La mejor arma para la batalla: la educación en las virtudes de la Caballería (I)
«Caballero portando un niño en brazos». Eleanor Fortescue-Brickdale (1872-1945). |
«Ningún misterioso monarca, oculto en su tienda bajo las estrellas con ocasión de una campaña universal, se asemeja a la celeste caballerosidad del Capitán llevando sus cinco heridas al frente de la batalla».
G. K. Chesterton. Ortodoxia
«Milicia es la vida del hombre sobre la tierra».Job, 7, 1.
«Por esto, poneos la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y manteneros en pie después de obtener una victoria total. Así, pues, ¡firmes!, ceñida vuestra cintura con la verdad, y llevando puesta la coraza de la justicia, y calzados los pies con el entusiasmo por el evangelio de la paz, embrazando en todo momento el escudo de la fe, con el que podréis sofocar todos los dardos encendidos del Malo; y poneos el casco de la salvación, y la espada del Espíritu —o sea, la Palabra de Dios—».San Pablo. Carta a los Efesios, 6, 13-16.
DE LA VERDADERA MASCULINIDAD
No es ningún secreto que, en nuestros días de confusión y desconcierto, la concepción de lo que significa la masculinidad se encuentra sometida a asedio. Vacilante y envuelta entre nieblas, oscila entre dos extremos igualmente perniciosos.
Por un lado, tenemos la concepción que ve a los hombres como seres pusilánimes y afeminados; quienes, perdidos en su confusión, han abandonado aquello que constituye su natural identidad: crear una familia, proveerla y protegerla; hombres desasosegados y desesperanzados, que no se reconocen como lo que son e incluso lo aborrecen.
En el lado opuesto, se presenta a los varones como individuos prepotentes y vanidosos, abusadores de su fuerza física, anhelantes de poder, dinero y sexo (desligado de la procreación): cuanto más, mejor, y, si es con el menor de los compromisos y esfuerzos, mejor todavía. Se trata de una pretendida idea de la masculinidad que esconde, tras su fachada de aparente fortaleza, la mentira más antigua de todas: el «non servía», el «sereis como dioses», resultado de una mala copia e incoherente mezcolanza de Epicuro, Marco Aurelio y Nietzsche. El profesor Edward Feser desbroza esta tendencia de forma aguda, acudiendo a San Agustín:
«En una reacción exagerada al feminismo y a la debilidad tan común entre los hombres de hoy, muchos se sienten atraídos no por la verdadera masculinidad cristiana, sino por un machismo neopagano de mala calidad, arraigado en el pecado del orgullo y en lo que San Agustín llamó la “libido dominandi". Esto no es una cura, sino simplemente una enfermedad diferente, y no menos impulsada por la emoción que por la razón».
Sin embargo, ninguna de estas dos concepciones extremas responde a la verdadera masculinidad ni, obviamente, a su natural correlato, la paternidad. Ni la debilidad y la supuesta sensibilidad, por un lado, ni la promiscuidad, el dinero y el poder, por otro, constituyen lo que hace a un hombre.
Los hombres de verdad no son dominadores ni opresores, así como tampoco débiles y sumisos. Son otra cosa: son servidores. Y, para servir, es preciso, primero, ser humildes y, después, ser fuertes. Los hombres de verdad son aquellos que ponen humildemente su fuerza, su ferocidad, su brío, su habilidad, su inteligencia y su poder al servicio de algo mayor que ellos, por encima de sus ansias y deseos personales.
Y, coronando esta fundamental labor de servicio, la creación, el mantenimiento y el cuidado de una familia constituye la mayor de las aventuras y el reto más desafiante que un hombre pueda llegar a enfrentar. Aquello que lo pone a prueba y que nos da fielmente su medida.
De esta manera, el hombre se pone al servicio de su familia, de su esposa y de sus hijos. Ese es el verdadero significado de la paternidad y, en último término, de la masculinidad.
