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17.12.24

Navidad, imagen y belleza

    «La adoración de los pastores». Obra de William-Adolphe Bouguereau (1825-1905).

            

               

  

«Gloria a Dios en lo más bajo,
Torrente de estrellas en avalancha,
Donde el rayo se cree el más lento
Y el relámpago teme llegar tarde:
Mientras los hombres se sumergen en busca de la hundida joya.
Persiguiéndola, cazándola, acosándola:
La estrella caída la ha encontrado en la cueva de Belén».

G. K. Chesterton. Gloria in profundis

          

      

                            

Les he hablado muchas veces de la belleza, de su vital importancia y de su radical consustancialidad con nosotros. Anhelamos la belleza, la perseguimos sin descanso, intentamos hacerla nuestra, pero siempre en vano, pues no nos corresponde darle alcance en esta existencia terrenal. Intuimos su trascendencia y su identidad con nuestro destino, aunque no podemos comprenderla del todo.

Su cercanía primera se nos mostró en un lugar humilde y pobre, lejos de los fastos y los oropeles de la gloria mundana. El cardenal Newman nos remite, con sencillez y asombro, a esa belleza de la Natividad con unas breves palabras. Así nos dice:

«Lucas 2 describe la escena. Nos remite al Paraíso, a Adán y Eva y a los Cantares.

Podríamos imaginar que no hubo caída. Vemos a Cristo, como si no hubiera venido a morir, y a su Madre inmaculada; a los ángeles; a los animales, como en el Paraíso, obedeciendo al hombre.

Todos parecemos atrapados y transformados en su belleza —“de gloria en gloria”—, como San José».

A esa belleza han tratado los hombres, desde hace más de dos siglos, de rendir honor.
Buscando manifestaciones de esa mezcla arrebatadora y sublime de asombro, alegría y belleza, me he permitido, como ya he hecho antes, acercarles algunas muestras de este pobre hacer humano: creaciones artísticas que, como dice Tolkien, nacen «según la ley en la que fuimos creados». Son obras fruto del esfuerzo de artistas que, con su arte y su estilo, han tratado de mostrar ese acontecimiento inefable.

No son las más grandes expresiones que los hombres, en ejercicio de su arte, han alcanzado. Pero son hermosas en un sentido eterno, de humildad mundana y de muda adoración.

Ahí las tienen.

 

Albert Edelfelt (1854-1905).

 

James Tissot (1836-1902).
 

Carlo Maratta (1625–1713).

 

Carl Heinrich Bloch (1834-1890).

 

Hugo Havenith (1853-1925).

 

Gustave Doré (1832-1883).

 

William Ladd Taylor  (1854-1926).

 

William Brassey (1846-1917).

 

James Tissot (1836-1902).

 

Harold Copping (1863-1932).

11.12.24

La Navidad. Otra vez, y siempre, la Navidad

                                       «Navidad». Obra de Jan Pienkowski (1936-2022).

               

     

          

          

«Por tanto el Señor mismo os dará una señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel».

Isaias, 7, 14

 

     

          

               

Hay un poema de Charles Péguy que, muy en su estilo, pone en boca de Dios el siguiente reproche:

O bien celebrar la Navidad y recibir
a mi Hijo, obedecer a mi Hijo,
o bien no recibir a mi Hijo,
y entonces no celebrar la Navidad,
Es necesario ser razonable, dice Dios.

Lo que Péguy atribuye al Creador es, sin duda, lo coherente y razonable. Se supone —aunque a veces sea mucho suponer— que nosotros, los seres humanos, somos criaturas sensatas que nos regimos por la razón. Esto lo afirman incluso quienes no creen en nada; incluso los materialistas y mecanicistas que dejan todo bajo la égida del caótico azar.

Sin embargo, nada acontece así. Aquellos que «no reciben al Hijo» celebran igualmente la Navidad, aunque de forma puramente nominal. Una Navidad en minúsculas, vacía de todo contenido original y trascendencia; utilizada como excusa para el placer y el consumo materialista, como una mera apropiación usurpadora, como quien toma sin permiso aquello que no le pertenece. Como señalaba el vizconde de Chateaubriand en sus días post-revolucionarios, es sabido que los hombres no religiosos se apropian de las fiestas religiosas:

«¡Cosa extraña! ¡Los hombres poderosos que hablaban en nombre de la igualdad y de las pasiones, no han podido fundar jamás una fiesta! (…). No basta decir a los hombres “regocijaos”, para que se regocijen, porque no se establecen días de placer como de luto, ni es tan fácil mandar reír como hacer llorar».

El filósofo Josef Pieper escribió todo un libro sobre ello, titulado Una teoría de la fiesta (1963), en el que aborda la importancia de la celebración y del tiempo festivo en la vida humana. En él, desarrolla la idea de que la fiesta, siendo humana en su realización, se apoya en lo divino y trascendente. Sin ese elemento trascendente, afirma sin medias tintas el filósofo alemán, el hombre no es capaz de disfrutar la fiesta. Pieper sostiene que la fiesta, como pausa del trabajo que es, como «pérdida de ganancia útil» o «renuncia al sueldo de un día de trabajo», significa no solo que no se trabaja, sino que se consuma una ofrenda».

La Navidad de nuestros días se encuentra en la tesitura de perder su trascendencia y su verdadero sentido. A este respecto, Pieper nos dice:

«Los cientos de miles de luminarias de la publicidad navideña no pasan de ser, en el fondo, un lujo miserable, sin capacidad real de irradiación. Puede recordarse aquí la atinada observación de G. K. Chesterton sobre los anuncios luminosos del nocturno Times Square en Nueva York: “¡Qué cosa tan extraordinaria para quien tenga la suerte de no saber leer!”».

Este es el estado de la cuestión. Siendo así, incluso muchos de aquellos que dicen recibir, o deberían intentar recibir al Hijo, no celebran lo que hay que celebrar, sino que se han entregado a un sucedáneo descafeinado, una mezcla de pompa, confeti y sonrisas heladas de tolerancias y solidaridades huecas.

