1.02.25

Los demonios y la literatura (I)

                          «San Agustín y el Diablo». Obra de Michael Pacher (1435-1498).
 

          

        

«¡Qué hacer! Nos lleva un demonio
dando tumbos por el campo.
¿Cuántos son? ¿Adónde corren?
¿Por qué cantan con tal pena?
¿Van al entierro de un duende
o a casar a una hechicera?»

Alexander Pushkin

 

 

Hoy se habla, con poco rigor o manifiesta mala fe, de la inexistencia del Infierno o de su vacío; y ello, a pesar de las claras y repetidas alusiones a ese lugar por parte del mismo Cristo. Pero no voy a navegar por esas aguas. Me centraré más bien en aquellos que, sin ningún género de duda, estarán allí.

De igual manera que cuando hablamos del infierno, hoy son legión quienes, dentro y fuera de la Iglesia, niegan la existencia de su más insigne habitante y sus adláteres: Lucifer y sus demonios. Los negadores de Satanás sostienen que el pecado y la maldad del hombre son suficientes por sí mismos, y que, por ello, no necesitamos a Satán ni a sus legiones.

Además, muy ufanos, argumentan que cuando se habla del Demonio, ni la Sagrada Escritura lo entiende como una entidad real y concreta, sino solo como una abstracción: el concepto del mal. La identificación es, por lo demás, fácil: existe el mal, y nadie duda de esto, y decir que es a este mal a lo que llamamos demonio es fácil de hacer, y hasta de creer, en nuestro mundo de hoy; así, con satisfecha ignorancia, cierran el asunto afirmando que el demonio es únicamente una personificación del mal, una cara –por supuesto ficticia– que ponemos al mal para hacerlo más comprensible. Algo, por lo demás, muy humano.

Pero algunos sabemos que no es así. Alguien en quien confiamos más que en nadie nos lo ha dicho.

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9.01.25

La importancia de la poesía (IV): Poesía e infancia

                                   «Niña leyendo». Jessie Wilcox Smith (1863-1935)

      

      

      

 

«Porque la poesía también es una pequeña encarnación, dando cuerpo a lo que antes había sido invisible e inaudible».

C. S. Lewis. 

 

 

 

El mundo es un regalo. Está ahí fuera, aguardando. Espléndido y magnífico. Únicamente hay que tener abiertos los ojos, los oídos, todos nuestros sentidos, y gozar. Extasiarse en medio del asombro, dejarse deslumbrar, y ser felices. Solo se nos pide algo: estar atentos, expectantes, preparados para amar las maravillas que nos ofrece la Creación, para captar la verdad, la belleza y la bondad que la desbordan. Por ello, no podemos privar de este obsequio a los niños. Sería un crimen imperdonable. Ellos deben poder contemplar lo bueno, bello y verdadero, y amarlo por lo que es.

Sin embargo, esta imprescindible atención solo prospera en un ambiente de verdadero ocio. Como dice el filósofo alemán Josef Pieper, el ocio es «dejar que las cosas sucedan. (…) Es una forma de silencio, de ese silencio que es el requisito previo para la aprehensión de la realidad». Pero esta «aprehensión» de lo real es algo que solo puede apreciarse como un regalo. Pieper continúa señalando: «Al principio, siempre está el regalo». ¿Y quién está al principio? Los niños, claro. La infancia es nuestro principio. Un poeta escribió una vez: «El niño es el padre del hombre». Y quien compuso este verso, como todo verdadero poeta, tenía ojos de niño. Por eso los poetas y los niños se asemejan. Y por eso nuestros pequeños han de conocer y amar la poesía.

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23.12.24

El Dios de la cueva

                    «La Natividad». Obra de Mijaíl Vasílievich Nésterov (1862-1942).

        

         

          

    

«El Dueño de todo vino en forma de siervo, revestido de pobreza, para no ahuyentar la presa. Habiendo elegido para nacer la inseguridad de un campo indefenso, nace de una pobrecilla virgen, inmerso en la pobreza, para, en silencio, dar caza al hombre y así salvarlo».

Sermón en la Natividad del Salvador.