Por ello, si los niños no son testigos de este tipo de entrega y de servicio, de esta fortaleza y de este sacrificio, tengan por seguro que crecerán huérfanos en un sentido espiritual; la confusión y el desorden reinarán en sus mentes y en sus corazones. Así que necesitamos urgentemente a padres que críen a sus hijos «en la decencia y el honor», como versó el poeta escocés Robert Burns.
Bien. Pero… ¿cómo podría educarse un joven «en la decencia y el honor»?
Inevitablemente, cuando hablamos de virtudes y excelencias, no podemos dejar de pensar en los héroes. Y, si somos cristianos, en los santos.
Sin embargo, como sabemos, todos los hombres —incluidos los santos y los héroes— son meros instrumentos de la gracia de Aquel a quien debemos todos nuestros méritos. El único Santo, el único Héroe que merece nuestra imitación: el Rey que cabalga al frente, hacia la batalla, mencionado por Chesterton.
En esa frase que abre este artículo, extraída de uno de sus libros más importantes, Ortodoxia, el gran Chesterton dirige nuestra mirada hacia el mejor de los modelos posibles, hacia el más perfecto de todos ellos. Pero lo hace desde un aspecto muy particular, centrado en la imagen de un líder militar, de un rey que encabalga su ejército hacia la victoria y que lo hace portando, con brío y fuerza —como si fuese un estandarte— «sus cinco heridas». Esto destaca el aspecto sacrificial y la idea de que, como escribió Erasmo en su Enquiridion, estamos en medio de una guerra. Y, en tal circunstancia, ¿qué mejor que contar con un paladín, un capitán que nos comande y que luche en primera línea por nosotros?
Vemos así, en el plano trascendente, cuál es el modelo. Pero… ¿y en el plano natural?
Porque, en esa batalla que se libra ante nuestros ojos, a pesar de nuestra precaria condición y de la evidente falta de dominio sobre nuestros méritos, se espera de nosotros un facere, por humilde que éste sea. Debemos, pues, tomar nuestra armadura y luchar. Pero no como un guerrero cualquiera; en la citada frase, Chesterton nos incita a enfrentar esa batalla de manera precisa, a la manera cristiana, con una «celeste caballerosidad».
¿Y quién representa, en el plano natural, la mejor muestra de tales virtudes heroicas, de esa «celeste caballerosidad»? ¿A quién deben, por tanto, parecerse, primero los padres —como educadores y criadores de sus hijos— y, después, sus mismos hijos?
EL CABALLERO CRISTIANO
Quiero pensar que el mejor de estos modelos —el más necesario hoy día— es el del caballero cristiano. Es, por tanto, a la imitación de esa «celeste caballerosidad» de la que habla Chesterton a la que quiero referirme aquí.
Se trata de un modo de ser hombre que tiene raíces profundas en la historia. Sin pretender agotar el estudio, podríamos remontarnos, al menos, al siglo IV, cuando el poeta hispanorromano Aurelio Prudencio escribió la Psychomachia. En esta obra, siete virtudes libraban batalla contra siete vicios, sentando un precedente para el código caballeresco y el espíritu del caballero como paladín defensor de los más débiles, así como del bien, la belleza y la verdad. Más tarde, en plena Edad Media —a mediados del siglo XIII— el erudito Raimundo Lulio nos legó muchas y buenas enseñanzas en su Libro del orden de Caballería. Posteriormente, en la plenitud de aquel Imperio donde no se ponía el sol, el incomparable Cervantes refinó este concepto, librándolo de impurezas a través de su Quijote. Y ya en el siglo pasado, un insigne —aunque olvidado— filósofo católico, Manuel García Morente, profundizó en esta idea, recordándola con precisión y esmero.
Se trata, pues, de una idea venerable y antigua y, aun así, de imperiosa actualidad. Porque, de la misma manera que en su origen medieval y belicoso los caballeros –como bien dice Lulio– «reciben honor y señoría del pueblo, con el fin de ordenarlo y defenderlo», en la más humilde esfera de la familia el padre recibe, hoy y siempre, «honor y señoría» de su esposa e hijos para la misma esforzada labor.
