De charla con los libros: la gran conversación
«Niñas leyendo». Hugo Salmson (1843-1894). |
«Le encantaban los libros, esos amigos poco exigentes pero fieles».
Víctor Hugo. Los Miserables
«En los libros encuentro a los muertos como si estuvieran vivos,
en los libros veo lo que está por venir…
Todo decae y pasa con el tiempo…
Toda fama caería víctima del olvido
si Dios no hubiera dado a los hombres mortales el libro para ayudarlos».Richard De Bury. Philobiblon
Al tratar de las bonanzas y los provechos de los libros es un tópico, y de los más usados, el de la gran conversación. Les hablo de un tipo de conversación densa y profunda, nacida de los mismos libros, que, a poco que nos descuidemos, pueden envolvernos ––a nosotros y a nuestros hijos–– en un diálogo que no conoce límites temporales ni espaciales, poniéndonos en contacto con algunas de las mayores y más geniales mentes que han existido.
Robert M. Hutchins, decano de la Universidad de Chicago, donde a finales de los años 30 del pasado siglo, junto con su amigo y colega, el filósofo católico Mortimer Adler, puso en marcha el primero de los programas universitarios de estudio de los grandes libros, escribió al respecto lo siguiente:
«La tradición de Occidente se manifiesta en la gran conversación que se inició en los albores de la historia y que continúa hasta nuestros días. Cualesquiera que sean los méritos de otras civilizaciones en otros aspectos, ninguna civilización es como la occidental en este sentido. Ninguna puede pretender que su característica definitoria sea un diálogo de este tipo. (…). Su elemento dominante es el Logos».
Pero, por supuesto que para iniciar y mantener esa conversación no es imprescindible embarcarse en ningún curso universitario como el de los señores Hutchins y Adler. Puede comenzarse ya de niño, y si bien a esas alturas los niveles de dificultad y profundidad serán, obviamente, superficiales, la charla irá preparando –como escribió John Senior–, a la imaginación y al intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros. Proseguía el profesor Senior: «No es un comentario frívolo decir que una persona que haya tomado contacto en su infancia con las rimas y los ritmos de las rimas y pareados infantiles también ha cultivado los sentidos y la mente para la lectura de Shakespeare». Y ello, porque, según él, «las ideas seminales de Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomas germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto».
Así que nunca es demasiado pronto para comenzar este fecundo el dialogo.
En todo caso, he de precisarles que esta conversación va más allá de la mera recepción intelectual, emocional y vivencial por el lector de aquello que el autor trata de transmitir (que ya sería mucho). Va más allá, sí. Cada vez que leemos con atención concentrada; cada vez que ponemos el corazón, el alma y todos los sentidos en un buen libro, algo más sucede.
Ciertamente, los libros son objetos materiales, no hay duda. Algo compuesto de pasta y celulosa; una ingeniosa mezcolanza de papel y tinta. Pero no debemos olvidar que también son creación del esfuerzo intelectual de otros seres humanos. Así como tampoco, que no surgen en cualquier momento y de cualquier forma, sino con la intención –otra cosa es su logro– de ser lo mejor dicho y pensado, fruto de intelectos brillantes y, al menos, peculiares, en un momento de plena conciencia creativa.
Además, no es baladí constatar que su lectura tiene lugar, muchas veces, en la intimidad de nuestros corazones, con nuestro intelecto abierto y atento a recibir y acoger. Por ello, los libros, al leerlos de esta forma, nos hacen más vivos, más sabios, más humanos; desafían nuestra subjetividad, nuestras convicciones, nuestros prejuicios, nuestra posición ante la vida; y nos inducen a escuchar todo tipo de voces: las voces de otros hombres. Y, por si fuera poco, además de hablarnos y permitirnos hablar con sus autores, los libros hablan con otros libros y nos enseñan a leer de una forma nueva: conversando, contrastando, discutiendo y amando. Y todo ello, a través de los siglos.
Por último, los libros nos impulsan –a algunos– a escribir; que es una forma derivada y más sutil de leer; y quizá, una forma más elevada e intensa de hacerlo. El que escribe ve afinar su pensamiento; lo ordena y depura; se vuelca hacia la precisión; atiende a un texto con atención y cuidado extremos; trata de desentrañar todos sus significados; e incluso, de añadir otros menos evidentes.
Al leer y escribir buenos libros, y reflexionar sobre ellos, se entra en esa gran conversación que ha durado siglos y que perdurará mientras perdure el mundo. Escribió el poeta Robert Southey una vez:
«Mis amigos infalibles son ellos,
Con quienes converso día a día».