San Teodoto de Ancira

      

            

      

EL DIOS DE LA CUEVA

G. K. Chesterton

      

El presente esbozo de la historia humana comenzó en una cueva, esa cueva que la ciencia popular asocia al hombre de las cavernas y en la que el descubrimiento práctico encontró arcaicas pinturas de animales. La segunda mitad de la historia humana, que fue como una nueva creación del mundo, comienza también en una cueva. Y como una sombra de tal suposición los animales vuelven a estar presentes. Esta cueva era utilizada como establo por los montañeros de las altiplanicies de Belén que todavía conducen sus ganados por tales agujeros y cavernas en la oscuridad de la noche. Aquí fue, bajo la roca, donde una pareja sin hogar buscó cobijo junto al ganado, cuando les fueron cerradas las puertas del abarrotado caravansar, y aquí, bajo las mismas sendas de los transeúntes, en una oscura morada del suelo del mundo, nació Jesucristo. Esta segunda creación se hallaba simbólicamente enraizada en la primitiva roca o en el esbozo de aquellos cuernos de la manada prehistórica. Dios era también un Hombre de las Cavernas y, como aquél, había esbozado también la forma de unas criaturas extrañas, curiosamente coloreadas sobre la roca del mundo. Pero en este caso, las pinturas habían cobrado vida.

Un fondo de leyenda y literatura, que continuamente crece y que nunca terminará, ha repetido y ha hecho resonar los cambios en esa singular paradoja: que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran demasiado pequeñas para alcanzar a tocar las enormes cabezas de los animales. Sobre esta paradoja, casi podríamos decir sobre esta broma, se funda toda la literatura de nuestra fe. La podemos considerar una broma al menos en esto: que es algo que el crítico científico no puede ver. Éste explica laboriosamente la dificultad que, de modo desafiante y casi burlón, hemos exagerado siempre, y levemente condena como improbable algo que hemos exaltado casi hasta la locura como increíble, como algo que sería demasiado bueno para ser verdad, pero que era verdad. Cuando ese contraste entre la creación del universo y el nacimiento local y minúsculo ha sido repetido, reiterado, subrayado, acentuado, celebrado, cantado, gritado, rugido —por no decir vociferado— en cien mil himnos, villancicos, versos, rituales, cuadros, poemas y sermones populares, se podría decir que prácticamente no necesitamos un crítico de mayor rango para atraer nuestra atención sobre un elemento un tanto extraño en torno a ello, especialmente uno de esos críticos que parecen tardar mucho tiempo en entender una broma, aun la suya propia. Pero sobre este contraste y combinación de ideas, debemos hacer referencia aquí a un elemento relevante para la tesis de este libro. El tipo de crítico moderno del que hablo, generalmente concede gran importancia a la educación y a la psicología. Nunca se cansa de decir que las primeras impresiones determinan el carácter por la ley de la causalidad, y se pondrá muy nervioso si a los ojos de un niño se presenta un muñeco de trapo negro que podría contaminar su sentido visual de los colores, o ante él se produce un estridente sonido cacofónico que podría turbar prematuramente su sistema nervioso. Con todo, pensará que somos un poco estrechos de mente si decimos que esto es, exactamente, por lo que hay una diferencia entre ser educado como cristiano y ser educado como judío, musulmán o ateo. La diferencia está en que los niños católicos han aprendido de los cuadros, mientras que los niños protestantes han aprendido de los relatos, y una de las primeras impresiones en su mente ha sido esta increíble combinación de ideas puestas en contraste. No se trata de una diferencia puramente teológica. Es una diferencia psicológica que puede durar más tiempo que cualquier teología. Realmente es, como les encanta decir a estos científicos sobre cualquier tema, algo incurable. Cualquier agnóstico o ateo que, en su niñez, haya conocido la auténtica Navidad tendrá siempre, le guste o no, una asociación en su mente entre dos ideas que la mayoría de la humanidad debe considerar muy lejanas la una de la otra: la idea de un recién nacido y la idea de una fuerza desconocida que sostiene las estrellas.

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17.12.24

Navidad, imagen y belleza

    «La adoración de los pastores». Obra de William-Adolphe Bouguereau (1825-1905).