No me extenderé en detallar todas las características que engalanan la figura del caballero, ya que excedería el espacio de este post. Únicamente me centraré en algunas de ellas —quizá las menos conocidas, pero no por ello menos necesarias—, pues se trata de aspectos que podrían ayudar a resolver la crisis de identidad que asola a los hombres jóvenes —y no tan jóvenes— de hoy.
De entrada, y aun a riesgo de simplificar demasiado, podríamos decir que los dos modelos masculinos hoy en boga, antes comentados, distorsionan dos características básicas, connaturales a todo hombre: la ira y la mansedumbre; y lo hacen porque mantienen aisladas una de la otra. Unos abusan de la mansedumbre y el pacifismo; otros, de la ferocidad y la fuerza.
La maravilla de la visión cristiana del caballero que les propongo es que logra unir ambas a través de la virtud suprema de la caridad, devolviendo a la ferocidad y a la mansedumbre a su justo término, a su estado perfecto. Así, el caballero cristiano deviene en un ejemplo de masculinidad.
Veámoslo más en detalle.
DE LA CARIDAD
La primera característica definitoria del caballero cristiano de la que deseo hablarles es la caridad, que convierte al brutal guerrero en un sacrificado servidor de los más débiles y necesitados.
Según Tomás de Aquino, la caridad es el punto central de todo hombre virtuoso, ya que «ordena los actos de las demás virtudes al fin último, y por eso también da a las demás virtudes la forma. Por lo tanto, se dice que es forma de las virtudes».
El ya mencionado Lulio, hace ocho siglos, destacaba la centralidad de esta virtud para el caballero. Igualmente, Miguel de Cervantes reconocía su importancia, considerándola la principal virtud del caballero andante.
Así, el amor, lejos de presentar al hombre como un ser débil, dominado por un veleidoso e inconstante sentimentalismo, nos lo muestra en su versión más formidable: como un contendiente en algunos de los combates más duros que jamás habrá de enfrentar. Por un lado, la lucha contra el egoísmo y el orgullo, auxiliada por la templanza, la humildad y la generosidad; por otro, el enfrentamiento entre su mansedumbre y su ferocidad, sostenido por la virtud central de la caridad.
DE LA MANSEDUMBRE Y LA FEROCIDAD
Junto a la centralidad de la caridad, la segunda característica del caballero cristiano es la paradójica confluencia en su persona de dos circunstancias antagónicas y, aparentemente, incompatibles. Les hablaré de una pasión y de una virtud: la ferocidad y la mansedumbre, y de cómo la ya mencionada y central caridad hace posible una fructífera interacción entre ellas, actuando como virtud esencial, como gozne y argamasa en la relación de mutua dependencia e influencia que se establece entre ambas.
A mediados del siglo pasado, C. S. Lewis se centró en este tema en uno de sus ensayos más interesantes, de título premonitorio, La necesidad de la Caballería. En él escribe:
«Lo más importante de este ideal es, por supuesto, la doble exigencia que plantea a la naturaleza humana. El caballero es un hombre de sangre y hierro, un hombre familiarizado con la visión de rostros destrozados y muñones desgarrados de miembros mutilados; también es un invitado recatado en un salón, casi como una doncella, un hombre modesto, gentil y discreto. Tal hombre no es un término medio entre mansedumbre y ferocidad; él es feroz en extremo y es manso en extremo. Cuando Lancelot escuchó que se lo declaraban el mejor caballero del mundo, “lloró, como si fuera un niño que acaba de ser castigado”».
Anteriormente, William Wordsworth escribió un poema titulado El carácter del guerrero feliz (canto a las virtudes guerreras que, según el poeta, se reunían en su propio hermano, un capitán de la marina que pereció en un naufragio en 1805), de donde he entresacado estos versos:
«Quien, condenado a ir en compañía del Dolor,
Y del Miedo, y del Derramamiento de Sangre, ¡miserable compañía!
