Más buenos libros sobre el bien pensar en los tiempos de la sinrazón
«Platón medita ante la tumba de Sócrates». Grabado del XIX. Autor desconocido. |
«Vamos, razonemos juntos».
Isaías, 1, 18
La necesidad de razonar es para el hombre algo con lo que viene de fábrica. Y la de razonar bien está íntimamente ligada con dos aspectos fundamentales de su existencia: su supervivencia y su trascendencia.
El primer aspecto pertenece al orden de lo natural, y el segundo al de lo sobrenatural. Uno, opera sobre la naturaleza, y el otro, se deja operar por la gracia. Pero ambos son necesarios, tanto para nuestro florecimiento como seres humanos, cuanto para poder completar el destino para el que se nos creó.
Y hoy, este aspecto del razonar bien, no solo se encuentra bastante descuidado (pensemos en los planes curriculares de enseñanza a que se ven sometidos nuestros chicos, con tantas competencias y habilidades huecas), sino que, a mayores, su correcto ejercicio se ha visto perturbado por una enfermedad, moral y cognitiva, que nos asola. Una dolencia no reconocida, que es desencadenada y promovida por una mezcolanza de tecnología digital, diluyente y fragmentadora del pensamiento, y una descomposición, moral y de costumbres, causada por delirios igualitarios y depravaciones sexuales por igual, que hacen que la razón se vuelva odiosa e intolerable, e incluso extraña, y que trae consigo un daño psicológico acumulativo. De esto ya les he hablado aquí.
Pero, quizá el ejemplo de asistir al ejercicio excelente de esa capacidad pueda ayudar, pues nos sigue moviendo la admiración, y seguimos creciendo como hombres con la imitación de aquellos a quienes admiramos. Así que, la emulación del excelso pensador puede llevarnos a una mejora en el desarrollo y práctica de nuestra innata capacidad para el uso de la razón.
Como ya comenté con ustedes en alguna ocasión, la literatura detectivesca es dónde se encuentra este buen uso de nuestra capacidad de razonar, mejor expuesto y de forma más atractiva. Así que, ahí van unas cuantas sugerencias más.
Antes de nada, he de advertir que no voy a hacer apología de la totalidad del género. Tras la segunda guerra mundial, la novela de detectives toma un nuevo rumbo; se hace más amarga, más ambigua y desencantada. El detective y el criminal se vinculan, se confunden, lo que hace que las acciones del primero sean técnicamente indistinguibles de las de su oponente criminal. El detective cree que para lograr sus fines, inicialmente correctos, de impartir justicia y desenmascarar al mal, valen cualesquiera medios. De esta manera, en las novelas de Mickey Spillane, Ian Fleming o Jim Thompson, la criminalidad es manifiesta, e incluso celebrada. Y aquellos que se resisten a esta ambigua moral se vuelven tan desencantados y escépticos que, poca y mala enseñanza pueden ofrecer, y pienso en tipos como el Lew Archer de Ross Macdonald, por ejemplo.
Por ello me voy a referir a otro tipo de investigador, más clásico, más aristotélico, y, por lo tanto, siempre de mano de la lógica, más firme en la verdad y la justicia.
Empezando por los más pequeños, dos series de títulos vienen a mi mente: Enciclopedia Brown, de Donald J. Sobol, y Los tres investigadores, de Robert Arthur Jr., y otros.
Algunas de las portadas, ilustradas por Badia-Camps. |
Bajo el nombre genérico de Enciclopedia Brown se presentan una serie de novelas cuyo protagonista es el niño detective de 10 años, Leroy Brown, apodado «Enciclopedia» por su gran inteligencia y vasta cultura. La serie se compone de 29 volúmenes, el primero publicado en 1963 y el último póstumamente en 2012, editados en España por Molino, y en cada uno de ellos se recogen diez breves casos, uno por capítulo.
Los misterios están destinados a ser resueltos por el joven lector, gracias a la colocación de una inconsistencia lógica o fáctica en algún momento del relato y la siembra de las pistas necesarias para la resolución del problema a lo largo del mismo, lo que ayuda a enganchar a los chicos y les entrena en la observación y el análisis. En todas las historias, Brown ayuda a su padre, el jefe de policía local, a resolver un crimen. Al final, Brown, su padre o su amiga Sally resuelven el caso exponiendo la referida inconsistencia, que se detalla en la sección Respuestas en las últimas páginas de cada libro.
Aunque se trate de una “chuche”, la serie gozó de cierto prestigio entre los escritores del género, recibiendo en el año 1976 el premio especial Edgar (en honor a Edgar Allan Poe, como el pionero en la novela de detectives) que otorga la Asociación Americana de Escritores de Misterio (Mystery Writers of America). Para lectores de 7 años en adelante.
Portadas de la runos títulos, ilustradas por Badia-Camps.. |
Los tres investigadores (título completo, Alfred Hitchcock y los tres investigadores) son Júpiter Jones, Peter Crenshaw y Bob Andrews, amigos y detectives aficionados de entre 13 y 14 años que se dedican a resolver los casos que se les presentan. Tienen su cuartel general en una antigua caravana, escondida entre montones de chatarra en un rincón apartado del depósito de chatarra de los tíos de Júpiter, conocido como el patio salvaje, en algún lugar de California. Sus casos suelen implicar la investigación de fenómenos desconcertantes y aparentemente misteriosos, o incluso sobrenaturales, pero que finalmente son resueltos por los protagonistas con la aplicación de la razón y la lógica, generalmente haciendo uso del principio de la navaja de Ockham: que la explicación más simple y racional debe preferirse a cualquier otra que requiera suposiciones adicionales o más complejas.