            

               

  

«Gloria a Dios en lo más bajo,
Torrente de estrellas en avalancha,
Donde el rayo se cree el más lento
Y el relámpago teme llegar tarde:
Mientras los hombres se sumergen en busca de la hundida joya.
Persiguiéndola, cazándola, acosándola:
La estrella caída la ha encontrado en la cueva de Belén».

G. K. Chesterton. Gloria in profundis

          

      

                            

Les he hablado muchas veces de la belleza, de su vital importancia y de su radical consustancialidad con nosotros. Anhelamos la belleza, la perseguimos sin descanso, intentamos hacerla nuestra, pero siempre en vano, pues no nos corresponde darle alcance en esta existencia terrenal. Intuimos su trascendencia y su identidad con nuestro destino, aunque no podemos comprenderla del todo.

Su cercanía primera se nos mostró en un lugar humilde y pobre, lejos de los fastos y los oropeles de la gloria mundana. El cardenal Newman nos remite, con sencillez y asombro, a esa belleza de la Natividad con unas breves palabras. Así nos dice:

«Lucas 2 describe la escena. Nos remite al Paraíso, a Adán y Eva y a los Cantares.

Podríamos imaginar que no hubo caída. Vemos a Cristo, como si no hubiera venido a morir, y a su Madre inmaculada; a los ángeles; a los animales, como en el Paraíso, obedeciendo al hombre.

Todos parecemos atrapados y transformados en su belleza —“de gloria en gloria”—, como San José».

A esa belleza han tratado los hombres, desde hace más de dos siglos, de rendir honor.
Buscando manifestaciones de esa mezcla arrebatadora y sublime de asombro, alegría y belleza, me he permitido, como ya he hecho antes, acercarles algunas muestras de este pobre hacer humano: creaciones artísticas que, como dice Tolkien, nacen «según la ley en la que fuimos creados». Son obras fruto del esfuerzo de artistas que, con su arte y su estilo, han tratado de mostrar ese acontecimiento inefable.

No son las más grandes expresiones que los hombres, en ejercicio de su arte, han alcanzado. Pero son hermosas en un sentido eterno, de humildad mundana y de muda adoración.

Ahí las tienen.

 

Albert Edelfelt (1854-1905).

 

James Tissot (1836-1902).
 

Carlo Maratta (1625–1713).

 

Carl Heinrich Bloch (1834-1890).

 

Hugo Havenith (1853-1925).

 

Gustave Doré (1832-1883).

 

William Ladd Taylor  (1854-1926).

 

William Brassey (1846-1917).

 

James Tissot (1836-1902).

 

Harold Copping (1863-1932).

11.12.24

La Navidad. Otra vez, y siempre, la Navidad

                                       «Navidad». Obra de Jan Pienkowski (1936-2022).

               

     

          

          

«Por tanto el Señor mismo os dará una señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel».

Isaias, 7, 14

 

     

          

               

Hay un poema de Charles Péguy que, muy en su estilo, pone en boca de Dios el siguiente reproche:

O bien celebrar la Navidad y recibir
a mi Hijo, obedecer a mi Hijo,
o bien no recibir a mi Hijo,
y entonces no celebrar la Navidad,
Es necesario ser razonable, dice Dios.

Lo que Péguy atribuye al Creador es, sin duda, lo coherente y razonable. Se supone —aunque a veces sea mucho suponer— que nosotros, los seres humanos, somos criaturas sensatas que nos regimos por la razón. Esto lo afirman incluso quienes no creen en nada; incluso los materialistas y mecanicistas que dejan todo bajo la égida del caótico azar.

Sin embargo, nada acontece así. Aquellos que «no reciben al Hijo» celebran igualmente la Navidad, aunque de forma puramente nominal. Una Navidad en minúsculas, vacía de todo contenido original y trascendencia; utilizada como excusa para el placer y el consumo materialista, como una mera apropiación usurpadora, como quien toma sin permiso aquello que no le pertenece. Como señalaba el vizconde de Chateaubriand en sus días post-revolucionarios, es sabido que los hombres no religiosos se apropian de las fiestas religiosas:

«¡Cosa extraña! ¡Los hombres poderosos que hablaban en nombre de la igualdad y de las pasiones, no han podido fundar jamás una fiesta! (…). No basta decir a los hombres “regocijaos”, para que se regocijen, porque no se establecen días de placer como de luto, ni es tan fácil mandar reír como hacer llorar».

