Un buen libro para malos tiempos: «El despertar de la señorita Prim»
«Vistas de Yorkshire». Ronald Lampitt (1906-1988). |
«Creen que añoran el pasado, pero en realidad
su añoranza tiene que ver con el futuro».John Henry Newman
Chesterton, hablando de los materialistas ateos de su tiempo, hizo decir una vez a su famoso padre Brown:
«Todos ustedes juraron que eran materialistas empedernidos y, en realidad, todos se encontraban en el mismo borde de la creencia… de la creencia en casi cualquier cosa. Hay miles de personas que se encuentran en ese mismo borde hoy en día, pero es un borde afilado e incómodo en el que sentarse. No descansarán hasta que crean en algo».
Esta es una gran verdad aplicable a todo hombre: La naturaleza aborrece el vacío. La humanidad simplemente no puede sobrevivir sin un patrón, una dirección, una forma, una estabilidad. Anhelamos vivir dentro de un orden que nos trascienda, de un orden al que atenernos, o nos disgregaremos en pequeños átomos aislados por la soledad y el desarraigo.
Ahora bien, así como el alma es la forma del cuerpo, algo espiritual tiene que ser el principio ordenador de una sociedad. Por eso, una vez asesinado Dios –como diría Nietzsche–, el ateo debe sustituirlo por algo que esté sobre él. Y si bien ese algo debe ser no religioso en sí mismo, no obstante, debe elevarse a un nivel religioso para lograr su fin. Esta es la función de las ideologías.
Pero, si se seduce a los hombres para escapar de un orden (de lo liberador que resultaría no estar sujeto a un orden) con el objetivo de, una vez destruido este, sustituirlo por otro, previamente conviene dejar a los hombres sumergirse en la oscuridad del caos resultante de ese vacío. Asesinado un Dios, antes de crear un nuevo dios que lo sustituya y restablezca las cosas, debe dejarse sentir lo terrible que es vivir en ausencia del orden por Aquel creado. Hay que hacer sentir el peso del vacío y restaurar la natural necesidad de un orden.
Esta visión es el núcleo de cualquier ideología. Y hoy vivimos ya sumergidos en ellas. El liberalismo (y sus adláteres, socialismo/comunismo y fascismo/nazismo) fueron los encargados de demoler el viejo orden y de sumirnos en el caos. Ahora, mientras nos vemos arrastrados por la vorágine resultante, se nos presenta como salvador un Nuevo Orden Mundial (del que la famosa Agenda 2030 es solo una mera introducción). Un nuevo paradigma que es una caricatura de lo cristiano a nivel mundano. Y que, como el cristianismo, y a diferencia del liberalismo, tiene el poder y el atractivo de establecer un sistema ordenado.
Piensen en el liberalismo como un vacío, como una ausencia de orden; un caos donde los hombres se guían por principios subjetivos de conveniencia o utilidad en lugar de por una moralidad objetiva. Una ideología del suicidio, que sirvió para destruir el orden cristiano, no tanto contradiciéndolo como diluyéndolo y confundiéndolo, anulándolo suavemente, al oscurecer la realidad, corromper la voluntad y confundir la acción. El absoluto cristiano no se sustituyó por otro absoluto, sino por una ausencia de absoluto, por un indeterminismo, por una confusa tolerancia que equipara, e incluso invierte, los conceptos de bien y mal, de verdad y mentira, de tal forma que ha terminado por hacerlos desaparecer. El liberalismo utilizó buenas palabras de manera ambigua, de modo que gradualmente fueron vaciadas de sus implicaciones cristianas, a fin de ser recargadas nuevamente con significados antitéticos. Consagró la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero no como medios, sino como fines en sí mismos. Conceptos como la verdad y la bondad fueron vaciados de contenido. Se elevó a los altares la democracia, que es solo una forma de gobierno, y cuyo valor depende –como nos dijo Platón– del carácter de quienes la utilicen. Habló interminablemente sobre la libertad, persuadiendo a la gente de que era la misma libertad cristiana, pero, ¿realmente lo era? Cristo dijo: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». La libertad de la que Él habla es el resultado de conocer la Verdad con mayúsculas, algo que a los liberales les gusta llamar “intolerancia” y “dogmatismo”.
En suma, como dice el filósofo Edward Feser, el liberalismo «destruye el sistema inmunológico que protege el orden social de las fuerzas que trabajan para socavarlo». Y así, el efecto de ese liberalismo económico, filosófico y cultural durante un período ya de siglos, ha sido, como no podía ser de otra manera, destruir todas las normas, todo orden. Y como carece de un código moral propio, solo ha perdurado mientras la moral, las normas y las instituciones cristianas de todo tipo han sobrevivido manteniendo unida a la sociedad. Pero hoy día todo eso se está desmoronando: la transformación destructora e incluso la eliminación de la familia tradicional o natural; el intento forzado de redefinir la sexualidad según el deseo humano con la ayuda de la técnica; la comprensión del crimen y la corrupción únicamente como efecto del orden social; el inane y mesiánico propósito de controlar la naturaleza a costa del propio género humano; y el esfuerzo por imponer el dominio bio/tecnológico/político sobre la vida y la muerte humanas, son solo las consecuencias fatales de llevar a su término los principios liberales.