El autor, pensó que involucrar en el título y la presentación de las historias a una persona famosa como el director de cine Alfred Hitchcock llamaría la atención del público, y no estaba equivocado. La serie original está compuesta por 43 libros escritos entre 1964 y 1987, y ha sido publicada en España por la editorial Molino. Para lectores de 9 años en adelante.
Para lectores más avezados y maduros (de 14 en adelante) los comento algunos otros títulos. Me refiero a las novelas de la clásica y muy británica Patricia Wentworth, y las del curioso Michael Burt del que poco sabemos más allá de que es inglés, católico y lector de Chesterton. Burt me fue recomendado en su día por un amigo y comentador del blog, el Anónimo Normando, lo que le agradezco enormemente. Él califica sus novelas de «irresistibles», a causa de su «inteligente ingenuidad y frescura», lo que yo ratifico.
En los relatos de Patricia Wentworth, la protagonista es una de esas mujeres detectives aficionadas de la época dorada, de las que el paradigma es la señorita Marple, de Agatha Christie. En este caso, la señora, mejor dicho, señorita, se llama Maud Silver. Desaliñada, discreta y aprovechándose de los cotilleos, esta investigadora privada, antigua institutriz, aparece en 32 novelas, de las cuales se han publicado en castellano únicamente 6. (Los pendientes de la muerta, La casa fatal, Líneas de fuga, La daga de marfil, La colección Brading y El estanque en silencio). Al igual que su colega Marple, Silver usa su inteligencia y capacidad de observación, una naturaleza inquisitiva, y un excelente conocimiento de la naturaleza humana, para la resolución de crímenes. La serie es entretenida, con toques de humor y, a menudo, historias de amor que se entremezclan con el misterio, lo que acrecienta el atractivo, sobre todo para las jovencitas. Editada por Calleja, Novelas y Cuentos y más recientemente por Bruguera. Para lectores de 14 en adelante.
Michael Burt viene de la mano de Jorge Luis Borges y su amigo Bioy Casares, pues el británico es uno de los autores incluidos en su famosa, y ya mítica, colección, El Séptimo Círculo. En ella podemos encontrar editadas tres de sus novelas: El caso de la joven alocada (1946), El caso del jesuita risueño (1948), y El caso de las trompetas celestiales (1950). Como adivinarán, se trata de un autor que mezcla el misterio detectivesco con la razón, tanto filosófica como teológica, con la presencia de demonios, brujas y otros seres descarriados, y lo hace de mano de su protagonista, el escritor de novelas policíacas, Roger Poyning, siempre con su conspicua barba y su bicicleta. Para muestra, un botón. En El caso de la joven alocada, comienza la novela con una nota de advertencia que dice así:
«NOTA: Con la posible excepción del Diablo, todos los personajes son completamente ficticios».
Y, para terminar, como corolario, y sin dejar la sobrenaturalidad y la teología, les hablo de un libro de relatos de misterio escrito por un sacerdote. No, no son los relatos escritos por monseñor Ronald Knox, uno de los fundadores del Detection Club, una sociedad literaria en la que figuraban escritores legendarios del género como Agatha Christie, Dorothy Sayers, G. K. Chesterton y E. C. Bentley, y que, además, fue quien elaboró lo que se tiene como las 10 reglas básicas de todo relato detectivesco (desgraciadamente, creo que ninguno de sus relatos o novelas, entre las que destacan, The Viaduct Murder, Double Cross Purposes, o Still Dead, han sido traducidos al castellano). No, me refiero a otro sacerdote católico, también británico, también converso. Hablo de Robert Hugh Benson y su obra, Historias sobrenaturales, publicada recientemente por BAC, y que recoge dos de sus libros de relatos, La Invisible Luz y El espejo de Shalott. El primero de ellos se publicó también hace unos años por la editorial Trébedes.
No se tratan, propiamente, de historias detectivescas, cierto, pero dado que la razón no puede contradecirse con la Fe, estos cuentos de Benson vienen al caso, al tratar de conjugar lo que en apariencia no parece conjugable, al mostrarse, en principio, incompresible a los ojos de la mera razón. Pero, lo espiritual está ahí y, si bien su aceptación ha de llevarse a cabo por medio de la fe, ello no significa que sea del todo irracional: hay una comprensibilidad que escapan a las reglas físicas y matemáticas de nuestra ciencia moderna, pero que es también conocimiento y razón. No pueden, por tanto, entenderse estos cuentos meramente como entretenimientos de pura fantasía; no buscan ni el estremecimiento ni el pavor, sino más bien dar un testimonio de fe. Dice así el autor: «el Eterno se manifiesta a sí mismo en términos de espacio y tiempo», por lo tanto, nada ha de tener de extraño que «el mundo «espiritual» y los personajes que lo habitan se expresen algunas veces de la misma manera que lo hace su Creador».
El marco en el que se desarrollan las historias de ambos libros es similar. En el primero de ellos, La Invisible Luz, un visitante se encuentra con un viejo sacerdote quien, en el crepúsculo de sus años, le cuenta historias de su vida. El segundo, El Espejo de Shalott, se sitúa en Roma, donde varios sacerdotes, para entretenerse, se cuentan entre sí experiencias pasadas. Todos estos sacerdotes poseen una visión de lo preternatural que les permite vislumbrar la realidad paralela e invisible que nos rodea; un mundo que está ahí, al alcance de la mano, aunque pase desapercibido para la mayoría.
Benson escribe estos cuentos como si fueran sucesos cotidianos, siendo esta misma mundanidad la que nos muestra que el autor realmente no está tratando de desencadenar terror o miedo en sus lectores, sino una mejor comprensión –a través de la razón–, de eso que el cardenal Newman llamó mundo invisible, aunque manteniendo siempre el aura de misterio que le es propia.
Para chicos de 14 años en adelante.
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