Convierte su necesidad en gloriosa ganancia;
Enfrentado a estos, ejerce un poder
Que es el mayor don de nuestra naturaleza humana:
Los controla y subyuga, los transmuta, los despoja
De su mala influencia, y su bien recibe:
Por objetos que podrían forzar al alma a atenuar
Su sentimiento, se vuelve más compasivo;
(…)
Mientras más tentado; más capaz de soportar,
Mientras más expuesto al sufrimiento y la angustia;
También, más sensible a la ternura».
Y mucho antes, en plena Reconquista, el rey sabio Alfonso X, en sus Siete Partidas, lo expresa de este modo:
«Usando los hijosdalgo (los caballeros) dos cosas contrarias, les hacen que lleguen por ellas a acabamiento de las buenas costumbres; y esto es que de una parte sean fuertes y bravos, y de otra parte mansos y humildes, pues así como les está bien usar palabras fuertes y bravas para espantar los enemigos y arredrarlos de sí cuando fueren entre ellos, bien de aquella manera las deben usar mansas y humildes para halagar y alegrar a aquellos que con ellos fueren y serles de buen gasajado en sus palabras y en sus hechos».
La sabia voz del vizconde de Chateaubriand, en su magna obra El genio del cristianismo, habla de esa transformación obrada por el cristianismo, humanizando lo que había sido en la antigüedad un impulso brutal, y del gran contraste que ello supuso respecto a los antiguos paganos.
El ideal del caballero no es, sin embargo, un compromiso o un punto medio entre esos dos extremos, ni la confluencia resultante de aplicar el adagio aristotélico que afirma que «en el medio está la virtud». Más bien, esas dos formas de ser y estar, aparentemente irreconciliables, coexisten en el mismo hombre: aquel a quien desearías tener a tu lado en el combate o en cualquier momento de crisis —«un capitán al que los hombres seguirían», como dice Tolkien de Faramir—, y también aquel hombre encantador y cortés cuya compañía anhelas disfrutar.
La razón que ayuda a salvar esa aparente incompatibilidad, la explica bien Raimundo Lulio en su medieval tratado sobre la Caballería, al hablarnos de la ya mencionada caridad; y así dice:
«El caballero no se libra de la crueldad y de la mala voluntad, sin caridad. Mas como ser cruel y tener mala voluntad no se concibe con el oficio de Caballería, por lo mismo es preciso que el caballero tenga la virtud de la caridad».
Más, de entre esas dos características mencionadas, la que hoy principalmente se cuestiona es la mansedumbre, quizá por ser la más propiamente cristiana.
Y es que no hay virtud relacionada con el hombre más malinterpretada, maltratada y vilipendiada que la mansedumbre. Su acepción común la asocia a la pusilanimidad y a la cobardía. Sin embargo, se podría decir que es el hombre sin mansedumbre el que resulta débil: débil porque no puede controlar su ira y agota su energía en nimiedades, o se embrutece, esclavizado por el sexo y la violencia, luchando en las batallas equivocadas.
Hoy hemos olvidado todo esto. Por ello, conviene más que nunca recordarlo.
¿Qué es, por tanto, la mansedumbre y por qué es una virtud?
Tomás de Aquino decía que la mansedumbre «refrena el ataque de la ira» y «mitiga adecuadamente la pasión de la ira». Pero, según él, no la elimina; la presupone. Y ahí entra en juego la ferocidad a la que se refería Lewis.
Tomando como inspiración una definición clásica, podríamos decir que se trata de una virtud moral que modera la pasión de la ira según la recta razón, de modo que uno no se airee sino cuando y en cuanto y en el modo que sea necesario.
¿Y por qué es tan necesaria y tan preciado su cultivo? Lo es, porque, en cierto modo —y como sabemos por experiencia— la ferocidad, la ira, viene con nosotros, forma parte de nuestro equipaje y se apodera de nosotros con facilidad; no tenemos que aprenderla ni cultivarla. Pero con la mansedumbre ocurre lo contrario, por lo que es necesario esforzarse en su cuidado y procura.
