De nuevo sobre la lectura en voz alta: el placer de leer juntos

                                 Ilustración de Elizabeth Orton Jones (1910-2005).

          

       

            

«Si no estás dispuesto a leer a tus hijos una hora al día, no mereces tener ninguno».

Joan Aiken

  

  
«No creo que los padres que leen cuentos a sus hijos antes de dormir deban tener constantemente en mente la forma en que están desfavoreciendo injustamente a los hijos de otras personas, pero creo que deben tener ese pensamiento de vez en cuando».

Adam Swift, filósofo político británico

 

 

Hay cosas de nuestra infancia y juventud que hoy se hallan ausentes en nuestras vidas, y lo que es más grave, también en las de nuestros hijos. Son pequeñas cosas que percibíamos intrascendentes, pero cuya presencia cotidiana, aun sin saberlo, nos tocaba profundamente. Es su aparente pequeñez la que hace que no las extrañemos, y cuando, en ocasiones, por un instante, sentimos su pérdida, tranquilizamos nuestra conciencia diciendo: «¡los tiempos cambian!, que le vamos a hacer». Pero, su olvido, como dice la poeta, «mordisquea el alma», y lo hace en silencio y pausadamente, de manera casi imperceptible, ocultando así el mal que acarrea su falta.

Les hablo de la cada vez más frecuente ausencia en nuestras vidas de la simple voz humana, vocalizada y oída en persona, cara a cara, y no, como es costumbre hoy, a través de su procesamiento electrónico.

Un grave asunto del que casi nadie habla, y que afecta a nuestros niños y jóvenes más que a nadie.

Es un hecho incontestable, que nosotros, y nuestros hijos más, nos comunicamos a través de medios electrónicos cada vez con mayor asiduidad, y como consecuencia directa de ello, el contacto personal ha entrado en un claro declive.

Es sabido de siempre, que la transmisión de información o el intento de comunicación verbal en persona, es mucho más profundo y poderoso que el escrito, al menos en cuanto a la intención no explícita y la razón última del acto en sí. Ciertamente, no, en lo que respecta al detalle y precisión de lo transmitido, pero sí en relación con una serie de intangibles que la simple palabra escrita, desvinculada del tono de voz, de los gestos corporales que acompañan a esta, y especialmente, de la mera presencia personal, no puede suplir.

Y esto es algo que hace relativamente poco tiempo la poderosa ciencia ha constatado, aunque ya lo supiéramos desde siempre. Y es que, no solo la voz humana tiene las propiedades de mejorar la transmisión de cualquier mensaje, sino que la conversación en persona, cara a cara, es la mejor de todas las formas de comunicación y en todos los sentidos.

Sin embargo, a pesar de ello, las nuevas tecnologías (aceleradas con la irrupción de la denominada «inteligencia artificial»), han colonizado nuestras mentes y, como consecuencia de esta invasión, los contornos y los contenidos básicos de la vida parecen haber sido tomados bajo control y orden, por fuerzas impersonales. La humanidad de nuestras vidas se está diluyendo; nos estamos desangrando figuradamente, y como cuando nos desangramos realmente, la suavidad, el confort y la somnolencia que acompañan al proceso nos impide darnos cuenta de nuestro suicidio: una dulce muerte espiritual nos envuelve sin apenas ser conscientes de ello.

No solo hemos dejado que nuestra comunicación se establezca preferentemente a través de artilugios electrónicos; no solo hemos abandonado a su suerte a nuestra imaginación, dejándola morir de inanición al privarla de los libros que la alimentaban y al sumirnos en los mundos virtuales que otros diseñan para nosotros. No solo eso, sino que, para colmo, entre estúpidos e inconscientes, ambicionamos delegar casi todas nuestras acciones personales –y, por tanto, humanas– en las máquinas, tan inteligentes y eficaces ellas; y, como pago por tamaño disparate, amén de la idiocia acomodaticia descrita en la novela Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, recibimos grandes cantidades de desempleo, inseguridad y soledad, coronadas con la maldición de no saber ya distinguir lo real de lo irreal.