El filósofo Josef Pieper escribió todo un libro sobre ello, titulado Una teoría de la fiesta (1963), en el que aborda la importancia de la celebración y del tiempo festivo en la vida humana. En él, desarrolla la idea de que la fiesta, siendo humana en su realización, se apoya en lo divino y trascendente. Sin ese elemento trascendente, afirma sin medias tintas el filósofo alemán, el hombre no es capaz de disfrutar la fiesta. Pieper sostiene que la fiesta, como pausa del trabajo que es, como «pérdida de ganancia útil» o «renuncia al sueldo de un día de trabajo», significa no solo que no se trabaja, sino que se consuma una ofrenda».

La Navidad de nuestros días se encuentra en la tesitura de perder su trascendencia y su verdadero sentido. A este respecto, Pieper nos dice:

«Los cientos de miles de luminarias de la publicidad navideña no pasan de ser, en el fondo, un lujo miserable, sin capacidad real de irradiación. Puede recordarse aquí la atinada observación de G. K. Chesterton sobre los anuncios luminosos del nocturno Times Square en Nueva York: “¡Qué cosa tan extraordinaria para quien tenga la suerte de no saber leer!”».

Este es el estado de la cuestión. Siendo así, incluso muchos de aquellos que dicen recibir, o deberían intentar recibir al Hijo, no celebran lo que hay que celebrar, sino que se han entregado a un sucedáneo descafeinado, una mezcla de pompa, confeti y sonrisas heladas de tolerancias y solidaridades huecas.

Chesterton, en un artículo titulado Manteniendo el espíritu navideño, publicado en The Illustrated London News el día de San Esteban de 1925, plasmó sus ideas sobre los esfuerzos comerciales para crear una Navidad sin cristianismo, vislumbrando ya entonces este estado decadente:

«En realidad, han conservado algunas de las palabras y la terminología, como Paz, Justicia y Amor, pero hacen que estas palabras representen una atmósfera completamente ajena a la cristiandad; conservan la letra y pierden el espíritu. Y lo que sucede con la cristiandad, sucede con la Navidad. Si los hombres supieran exactamente lo que quieren decir con Navidad y luego comenzaran a crear nuevos símbolos, nuevas ceremonias o nuevas celebraciones, podría ser algo muy bueno. Algo parecido puede suceder todavía, muy probablemente, en ese mundo de hombres modernos que sí saben lo que significa la Navidad. Pero la mayoría de las modificaciones modernas que se han analizado en la revista y en otros lugares fueron todo lo contrario de esto.

No eran otra cosa que formas a través de las cuales los hombres podían conservar el nombre de Navidad y algunos símbolos navideños descoloridos, mientras hacían algo totalmente diferente. Lo que quieren decir quienes escriben en la revista es simplemente esto: que unas cuantas ramitas de acebo y muérdago deberían colocarse en grandes hoteles norteamericanos, recalentados y acondicionados para personas sin hogar, donde la gente se olvidaría por completo de la Navidad, se aburriría al solo pensar en ella y blasfemaría contra la esencia sagrada de la Navidad con su sofisticación, saciedad y desesperación. Están demasiado cansados para sentir el espíritu; demasiado cansados para mejorar el simbolismo; y, lo que es más, están demasiado cansados para alterar el nombre».

Lamentablemente, en múltiples ámbitos de nuestro civilizado mundo, la Navidad sufre este desdén y abandono; esta deconstrucción agnóstica y secular. 

Esto se manifiesta también en la literatura, y especialmente en la literatura infantil y juvenil. Con honrosas excepciones, las editoriales no parecen interesadas en publicar libros hermosos y de calidad que, en época navideña, hablen de la verdadera Navidad y no del, extraño para nosotros, Papá Noel, del reno de la nariz roja o, peor aún, de una fraternidad mundial impregnada de diversidad y tolerancia excesiva. No parece mucho pedir, pero esta es la realidad. No obstante, aún hay esperanza. A continuación, les presento algunos libros que, en mi opinión, alcanzan esos estándares de calidad y belleza y que capturan el verdadero espíritu navideño.