Como estamos viendo, el fin del liberalismo es catastrófico ya que su misma filosofía carece de columna vertebral, no posee nada con qué construir una vida o una sociedad estable. Y no solo eso, sino que sus mismos principios llevan ínsitos el germen de su propia destrucción. Estamos en las últimas etapas de su reinado y todo a nuestro alrededor comienza a derrumbarse, incluida la propia ideología liberal. La sociedad occidental, de hecho el mundo entero, se está convirtiendo en un gran vacío, en una inmensidad vacía de todo contenido real y positivo.
Y así, el liberalismo, hoy moribundo, ha de dar paso a otra cosa. Porque, y volvemos a lo que nos dijo Chesterton, «los hombres no descansarán hasta que crean en algo». Ocurre que, desprovistos de toda referencia o criterio respecto de lo que sea verdad, bondad y belleza (gracias al eficaz “trabajo” de demolición del liberalismo e ideologías afines), los hombres abrazarán a cualquier cosa que se les proponga, sea lo que sea; incluso aceptarán la esclavitud.
La filosofa Hannah Arendt escribió una vez:
«Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras».
Este ha sido el “trabajo” del liberalismo. Ahora debemos trabajar nosotros sobre sus ruinas, o perecer bajo ellas.
Y es sobre esas ruinas, y con la intención de trabajar para restaurar ese orden perdido, donde se sitúa el escenario y se desarrolla la acción de la novela de que quiero hablarles.
Me refiero a una obra de enorme éxito internacional, traducida a once idiomas y publicada en Italia, Alemania, Francia, EE. UU y Canadá, Reino Unido y Commonwealth, Polonia, República Checa, Lituania, Eslovenia, Croacia, Portugal, Brasil y Turquía: El despertar de la señorita Prim (2013), la ópera prima de Natalia Sanmartin Fenollera, quien por azares del destino resulta ser hermana mía.
Ello me sitúa ante un embarazoso dilema que me ha hecho permanecer mudo durante mucho tiempo respecto de esta obra: ¿Debo hablar y recomendar una novela escrita por una de mis hermanas?
Un pudor natural me ha forzado a permanecer hasta ahora callado. Pero, lo extraordinario de lo que acontece hoy, su extremada gravedad y trascendencia, me impulsa romper ese silencio. Este es un buen libro, un libro que conviene que lea todo el mundo, especialmente los jóvenes, y cuantos más, mejor. Y yo estoy aquí para recomendar buenos libros. No hacen falta pues mayores argumentos. Pero tampoco son necesarias muchas palabras. Por ello, le dedicaré pocas letras. Lo cierto es que un buen libro no precisa de ellas para hacerse valer, se basta así mismo. Y este es un buen libro.
Un libro que habla del orden cristiano. De ese orden perdido, y por lo tanto de su añoranza, sí, pero también de su bondad, verdad y belleza; y, por ello, de su atractivo intemporal, incluso para los hombres de hoy. Un libro que también nos habla de la posibilidad de que incluso personas que por razones de educación o cultura pudieran ser hostiles a ese orden, podrían resultar atraídas por él y acabar uniéndose a él. Y, por último, un libro que nos señala que una de las maneras, si no la principal, en que ese orden puede llegar a prender en el corazón y en el alma de las personas es a través de la caridad, siendo el amor humano en todas sus formas (no solo entre un hombre y una mujer, sino también el paternal, filial, fraternal y amical) uno de los cauces más propicios para ello.
La naturaleza odia el vacío, como hemos visto. Por ello hemos de traer de vuelta nuestras vidas el orden perdido de Dios; el orden original de las cosas. Solo así nos liberaremos, o, mejor dicho, estaremos en el camino y disposición de que nos liberen, de que nos despierten. ¿Quién? Lean el libro; la vida y tribulaciones de la señorita Prudencia Prim se lo revelará. Estén atentos en su lectura, y disfruten del viaje. Se trata de un libro que les regalará cosas que posiblemente no habrían imaginado, aunque quizá si esperado, aun sin saberlo, ¿o quizá no? Precisamente esto es lo que sugiere la cita del santo cardenal Newman que abre la obra y este artículo.
Y es que, como saben, «de lo alto es todo bien que recibimos», y este libro es bueno, de verdad que lo es, porque nos ayuda, aunque solo sea un poco, acercarnos a lo alto a través del redescubrimiento de la verdad, la bondad y la belleza en las cosas humanas.