Chesterton, en un artículo titulado Manteniendo el espíritu navideño, publicado en The Illustrated London News el día de San Esteban de 1925, plasmó sus ideas sobre los esfuerzos comerciales para crear una Navidad sin cristianismo, vislumbrando ya entonces este estado decadente:

«En realidad, han conservado algunas de las palabras y la terminología, como Paz, Justicia y Amor, pero hacen que estas palabras representen una atmósfera completamente ajena a la cristiandad; conservan la letra y pierden el espíritu. Y lo que sucede con la cristiandad, sucede con la Navidad. Si los hombres supieran exactamente lo que quieren decir con Navidad y luego comenzaran a crear nuevos símbolos, nuevas ceremonias o nuevas celebraciones, podría ser algo muy bueno. Algo parecido puede suceder todavía, muy probablemente, en ese mundo de hombres modernos que sí saben lo que significa la Navidad. Pero la mayoría de las modificaciones modernas que se han analizado en la revista y en otros lugares fueron todo lo contrario de esto.

No eran otra cosa que formas a través de las cuales los hombres podían conservar el nombre de Navidad y algunos símbolos navideños descoloridos, mientras hacían algo totalmente diferente. Lo que quieren decir quienes escriben en la revista es simplemente esto: que unas cuantas ramitas de acebo y muérdago deberían colocarse en grandes hoteles norteamericanos, recalentados y acondicionados para personas sin hogar, donde la gente se olvidaría por completo de la Navidad, se aburriría al solo pensar en ella y blasfemaría contra la esencia sagrada de la Navidad con su sofisticación, saciedad y desesperación. Están demasiado cansados para sentir el espíritu; demasiado cansados para mejorar el simbolismo; y, lo que es más, están demasiado cansados para alterar el nombre».

Lamentablemente, en múltiples ámbitos de nuestro civilizado mundo, la Navidad sufre este desdén y abandono; esta deconstrucción agnóstica y secular. 

Esto se manifiesta también en la literatura, y especialmente en la literatura infantil y juvenil. Con honrosas excepciones, las editoriales no parecen interesadas en publicar libros hermosos y de calidad que, en época navideña, hablen de la verdadera Navidad y no del, extraño para nosotros, Papá Noel, del reno de la nariz roja o, peor aún, de una fraternidad mundial impregnada de diversidad y tolerancia excesiva. No parece mucho pedir, pero esta es la realidad. No obstante, aún hay esperanza. A continuación, les presento algunos libros que, en mi opinión, alcanzan esos estándares de calidad y belleza y que capturan el verdadero espíritu navideño.



DIEZ ANGELITOS, de Else Wenz-Viëtor.

 

Con un diseño original (los angelitos del título sobresalen de las tapas como un marcapáginas) y unas ilustraciones encantadoras, la autora e ilustradora Else Wenz-Viëtor, probablemente la ilustradora de libros infantiles más conocida y prolífica de la Alemania de los años veinte y treinta, nos presenta el día de Navidad a través de unos querubines que no cesan de trabajar por el bien de los más necesitados, guiados por la virtud de la caridad. ¿Qué mejor día que el del nacimiento del Señor para enseñar a los niños lo que Él vino a regalarnos: la salvación a través del amor?



LA NATIVIDAD, de Géraldine Elschner.

 

Este libro de Géraldine Elschner, en formato álbum ilustrado y recientemente publicado por Kokinos, lleva un título inconfundible: La Natividad. Presenta la historia del nacimiento de Jesús a través de las imágenes intemporales del maestro italiano Giotto, que destacan por su brillo y expresividad conmovedora. El breve texto de la autora, basado en los evangelios de San Lucas y San Mateo, narra la historia del nacimiento de Cristo de manera accesible para los niños.

    

ADVIENTO EN FAMILIA: Con el Árbol de Jesé, de Paloma Estorch.

 

Paloma es madre de familia numerosa y se dedica plenamente a la educación de sus hijos. Cuando digo “plenamente", me refiero a que es una pionera en nuestro país en la educación en casa (homeschooling), y es una referencia y guía sobre el tema, habiendo publicado varios libros estimables. Además, es una buena amiga. Con la publicación de esta obra imprescindible, Paloma comparte su experiencia utilizando el Árbol de Jesé como guía para una preparación significativa de la Navidad. En este libro encontrarán lecturas, actividades y material para compartir en familia y vivir con plenitud el Adviento.
Como ella misma señala, este libro puede ser también una tabla de salvación para quienes se sientan desencantados con la Navidad y deseen reconciliarse con estos días, recuperando su verdadero y santo sentido. Es un libro muy necesario que pronto se convertirá en imprescindible.

 

     
LA HISTORIA DE LA NAVIDAD, de Katharine Bamfield (autora) y Margaret Tarrant (ilustradora).

 

El relato de la primera y siempre viva Natividad se representa, paso a paso, en este hermoso libro. Las acuarelas expresivas de Margaret Tarrant y los breves y claros párrafos de Katherine Bamfield nos muestran los distintos episodios de la Navidad: desde la Anunciación y el nacimiento de Jesús, hasta la visita de los pastores, los Reyes Magos y, más tarde, la huida a Egipto. Se trata de un clásico atemporal que al fin ha merecido una bonita edición en castellano. ¡No se lo pierdan!
¡Qué tengan una feliz y santa Navidad!

  

P. D.
Por último, les comparto no solo las entradas anteriores de este blog relacionadas con la Navidad, sino también, como es costumbre, una recopilación de relatos y poemas navideños.