Y nuestro Francisco de Quevedo nos regaló sobre el asunto estos conocidos versos:
«Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos».
Los libros, por tanto, nos hablan. Y conversan con nosotros, incluso cuando nadie más lo hace. El Dr. Johnson escribe: «Tengo una razón más para leer, que el tiempo, al quitarme a mis compañeros, me dejó sin oportunidades para conversar»; así, el gran conversador que fue pudo continuar con su gustoso hábito cuando ya no podía hablar con sus amigos fallecidos.
Aunque, es verdad, se trata de una conversación peculiar, pues suele ser silenciosa (he hablado de esto aquí). Señala con agudeza Holbrook Johnson en su curioso Anatomy of Bibliomania, lo siguiente:
«Muchos han dicho que una de las preciosas cualidades de esta compañía [la de los libros] es que es silenciosa; pero hay toneladas de evidencia de que, aunque silenciosos, los libros no son mudos, saludan a sus amantes y están siempre dispuestos a hablar con ellos».
Así que, aunque silenciosos, no son mudos, claro que no. A pesar de que no hablen en alto (si bien a veces lo hacen, solo tenemos que prestarles nuestra voz), sus musitados discursos llegan muy profundamente, al fondo del alma; conmueven el corazón, estimulan el intelecto; apremian y azuzan a la voluntad; ejercitan nuestra memoria; acarician el alma; e incluso la sacuden y la despiertan cuando parece dormida o anestesiada. Pero para ello, hay que estar atentos.
Tal y como nos dice Emily Dickinson, su musitar es como el viento, y
«Ofrecen una música, como de melodías
sopladas trémulamente en un cristal».
Una música muda que invita a escuchar. Con un silencio de «melodía sin frase», de «melodía sin fecha», como dice la poeta. Silencio cuyos «ecos vuelan por el aire frío», o hacen «retumbar el aire mudo». Un silencio de lo más elocuente, íntimo y locuaz en su susurro. Así es la lectura profunda, que nos adentra en las entrañas mismas del libro.
Además, se trata de un dialogo agradable, que, con el tiempo, puede hacer nacer en nosotros un afecto que podríamos denominar libresco. Maquiavelo, que poco tenía de compasivo y sentimental, decía que cuando leía y estudiaba «pasaba a las antiguas cortes de los hombres antiguos, para ser recibidos con amor por a ellos».
Se trata de un sentimiento que nos toca el corazón y puede condicionar nuestra vida. San Anselmo se apartaba del mundo para dedicarse a sus libros favoritos, que apenas podía abandonar ni de noche ni de día, pues, como san Jerónimo y san Isidoro, era un gran amante de los libros. A mediados del siglo XIV, Richard de Bury, obispo de Durham, llegó a escribir un breviario sobre el amante del libro, el Philobiblon, donde puso de manifiesto su gran pasión.
Este afecto libresco va más allá de la trama, del estilo, o de la brillantez de la escritura, profundizando en una sima arcana y muy particular, y despertando una sensibilidad densa y significativa difícilmente explicable. Y termina conduciendo a una ligazón con la obra, a un compromiso. Asumir un compromiso con alguien implica vincularse totalmente con él, hacerle una promesa. Comprometerse con un libro es algo parecido. Hay una conversación, a veces incluso una relación continua, entre el lector y lo leído, y el lector y el escritor. En algunos casos se circunscribe al solo libro de un solo escritor, incluso aborreciendo al escritor mismo. En otras ocasiones la relación se establece con un escritor concreto y con todo lo que produce. Y muchas veces abarca a varios libros y varios escritores.
Así que, adentrémonos en esa conversación, y hagámoslo con nuestros hijos. Si elegimos los libros adecuados nacerá entre ellos y nosotros un afecto sincero. Aunque habremos de ser prudentes: no hay que llegar a los extremos de perder casi la razón, como el caso del bibliófilo del que nos habla Flaubert:
«Esta pasión le había absorbido por completo. Apenas comía, ya no dormía, pero soñaba días y noches enteras con su idea fija: los libros. Soñaba con todo lo que una biblioteca real debía tener de divino, sublime y bello, y soñaba con hacerse una biblioteca tan grande como la del Rey. ¡Cuán libre respiraba, cuán orgulloso y fuerte se sentía, cuando echaba el ojo a las inmensas galerías donde la vista se perdía en los libros! ¿Levantaba la cabeza? ¡libros! ¿La bajaba? ¡Libros! A la derecha, a la izquierda, ¡aún más libros!».
Creo que fue John Donne el que afirmó que el mundo es un gran volumen y el hombre su índice. No sé si esto es así, pero es una imagen sugerente. Y con ella les dejo.