de ovillo de Ariadna, que quizá pueda ayudarnos a transitar –a nosotros y a nuestros hijos– por entre el laberinto de la modernidad.
Creo que no puede decirse de mejor manera que aquella que utilizó en su día Platón. Y por esta razón termino con ella:
«¿No sabes –dije yo- que lo primero que contamos a los niños son las fábulas?
(…)
¿Y no sabes que el principio es lo más importante en toda obra, sobre todo cuando se trata de criaturas jóvenes y tiernas? Pues se hallan en la época en que se dejan moldear más fácilmente y admiten cualquier impresión que se quiera dejar grabada en ellas.
¿Hemos de permitir, pues, tan ligeramente, que los niños escuchen cualesquiera mitos, forjados por el primero que llegue, y que den cabida en su espíritu a ideas generalmente opuestas a las que creemos necesario que tengan inculcadas al llegar a mayores?
(…)
Porque el niño no es capaz de discernir dónde hay alegoría y dónde no, y las impresiones recibidas a esa edad difícilmente se borran o desarraigan. Razón por la cual hay que poner, en mi opinión, el máximo empeño en que las primeras fábulas que escuche sean las más hábilmente dispuestas para exhortar al oyente a la virtud».