Entradas:

LECTURA PARA NAVIDAD

DE LA NAVIDAD Y DE LOS LIBROS COMO REGALO NAVIDEÑO

NAVIDAD

NAVIDAD: LIBROS PARA LOS MÁS PEQUEÑOS

LA NAVIDAD,LOS MONJES Y UN PEQUEÑO Y HERMOSO LIBRO

TIEMPO DE NAVIDAD, INFANCIA Y POESÍA

NAVIDAD Y REGALOS: ALGUNAS RECOMENDACIONES

POESÍA Y NAVIDAD

LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS DE ORIENTE

LA NATIVIDAD: REALISMO, ILUSTRACIÓN Y SÍMBOLO

    

Compilaciones de relatos y poemas navideños:

POEMAS PARA EPIFANÍA Y REYES

POEMAS PARA NAVIDAD I

POEMAS PARA NAVIDAD II

MÁS POEMAS PARA NAVIDAD, ADVIENTO Y REYES

SEIS PEQUEÑOS CUENTOS PARA NAVIDAD Y EPIFANÍA

CUENTOS Y POEMAS PARA NAVIDAD Y EPIFANÍA

22.11.24

La importancia de la poesía (III): el poeta, la humildad y el asombro

                   «Las cataratas del Niagara». Frederic Edwin Church  (1826–1900).

 



«Los poetas son hombres que han conservado sus ojos de niño».

León Daudet


«Un poema no es algo que se ve, sino la luz que nos permite ver».

Robert Penn Warren


«Sin embargo, la razón por la que el filósofo puede compararse con el poeta es esta: ambos se preocupan de lo maravilloso».

Tomás de Aquino

 
  
 

Sigo con la poesía. No me cansaré de hablar de ella. No desistiré en mi apología del lenguaje y el saber poético, ni en el rescate de esa forma de estar en el mundo. Una forma de estar y conocer que nos ofrece una parte de aquello que nos es dado comprender, por pequeña que sea. Y, sin embargo, una forma de estar y conocer que, extrañamente, muchos ignoran con un gesto displicente, cargado de la estúpida soberbia del necio que nada sabe sobre lo que desprecia. No cesaré de alabar a los poetas, y no cejaré en alentar una educación poética en nuestros niños. No lo haré. Ténganlo por seguro.

Así que, de vez en cuando tendrán que tolerar que les hable de poesía y de poetas, como sucede hoy. Voy a detenerme un momento en la relación de los poetas con el asombro del mundo.

Decía Joyce Kilmer, un poeta católico que pudo ser grande –y que, ciertamente, lo fue, si bien su vida se vio truncada prematuramente–, lo siguiente:

«El poeta ve cosas que permanecen ocultas para los demás hombres, pero solo las percibe en sueños. El poeta es, por el origen mismo de la palabra, un hacedor; sin embargo, es un hacedor de imágenes, no un creador de vida. Este es un libro de reflejos de la Belleza; una Belleza que los ojos mortales solo pueden apreciar de forma indirecta, un libro de sueños de esa Verdad que algún día comprenderemos despiertos. También es un libro de imágenes que contiene representaciones esculpidas por quienes trabajaron con la ayuda de la memoria, la extraña memoria de los hombres que viven en la Fe».

No es la primera vez que les hablo de esa misión sagrada del poeta, que actúa como visionario, e incluso como profeta, la mayor parte de las veces profano. Pero nunca he profundizado en el porqué de esa visión.

La mayoría de nosotros, el resto de los mortales, de entrada, experimentamos el mundo a través de nuestros cinco sentidos. Y al hacerlo, por necesidad, efectuamos una labor de criba sobre la totalidad de las percepciones recibidas. Y así, nuestro intelecto no procesa la mayoría de esos estímulos sensibles. Lo contrario conduciría a un colapso cognitivo y, por extensión, conductual y volitivo. Nos paralizaríamos sin saber qué hacer, abrumados por una miríada de sensaciones, a cada cual, más inconexa y contradictoria con las otras.

Dice el filósofo George Santayana:

«Para abrirnos camino a través del laberinto de objetos que nos asaltan, debemos hacer una cuidadosa selección de nuestra experiencia sensorial. La mitad de lo que vemos y oímos debemos pasarla por alto como insignificante, mientras que hemos de juntar la otra mitad para convertirla en una concepción fija y bien ordenada del mundo».

Pero, a pesar de ello, ese resto –inmenso resto– de lo que apartamos de nuestra conciencia, sigue ahí, almacenado, no se sabe dónde, dormido, replegado en un alféizar polvoriento de, quizá, nuestra memoria. Esperando…

Pero, ¿esperando qué?

Un despertar. Una luz que ilumine ese oscuro rincón. Un hilo, por fino que pueda ser, que trace una unión entre toda esa amalgama de sensaciones, a priori, abstrusas e inconexas. A la espera de una conexión, de una visión unificadora.

Y esto lo puede dar el poeta.

Vuelvo a Santayana:

«El poeta, por naturaleza, retiene la inocencia del ojo o la recupera fácilmente; desintegra las ficciones de la percepción común en sus elementos sensoriales y los reúne de nuevo en grupos aleatorios, a medida que los accidentes de su entorno o las afinidades de su temperamento los pueden unir. Se sumerge en el caos que subyace a la cáscara racional del mundo y trae a relucir alguna imagen superflua, alguna emoción olvidada, la cual vuelve a unir al objeto presente. Restablece las cosas innecesarias, hace hincapié en lo ignorado y pinta de nuevo en el paisaje los matices que el intelecto ha permitido que se desvanezcan de él».

¿Y qué parte de esa experiencia olvidada es la relevante?

Una que es consustancial al niño (que por eso es poeta natal). Me estoy refiriendo a la emoción.

Otra vez Santayana acude en mi ayuda:

«El primer elemento que el intelecto rechaza al formar sus ideas sobre las cosas es la emoción que acompaña a la percepción; y esta emoción es lo primero que el poeta restaura. Se detiene en la imagen, porque se toma su tiempo para disfrutar. Él vaga por los caminos de la asociación, porque estos caminos son encantadores. El amor a la belleza, que le hizo dar medida y cadencia a sus palabras, y el amor a la armonía, que le llevó a rimarlas, reaparecen en su imaginación y le impulsan a seleccionar de allí el material que es hermoso o capaz de asumir formas bellas. El vínculo que une las ideas, a menudo tan separadas, que su ingenio asimila, es con frecuencia el eslabón de la emoción».