DIEZ ANGELITOS, de Else Wenz-Viëtor.

 

Con un diseño original (los angelitos del título sobresalen de las tapas como un marcapáginas) y unas ilustraciones encantadoras, la autora e ilustradora Else Wenz-Viëtor, probablemente la ilustradora de libros infantiles más conocida y prolífica de la Alemania de los años veinte y treinta, nos presenta el día de Navidad a través de unos querubines que no cesan de trabajar por el bien de los más necesitados, guiados por la virtud de la caridad. ¿Qué mejor día que el del nacimiento del Señor para enseñar a los niños lo que Él vino a regalarnos: la salvación a través del amor?



LA NATIVIDAD, de Géraldine Elschner.

 

Este libro de Géraldine Elschner, en formato álbum ilustrado y recientemente publicado por Kokinos, lleva un título inconfundible: La Natividad. Presenta la historia del nacimiento de Jesús a través de las imágenes intemporales del maestro italiano Giotto, que destacan por su brillo y expresividad conmovedora. El breve texto de la autora, basado en los evangelios de San Lucas y San Mateo, narra la historia del nacimiento de Cristo de manera accesible para los niños.

    

ADVIENTO EN FAMILIA: Con el Árbol de Jesé, de Paloma Estorch.

 

Paloma es madre de familia numerosa y se dedica plenamente a la educación de sus hijos. Cuando digo “plenamente", me refiero a que es una pionera en nuestro país en la educación en casa (homeschooling), y es una referencia y guía sobre el tema, habiendo publicado varios libros estimables. Además, es una buena amiga. Con la publicación de esta obra imprescindible, Paloma comparte su experiencia utilizando el Árbol de Jesé como guía para una preparación significativa de la Navidad. En este libro encontrarán lecturas, actividades y material para compartir en familia y vivir con plenitud el Adviento.
Como ella misma señala, este libro puede ser también una tabla de salvación para quienes se sientan desencantados con la Navidad y deseen reconciliarse con estos días, recuperando su verdadero y santo sentido. Es un libro muy necesario que pronto se convertirá en imprescindible.

 

     
LA HISTORIA DE LA NAVIDAD, de Katharine Bamfield (autora) y Margaret Tarrant (ilustradora).

 

El relato de la primera y siempre viva Natividad se representa, paso a paso, en este hermoso libro. Las acuarelas expresivas de Margaret Tarrant y los breves y claros párrafos de Katherine Bamfield nos muestran los distintos episodios de la Navidad: desde la Anunciación y el nacimiento de Jesús, hasta la visita de los pastores, los Reyes Magos y, más tarde, la huida a Egipto. Se trata de un clásico atemporal que al fin ha merecido una bonita edición en castellano. ¡No se lo pierdan!
¡Qué tengan una feliz y santa Navidad!

  

P. D.
Por último, les comparto no solo las entradas anteriores de este blog relacionadas con la Navidad, sino también, como es costumbre, una recopilación de relatos y poemas navideños.

Entradas:

LECTURA PARA NAVIDAD

DE LA NAVIDAD Y DE LOS LIBROS COMO REGALO NAVIDEÑO

NAVIDAD

NAVIDAD: LIBROS PARA LOS MÁS PEQUEÑOS

LA NAVIDAD,LOS MONJES Y UN PEQUEÑO Y HERMOSO LIBRO

TIEMPO DE NAVIDAD, INFANCIA Y POESÍA

NAVIDAD Y REGALOS: ALGUNAS RECOMENDACIONES

POESÍA Y NAVIDAD

LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS DE ORIENTE

LA NATIVIDAD: REALISMO, ILUSTRACIÓN Y SÍMBOLO

    

Compilaciones de relatos y poemas navideños:

POEMAS PARA EPIFANÍA Y REYES

POEMAS PARA NAVIDAD I

POEMAS PARA NAVIDAD II

MÁS POEMAS PARA NAVIDAD, ADVIENTO Y REYES

SEIS PEQUEÑOS CUENTOS PARA NAVIDAD Y EPIFANÍA

CUENTOS Y POEMAS PARA NAVIDAD Y EPIFANÍA