Además, la importancia de la mansedumbre se fundamenta en que, al juntarse con la ira, hace que ésta se modere y se humanice, reconduciéndola a su justa medida, al tiempo que una y otra, recíprocamente, se ajustan a aquello a lo que deben tender. Como señaló Aristóteles, el énfasis excesivo de los espartanos en el coraje, con descuido y abandono de otras virtudes, corrompió incluso esa única virtud que poseían, transformándola en brutalidad. Hoy nos sucede algo similar: nuestro propio énfasis excesivo en la compasión o la tolerancia, por un lado, o en la violencia y el dominio, por otro, nos ha corrompido, llevándonos hacia la debilidad, el libertinaje y la disipación.
Pero, con la ferocidad y la mansedumbre actuando al unísono, regidas por la caridad, el caballero está en condiciones de cumplir su más alta misión: proteger a quien lo necesite.
ESFUERZO Y SACRIFICIO. EL AUXILIO DE LA GRACIA
Sin embargo, esta combinación de ferocidad y mansedumbre es rara, difícil, sino cuasi imposible, al menos cuando se deja al albur de nuestras solas fuerzas humanas. Aristóteles, hace más de dos mil años, dijo: «Cualquiera puede enojarse, eso es fácil; pero enojarse con la persona correcta, en el momento correcto, con el propósito correcto y de la manera correcta, eso no está al alcance de todos y no resulta nada sencillo».
De esta manera, la verdadera mansedumbre, como toda virtud, es costosa; más aún, como bien dice Lope —y como sabemos— «no es la naturaleza del hombre, la mansedumbre». La ferocidad, la crueldad y la violencia son tendencias pasionales difíciles de controlar en determinadas circunstancias, sobre todo en el fragor de la batalla. Por ello, resulta extraordinario el logro alcanzado por el caballero cristiano, que Chesterton destaca en su Ortodoxia como un milagro de la Iglesia. Porque, como ya he dicho, ni la virtud ni la pasión pueden nada sin la caridad y la ayuda de la gracia.
Godofredo de Charny, un caballero francés de gran renombre, veterano de la Guerra de los Cien Años y primer propietario documentado de la Sábana Santa, escribió un famoso manual del caballero cristiano, su Libro de Caballería, donde nos dice lo siguiente:
«Tened la certeza de que no hay sabiduría, dignidad, fuerza, belleza, destreza o valor que se pueda encontrar en alguien y que pueda permanecer y perdurar, salvo por la intervención de la gracia de nuestro Señor».
Así y todo, como hemos visto, ni siquiera en el mero plano natural es sencillo ser caballero. Requiere discernimiento y voluntad, fortaleza y prudencia. Exige hacer lo debido y abstenerse de lo inconveniente, cuando una cosa y la otra no son evidentes y las pasiones arrastran hacia la satisfacción de la ira y la indignación, frecuentemente disfrazadas de una aparente justicia. Además, precisa del amor, aun cuando sea meramente humano, sin el cual el caballero nada es.
Así, pues, no creo que haya hombre cabal y sensato que, en estos tiempos, dude de la necesidad y conveniencia de ser caballero y, a la vez, de educar a los niños con el ejemplo de hombría y humanidad que representa este tipo de hombre.
Es más, no se trata simplemente de una opción; es una necesidad. Si de verdad deseamos salvar los restos del naufragio en el que estamos sumidos y comenzar a reconstruir, sobre las ruinas resultantes, una buena vida —una vida humana en plenitud conforme a nuestra naturaleza— no podemos elegir: ¡necesitamos el resurgir de la Caballería!
Y siendo así, ¿dónde podríamos encontrar alguna ayuda para rescatarla, por modesta que sea?
Pues, podemos recurrir, como es costumbre aquí, a la literatura. Y así lo haremos en el siguiente post, al que les emplazo.