Recordemos que, según Aristóteles, en el asombro está el comienzo de toda sabiduría. Y en los niños ese asombro encuentra tierra abonada. Era opinión común en la Grecia clásica que, dado que los niños y jóvenes viven casi totalmente en el nivel de su imaginación y de sus emociones, la educación debería atraerlos hacia lo verdadero y lo bueno a través de la belleza como expresión sensible de lo real, y del asombro que esta puede causar.

Abonando esta idea, el profesor Dennis Quinn, uno de los colegas de John Senior en el famoso programa Pearson de Humanidades Integradas de la Universidad de Kansas, señalaba que el asombro forma parte de nuestro equipamiento estándar como seres humanos. Según él, el asombro constituye la emoción o pasión humana básica que surge cuando tomamos conciencia de nuestra ignorancia. Por eso los niños («los que menos saben», como presumimos los adultos) son los poetas por naturaleza.

Esa conciencia de la maravilla de que les hablo puede ser placentera, pero también tiene una función vital, que nos impulsa a buscar el conocimiento de las cosas en sus causas. De esta manera, opuesto a la mera curiosidad, el asombro está en la base de la poesía, pero también es el principio de la sabiduría y la filosofía. De ahí que Quinn, insista en que el asombro se encuentra originalmente en las cosas, y que el poeta, en particular, «tiene el don y adquiere el arte de imitar o re-presentar los misterios de la naturaleza».

La frase de santo Tomás del comienzo da lugar al siguiente comentario del filósofo Josef Pieper, que, aunque extenso, merece la pena rescatar:

«Existe una notable y poco conocida frase de Santo Tomás de Aquino, en su Comentario a la Metafísica de Aristóteles: “el filósofo tiene en común con el poeta que ambos tienen que habérselas con lo maravilloso “(mirandum”), lo asombroso, lo digno de admiración, o lo que sea que provoca admiración”. Estas palabras, cuya profundidad no es fácil de sondear, tienen tanto más peso cuanto que ambos pensadores son figuras de extraordinaria sobriedad, totalmente opuestas a cualquier confusión romántica. Así pues, por razón de la común orientación hacia lo admirable, el “mirandum” (¡y lo maravilloso no se presenta en el mundo del trabajo!), esa fuerza común de trascender hace que el acto filosófico se asemeje y aproxime al acto poético, acercándose a él y emparentándose con él más que con las ciencias exactas especializadas».

(…).

«Captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito, el “mirandum", es el comienzo del filosofar. Por ello, como dicen Santo Tomás y Aristóteles, el acto filosófico y el poético se emparentan; tanto el filósofo como el poeta deben hacer frente a lo asombroso, a lo que provoca y exige admiración. Por lo que toca al poeta, Goethe, cuando tenía setenta años, concluyó un breve poema ("Parabase") con este verso: “Para asombrarme existo"; y a los ochenta, en una carta a Eckermann, afirma: “Lo más alto a que puede llegar el hombre es al asombro"».

El amor a la verdad, la búsqueda desinteresada del saber, están motivados por ese asombro ante la realidad al que se refieren Aquino y Pieper. Y esa verdad, o esa parte de la verdad que podemos conocer, está en la realidad, una parte de la cual no es evidente y espera tras de la apariencia material de las cosas. Ahí juega un papel la poesía, como parte de ese otro modo de conocimiento que nace de las cosas mismas, de nuestra relación directa con ellas, por con-naturalidad, y que complementa el conocimiento científico positivo que hoy lo abarca todo. El poeta William Blake ya habló en su día de la necesidad de liberarse «de una visión única y del sueño de Newton», apuntando a ese conocimiento poético.

Se trata de una forma de conocer en la que la cabeza consulta al corazón, y donde se aúnan la capacidad de asombro con la inocencia, y el amor con la percepción de la verdadera realidad. Tal y como debieran conocer y expresarse por naturaleza los niños. Y tal y como debemos alentar y cultivar en ellos. Y la poesía nos ayudará a ello.
Por esa razón los poetas son tan necesarios. Por favor, no lo olviden.

Ahora bien, ¿de qué poetas estamos hablando?

Cualquier selección que yo pudiera darles pecaría de subjetividad y por lo tanto sería, con toda razón, tachada de parcial, errando aquí y allá y mostrando los rasgos y rastros de una simple preferencia personal, discutible y siempre incompleta. Por ello, aun no dejando abandonada del todo alguna que otra mención (como hago a lo largo de este blog), y del registro de poemas favoritos que acumulo en mi otro blog, (al que de nuevo paso a invitarles: La memoria poética), me atrevería a darles un consejo general para que, aquel que se halle a tientas pueda dar unos primeros pasos en el mundo poético.

Si acudimos a Tomás de Aquino podemos –como de costumbre– encontrar alguna orientación.

El Aquinate nos pone ante una disyuntiva existencial que va más allá de lo meramente poético, pero que nos ayudará en todo caso: la oposición entre la humildad y el orgullo. Para Tomás, el hombre guarda dentro de sí un compromiso con la realidad. Esto no supone solo un anhelo, es más bien, una necesidad vital y existencial. Cuando el hombre se aleja de lo real, se mustia y se desintegra, tal y como sucede hoy.

Pero este acercamiento a lo real exige una disposición vital que implica todo nuestro existir, y esta disposición no es otra que la humildad, que, como supieron los antiguos, es imprescindible para poder asombrarnos y entreabrir la puerta al comienzo de la sabiduría. Quien tiene humildad, dice Tomás, sentirá un profundo agradecimiento por su propia existencia y por la existencia de todo lo que le rodea. Esta gratitud le permitirá ver con ojos de asombro y le moverá a contemplar la bondad, la belleza y la verdad del mundo. Tal contemplación conduce al mayor fruto de la percepción, que es lo que Tomás llama dilatatio, la dilatación de la mente. Una apertura a las profundidades de la realidad, a lo que hay más allá de la simple percepción a través de nuestros sentidos. Una visión que, de alcanzarse, permitiría a una persona vivir en comunión con la bondad, la verdad y la belleza de lo creado, aunque sea de manera precaria, pues la verdadera contemplación en su plenitud está reservada para la otra vida.

Chesterton, que, como sabemos, hizo de esta humilde disposición al asombro frente al mundo su filosofía personal, nos dice, no obstante, con gran sabiduría:

«Tener la mente simplemente abierta no es nada. El objetivo de abrir la mente, como el de abrir la boca, es volver a cerrarla sobre algo sólido».

Y este bocado sólido de realidad sobre el qué cerrar la mente nos lo puede dar, paradójicamente, la poesía.

Es esa humildad en el mirar, propia de los verdaderos poetas, la que conduce a un estado de gratitud que permite admirar con asombro aquello que nos rodea.

Por el contrario, lejos de la humildad, el orgullo conduce irremediablemente a la ingratitud. Esta ingratitud es incompatible con el asombro y, por tanto, impedirá acercarse, aunque sea un poco, a la deseada contemplación, cerrando la mente en el vacío en lugar de abrirla para captar algo que nos permita comprender, aun de manera torpe e imperfecta, los misterios del mundo.

Gracias a Dios, entre nosotros, han convivido, y siguen y seguirán conviviendo, almas verdaderamente humildes, rebosantes de gratitud y asombro, que se toman el tiempo de detenerse en medio de las tribulaciones y distracciones del día a día, para sentarse, con los ojos abiertos por el asombro, en presencia de la realidad que nos envuelve. Almas que, impulsadas por los dones poéticos recibidos, tratan de desentrañar los misterios que reposan, callados, tras las cosas.

Estos son los poetas a los que hay que atender: los verdaderos, aquellos que nos ofrecen el fruto de la auténtica poesía, como un reflejo, aunque sea borroso, de la bondad, la verdad y la belleza del cosmos. Y esto es así, sean o no conscientes de lo que hacen, ya que algunos ciertamente ni lo han sido ni lo son, y quizá nunca lo sean. Pero eso no importa realmente.

Así que, de la mano de sus hijos, vayan en busca de los verdaderos poetas, los de ojos humildes. Y una vez hallados, abran con ellos sus mentes al asombro del mundo.
Para finalizar, les sugiero comenzar esa exploración con un poema sencillo, del poeta orensano José Ángel Valente; un pequeño poema que nos invita a «captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito», ese “mirandum” del hablaba Aquino. Ahí se lo dejo a ustedes:

  

Octubre

Hay una leve luz caída
entre las hojas de la tarde.
Dame
tu mano y cruza
de puntillas conmigo
para nunca pisarla,
para no arder tan tenue
en sus dormidas brasas
y consumirte lenta
en el perfil del aire.

  

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LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (II): POESÍA Y CONTEMPLACIÓN

14.11.24

Un buen libro para malos tiempos: «El despertar de la señorita Prim»

                                   «Vistas de Yorkshire». Ronald Lampitt (1906-1988). 

               

                    

               

«Creen que añoran el pasado, pero en realidad
su añoranza tiene que ver con el futuro».

John Henry Newman

 

 

Chesterton, hablando de los materialistas ateos de su tiempo, hizo decir una vez a su famoso padre Brown:

«Todos ustedes juraron que eran materialistas empedernidos y, en realidad, todos se encontraban en el mismo borde de la creencia… de la creencia en casi cualquier cosa. Hay miles de personas que se encuentran en ese mismo borde hoy en día, pero es un borde afilado e incómodo en el que sentarse. No descansarán hasta que crean en algo».

Esta es una gran verdad aplicable a todo hombre: La naturaleza aborrece el vacío. La humanidad simplemente no puede sobrevivir sin un patrón, una dirección, una forma, una estabilidad. Anhelamos vivir dentro de un orden que nos trascienda, de un orden al que atenernos, o nos disgregaremos en pequeños átomos aislados por la soledad y el desarraigo.

Ahora bien, así como el alma es la forma del cuerpo, algo espiritual tiene que ser el principio ordenador de una sociedad. Por eso, una vez asesinado Dios –como diría Nietzsche–, el ateo debe sustituirlo por algo que esté sobre él. Y si bien ese algo debe ser no religioso en sí mismo, no obstante, debe elevarse a un nivel religioso para lograr su fin. Esta es la función de las ideologías.

Pero, si se seduce a los hombres para escapar de un orden (de lo liberador que resultaría no estar sujeto a un orden) con el objetivo de, una vez destruido este, sustituirlo por otro, previamente conviene dejar a los hombres sumergirse en la oscuridad del caos resultante de ese vacío. Asesinado un Dios, antes de crear un nuevo dios que lo sustituya y restablezca las cosas, debe dejarse sentir lo terrible que es vivir en ausencia del orden por Aquel creado. Hay que hacer sentir el peso del vacío y restaurar la natural necesidad de un orden.

Esta visión es el núcleo de cualquier ideología. Y hoy vivimos ya sumergidos en ellas. El liberalismo (y sus adláteres, socialismo/comunismo y fascismo/nazismo) fueron los encargados de demoler el viejo orden y de sumirnos en el caos. Ahora, mientras nos vemos arrastrados por la vorágine resultante, se nos presenta como salvador un Nuevo Orden Mundial (del que la famosa Agenda 2030 es solo una mera introducción). Un nuevo paradigma que es una caricatura de lo cristiano a nivel mundano. Y que, como el cristianismo, y a diferencia del liberalismo, tiene el poder y el atractivo de establecer un sistema ordenado.

Piensen en el liberalismo como un vacío, como una ausencia de orden; un caos donde los hombres se guían por principios subjetivos de conveniencia o utilidad en lugar de por una moralidad objetiva. Una ideología del suicidio, que sirvió para destruir el orden cristiano, no tanto contradiciéndolo como diluyéndolo y confundiéndolo, anulándolo suavemente, al oscurecer la realidad, corromper la voluntad y confundir la acción. El absoluto cristiano no se sustituyó por otro absoluto, sino por una ausencia de absoluto, por un indeterminismo, por una confusa tolerancia que equipara, e incluso invierte, los conceptos de bien y mal, de verdad y mentira, de tal forma que ha terminado por hacerlos desaparecer. El liberalismo utilizó buenas palabras de manera ambigua, de modo que gradualmente fueron vaciadas de sus implicaciones cristianas, a fin de ser recargadas nuevamente con significados antitéticos. Consagró la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero no como medios, sino como fines en sí mismos. Conceptos como la verdad y la bondad fueron vaciados de contenido. Se elevó a los altares la democracia, que es solo una forma de gobierno, y cuyo valor depende –como nos dijo Platón– del carácter de quienes la utilicen. Habló interminablemente sobre la libertad, persuadiendo a la gente de que era la misma libertad cristiana, pero, ¿realmente lo era? Cristo dijo: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». La libertad de la que Él habla es el resultado de conocer la Verdad con mayúsculas, algo que a los liberales les gusta llamar “intolerancia” y “dogmatismo”.

En suma, como dice el filósofo Edward Feser, el liberalismo «destruye el sistema inmunológico que protege el orden social de las fuerzas que trabajan para socavarlo». Y así, el efecto de ese liberalismo económico, filosófico y cultural durante un período ya de siglos, ha sido, como no podía ser de otra manera, destruir todas las normas, todo orden. Y como carece de un código moral propio, solo ha perdurado mientras la moral, las normas y las instituciones cristianas de todo tipo han sobrevivido manteniendo unida a la sociedad. Pero hoy día todo eso se está desmoronando: la transformación destructora e incluso la eliminación de la familia tradicional o natural; el intento forzado de redefinir la sexualidad según el deseo humano con la ayuda de la técnica; la comprensión del crimen y la corrupción únicamente como efecto del orden social; el inane y mesiánico propósito de controlar la naturaleza a costa del propio género humano; y el esfuerzo por imponer el dominio bio/tecnológico/político sobre la vida y la muerte humanas, son solo las consecuencias fatales de llevar a su término los principios liberales.

Como estamos viendo, el fin del liberalismo es catastrófico ya que su misma filosofía carece de columna vertebral, no posee nada con qué construir una vida o una sociedad estable. Y no solo eso, sino que sus mismos principios llevan ínsitos el germen de su propia destrucción. Estamos en las últimas etapas de su reinado y todo a nuestro alrededor comienza a derrumbarse, incluida la propia ideología liberal. La sociedad occidental, de hecho el mundo entero, se está convirtiendo en un gran vacío, en una inmensidad vacía de todo contenido real y positivo.

Y así, el liberalismo, hoy moribundo, ha de dar paso a otra cosa. Porque, y volvemos a lo que nos dijo Chesterton, «los hombres no descansarán hasta que crean en algo». Ocurre que, desprovistos de toda referencia o criterio respecto de lo que sea verdad, bondad y belleza (gracias al eficaz “trabajo” de demolición del liberalismo e ideologías afines), los hombres abrazarán a cualquier cosa que se les proponga, sea lo que sea; incluso aceptarán la esclavitud.

La filosofa Hannah Arendt escribió una vez:

«Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras».

Este ha sido el “trabajo” del liberalismo. Ahora debemos trabajar nosotros sobre sus ruinas, o perecer bajo ellas.

Y es sobre esas ruinas, y con la intención de trabajar para restaurar ese orden perdido, donde se sitúa el escenario y se desarrolla la acción de la novela de que quiero hablarles.

Me refiero a una obra de enorme éxito internacional, traducida a once idiomas y publicada en Italia, Alemania, Francia, EE. UU y Canadá, Reino Unido y Commonwealth, Polonia, República Checa, Lituania, Eslovenia, Croacia, Portugal, Brasil y Turquía: El despertar de la señorita Prim (2013), la ópera prima de Natalia Sanmartin Fenollera, quien por azares del destino resulta ser hermana mía.

  

 

Ello me sitúa ante un embarazoso dilema que me ha hecho permanecer mudo durante mucho tiempo respecto de esta obra: ¿Debo hablar y recomendar una novela escrita por una de mis hermanas?

Un pudor natural me ha forzado a permanecer hasta ahora callado. Pero, lo extraordinario de lo que acontece hoy, su extremada gravedad y trascendencia, me impulsa romper ese silencio. Este es un buen libro, un libro que conviene que lea todo el mundo, especialmente los jóvenes, y cuantos más, mejor. Y yo estoy aquí para recomendar buenos libros. No hacen falta pues mayores argumentos. Pero tampoco son necesarias muchas palabras. Por ello, le dedicaré pocas letras. Lo cierto es que un buen libro no precisa de ellas para hacerse valer, se basta así mismo. Y este es un buen libro.

Un libro que habla del orden cristiano. De ese orden perdido, y por lo tanto de su añoranza, sí, pero también de su bondad, verdad y belleza; y, por ello, de su atractivo intemporal, incluso para los hombres de hoy. Un libro que también nos habla de la posibilidad de que incluso personas que por razones de educación o cultura pudieran ser hostiles a ese orden, podrían resultar atraídas por él y acabar uniéndose a él. Y, por último, un libro que nos señala que una de las maneras, si no la principal, en que ese orden puede llegar a prender en el corazón y en el alma de las personas es a través de la caridad, siendo el amor humano en todas sus formas (no solo entre un hombre y una mujer, sino también el paternal, filial, fraternal y amical) uno de los cauces más propicios para ello.

La naturaleza odia el vacío, como hemos visto. Por ello hemos de traer de vuelta nuestras vidas el orden perdido de Dios; el orden original de las cosas. Solo así nos liberaremos, o, mejor dicho, estaremos en el camino y disposición de que nos liberen, de que nos despierten. ¿Quién? Lean el libro; la vida y tribulaciones de la señorita Prudencia Prim se lo revelará. Estén atentos en su lectura, y disfruten del viaje. Se trata de un libro que les regalará cosas que posiblemente no habrían imaginado, aunque quizá si esperado, aun sin saberlo, ¿o quizá no? Precisamente esto es lo que sugiere la cita del santo cardenal Newman que abre la obra y este artículo.

Y es que, como saben, «de lo alto es todo bien que recibimos», y este libro es bueno, de verdad que lo es, porque nos ayuda, aunque solo sea un poco, acercarnos a lo alto a través del redescubrimiento de la verdad, la bondad y la belleza en las cosas humanas.

7.11.24

Valor, honor y redención a orillas del Nilo: Las cuatro plumas

                      «La batalla de Abu-Klea». William Barnes Wollen (1857-1936).

 

 

  «Tres plumas blancas revolotearon fuera de la caja; balanceándose, se mecieron por un momento en el aire y luego, una tras otra, se posaron suavemente en el suelo. Parecían copos de nieve sobre el oscuro piso de madera pulida».

A. E. W. Mason. Las cuatro plumas (1902).

  

«Con una especie de terrible simplicidad extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos».

C. S. Lewis. La abolición del hombre (1943).

  

«Un ángel no puede ser valiente, porque no es vulnerable. Ser valiente significa, en efecto, ser capaz de sufrir heridas».

Josef Pieper. Las virtudes fundamentales (1954).

 

 

En 1952, el polígrafo inglés Roger Lancelyn Green escribió la biografía de un tipo peculiar e interesante; un tipo llamado Alfred Edward Woodley Mason. Un sujeto que vivió intensamente y que se hizo famoso con una novela de aventuras, una novela sobre la que voy a hablarles hoy, y por la que siempre será recordado. Sirva como presentación del hombre, lo que Lancelyn nos dice:

«Como en el caso de sus novelas, cuando uno piensa en A. E. W. Mason, piensa primero en una rápida, entrecortada y alegre avalancha de aventuras: Mason como actor; Mason como periodista en apuros que salta de repente a la fama con su segunda novela; Mason, el viajero que explora Sudán, Marruecos y España, haciendo rápidos y ansiosos viajes a Sudamérica, Sudáfrica, India, Birmania, Ceilán y Australia; Mason en su yate, costeando las islas Sorlingas, cruzando bahías, bordeando el Sena hasta Rouen o surcando los canales de Holanda; Mason, el alpinista que pasa sus vacaciones de Pascua viajando desde Oxford a las colinas sobre Wastdale y, más tarde, va año tras año a escalar los Alpes: el Col du Géant, Mont Blanc (dieciséis horas en la cresta de Brenva); Mason, el miembro del Parlamento; Mason, el agente del Servicio Secreto en España y México durante la Primera Guerra Mundial».

La novela, su mejor y más famosa obra, es Las cuatro plumas (1902), uno de los grandes bestsellers de la primera mitad del siglo XX. En sus primeros cuarenta años de publicación, se vendieron cerca de un millón de ejemplares solo en Inglaterra, y la obra ha sido llevada al cine al menos siete veces. La novela, ambientada en Inglaterra, Irlanda, Egipto y el Sudán durante la década de 1880, narra la historia de Harry Feversham, un joven oficial proveniente de una familia de distinguidos militares. Convertido en uno de los más prometedores oficiales del ejército británico, Harry, la víspera de que su regimiento embarque rumbo al Sudán con objeto de sofocar una revuelta indígena, renuncia a unirse a él poniendo como excusa su inminente boda con la bella Ethne Eustace. La realidad es más profunda: Harry se enfrenta también, «no al miedo, sino al miedo al miedo». Pero, como dicen los versos de Ángel González:

«Hay que ser muy valiente para vivir con miedo.
Contra lo que se cree comúnmente,
no es siempre el miedo asunto de cobardes.
Para vivir muerto de miedo,
hace falta, en efecto, muchísimo valor».

Tras esta renuncia, tres de sus mejores amigos y camaradas, los también oficiales Willoughby, Trench y Castleton (no así su mejor amigo y rival en el amor, Durrance), le envían tres plumas blancas como señal de lo que interpretan como un gesto de cobardía. Su prometida, Ethne, al no comprender tampoco la renuncia de Harry, añade una cuarta pluma de su abanico.

A lo largo de la novela, Harry se redime de este supuesto pecado con audaces hazañas en Egipto y el Sudán durante las acciones bélicas dirigidas por Lord Kitchener para sofocar la rebelión de los derviches, iniciada en 1882 y encabezada por Muhammad Ahmad, autoproclamado Mahdi. Lo hace adoptando el disfraz de un músico griego converso al Islam, en imitación de las históricas hazañas de otros europeos no musulmanes, como el italiano Ludovico de Verthema (1470-1517), el español Domingo Badía, Alí-Bey (1767-1818) y el británico Francis Burton (1821-1890), alguno de los cuales, incluso peregrinaron a La Meca disfrazados de árabes sin ser descubiertos.

La novela recrea varios acontecimientos y lugares históricos, como la batalla de Abu-Klea, y la infame prisión de Omdurman, conocida como Umm Hagar, la Casa de Piedra. Unos versos de Sir Henry Newbolt, inmortalizaron la primera:

«La arena del desierto está empapada de rojo,
Roja con los restos de un cuadrado hechos pedazos;
La Gatling atascada y el coronel muerto,
Y el regimiento ciego por el polvo y el humo.
El río de la muerte ha desbordado sus orillas,
E Inglaterra está lejos y el honor es un nombre».

Un fragmento de la novela nos habla de la segunda:

«La habitación tenía unos treinta pies de lado, cuatro de los cuales los ocupaba el sólido pilar que sostenía el techo. No había ventanas en el edificio. Unos cuantos y pequeños tragaluces en lo alto dejaban apenas pasar algo de aire. Y en aquella hedionda y pestilente cueva era donde empaquetaban a los prisioneros, que aullaban y peleaban entre sí, arrastrados por el egoísmo que traen consigo las grandes miserias. Se les cerraba la puerta; desaparecía la luz crepuscular y quedaban envueltos en tinieblas, de manera que ninguno podía distinguir ni el contorno de los que se hallaban prensados contra él».

Sin dejar de ser una apasionante novela de aventuras, la obra aborda tres temas sumamente desprestigiados en la actualidad: el honor, el valor y la amistad. ¿Importa el honor? ¿Tiene relevancia la valentía? ¿Qué significa la amistad?

En el mundo actual, parece que lo único que importa es prosperar económica y socialmente, signifique esto lo que signifique. Más dinero y más poder; ese parece ser el único objetivo de muchas vidas, el anhelo más reconocido y el premio más deseado por aquellos que aspiran a algo. Y si para lograrlo es necesario pasar por encima del honor, evadir responsabilidades, no asumir riesgos por el bien común o el bienestar de otros, o incluso renunciar o traicionar una amistad, se hace. Sin embargo, hubo un tiempo en que el honor –ser fiel a los ideales de una conducta estimada correcta, a unos principios, a una historia, o a una tradición, independientemente del costo personal–, la valentía –tener fortaleza de ánimo para afrontar con denuedo y constancia dificultades, temores o dolores, físicos o espirituales–, y el ser un buen amigo –aquel que, como decía Aquino, está para lo bueno y para lo malo, y cuya presencia en momentos duros o adversos es la más valiosa–, importaban mucho.

De estos tres grandes temas me ocuparé hoy de dos de ellos: el honor y el valor. De la amistad ya les he hablado aquí.

El honor es un término ambiguo, pero, para los fines que nos interesan, podemos decir que nace y se adquiere cuando el bien de una persona es conocido y aprobado por muchos o, incluso, por ella misma. Sin embargo, esto podría llevarnos directamente a una cierta vanidad, que solo sería aceptable si este honor o fama se orienta hacia la gloria de Dios («brille vuestra luz delante de los hombres», Mateo 5,16); hacia la salvación del prójimo, («cada uno busque agradar a su prójimo haciendo el bien», Romanos 15,2); o para el beneficio del propio individuo, siempre que este no caiga en el vicio de la vanagloria.

Se suelen distinguir dos formas de honor: el adscrito y el adquirido. El primero se refiere al honor que se recibe en virtud del nacimiento en una familia determinada o por la pertenencia a un pueblo; en otras palabras, es independiente de cualquier accion personal. Se trata de una herencia, siendo el bien heredado la fama y el reconocimiento atesorados por aquellos a quienes uno sucede. El honor adquirido, por el contrario, es el que una persona recibe en función de los logros que ha alcanzado en un ámbito valorado por la sociedad en la que vive.

Se trata de un concepto que tiene su origen en las antiguas sociedades heroicas y guerreras, que se regían por un código de honor. El incumplimiento de ese código conllevaba la pérdida del honor, lo que, a su vez, implicaba una pérdida de estima pública y, por extensión, del propio valor y del sentido de la vida del propio individuo, como se evidencia en la respuesta de Héctor a Andrómaca cuando ella le ruega que se quede en Troya y luche tras las murallas, en lugar de enfrentarse a Aquiles en combate:

«(…) mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita á ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo».

Y aquí nos encontramos con una sociedad guerrera, que está, además, en trance de entablar batalla. El honor, por lo tanto, es fundamental y está, además, estrechamente relacionado con el valor.

En el comienzo de la novela, parece que Harry traiciona su honor familiar, adquirido por sus antepasados en los campos de batalla, trayendo así vergüenza no solo sobre sí mismo, sino también sobre su familia. El resto de la novela es la lucha y el esfuerzo de Harry por recuperar ese honor perdido, adquiriéndolo por sí mismo, para sí, e igualmente, para su familia.

El otro gran asunto tratado por la novela es el del valor, al que se refiere veladamente su título.

Existe un lugar común, un tópico, que sostiene que el hombre valiente es aquel que no conoce el miedo. Esta idea ha sido tradicionalmente considerada como una medida de la hombría y masculinidad. Si un hombre admite o expresa tener miedo, se le considera automáticamente menos hombre. Nada más lejos de la realidad, como trataré de exponer. Sin embargo, hay en nosotros una resistencia a cuestionar esta idea. Su aceptación es algo tan extendido que no nos parece que requiera de reflexión. No obstante, merece ser analizada, especialmente hoy, cuando muchos defienden una falsa y errónea masculinidad, en la que la ausencia de miedo es uno de sus atributos.

Santo Tomás de Aquino sitúa el valor o coraje dentro de la gran virtud de la fortaleza, la cual describe de la siguiente manera:

«Se entiende por fortaleza la perfección de orden moral de la parte afectiva sensible, que tiene por objeto dominar los temores más grandes o moderar los movimientos más intrépidos de audacia –refiriéndose a los peligros de muerte en el curso de una guerra justa–, a fin de que el hombre, en toda ocasión, jamás se aparte de su deber».

Según Aquino, después de la prudencia y la justicia, la fortaleza es la virtud más alta, porque «el temor a los peligros de muerte tiene el mayor poder para hacer que el hombre se aleje del bien de la razón», más que la destemplanza de las pasiones. La crisis de la pandemia del COVID-19 que hemos vivido recientemente nos ha enseñado mucho al respecto.

De acuerdo con el Aquinate, el hombre valiente es aquel que conoce el miedo, pero lo controla. De acuerdo a esta concepción, existen dos vicios principales opuestos a esta virtud de la fortaleza y, por tanto, opuestos a la valentía: por un lado, el temor de aquel que no tiene suficiente fortaleza ante los peligros mortales; y, por otro lado, la temeridad de quien se lanza al peligro en contra de la prudencia adecuada. Solo aquel que siente miedo y, a partir de este conocimiento, ajusta su acción a la razón y la prudencia, es verdaderamente valeroso. El protagonista de nuestra historia –aunque no solo él– demuestra esta valentía a lo largo de toda la novela: la recuperación de las cartas del General Gordon en Beber, el rescate de su amigo Trench de la fatídica prisión de Ondurman, su infiltración en el campamento sudanés, y muchas otras acciones de valentía y sacrificio.  

Las cuatro plumas es una extraordinaria historia de aventuras, donde la emoción, la redención y el perdón son ingredientes esenciales. A través de esta narrativa, su protagonista, mostrando coraje y valentía mientras enfrenta y supera su miedo, recupera tanto su honor como su amor, restaurando en el camino amistades que parecían perdidas. El libro se convirtió en un clásico de inmediato y ha mantenido ese estatus desde entonces, así que no deben perderse su lectura.