Ante esta terrible situación, deberíamos, al menos, hacer algo por nuestros niños y jóvenes, ¿no creen?

––«¿Leer en voz alta?», sugiere cautelosamente una voz al fondo de la sala. ¿Seguro? Parece una acción intrascendente y frívola…

Pero, quizá no sea así… Cada vez con mayor insistencia neurólogos, pedagogos, pensadores y educadores resaltan los beneficios y la trascendencia que, para el pleno florecimiento de los niños y jóvenes, encierra esta aparentemente simple conducta. La frase del filósofo Swift que abre este artículo nos dice a las claras la importancia que tiene para el correcto desarrollo de los niños la lectura en voz alta (aunque dicho filósofo busque más deconstruir la familia que conservarla, pero este sería otro tema).

A su vez, numerosos escritores y poetas, y desde hace mucho tiempo, insisten en los beneficiosos efectos de este tipo de lectura. La escritora católica Rumer Godden escribió una vez que «los libros para niños… deben sonar bien; se leerán en voz alta y las palabras deben unirse en un todo rítmico como en un poema, un ritmo que coincida con el tema». Por esa misma razón, la también escritora Joan Aiken pensaba que la prueba definitiva y fundamental para juzgar la bondad y excelencia de un libro infantil, consistía en leerlo en voz alta. Por otro lado, algunos otros autores han abogado por este tipo de lectura rescatando recuerdos infantiles que dejaron profunda huella en sus vidas. Por ejemplo, Edith Nesbit recuerda lo siguiente:

«Mi hermana mayor siempre fue un refugio en los días lluviosos, cuando un cuento de hadas parecía ser lo mejor que se podía hacer. En medio de todas las fiestas, picnics y alegrías en las que se sumergían nuestros mayores, mi otra hermana encontró tiempo para leernos en voz alta y recibir las confidencias que considerábamos prudente hacer sobre nuestros planes y juegos».

Por otro lado, Evelyn Waugh nos cuenta que cuando monseñor Ronald Knox y sus hermanos eran niños, su madre les leía en voz alta a Stevenson, Kipling, Carroll o Lear, en tanto ellos jugaban por la habitación. No les imponía ni silencio ni atención. Knox, que tenía para sí ese recuerdo como algo muy especial, creía firmemente que aquellas lecturas en voz alta, a pesar de las constantes distracciones de él y sus hermanos, había sido una velada y suave forma de infundirles a todos ellos un profundo amor por la lectura. 

Por su parte, cuenta la institutriz de los Grahame, que el autor de El viento en los sauces (1908), antes de acostar a su hijo (apodado, cariñosamente, Mouse o Ratoncito), le leía muchas noches en voz alta. Estas lecturas discurrieron ininterrumpidamente entre los 4 y los 7 años del niño, durante los cuales Kenneth Grahame escribió su libro. Así se nos relata una de esas sesiones de lectura: 

«La puerta estaba entreabierta y, al oír la agradable voz del señor Grahame hablando con Mouse, ella vaciló en el umbral y se paró a escuchar. Grahame le contaba a su hijo una historia sobre un topo, una rata y un tejón; también pudo oír el tono más ligero de “Mouse” irrumpir con preguntas y comentarios, escuchándose de vez en cuando sus sonoras carcajadas».

Y es que, aun cuando no nos apercibamos de ello, acontecen cosas misteriosas cuando damos a los niños y jóvenes el tiempo y la oportunidad de hacer oír su voz, o de escuchar la propia y la de otros. Escapando del aquí y ahora, los chicos pueden hacer volar su personal imaginación lejos de las realidades virtuales que les tienen atontados y alienados, o de todos esos discursos o relatos creados con la aviesa intención de adoctrinarlos. Entonces, en lo más profundo de su ser, algo acontecerá, algo que dejará su huella, una beneficiosa y profunda huella.

Porque, estar ahí, en persona, mientras las palabras se suceden y llenan con su sonido el aire, es algo poderoso, que sacude el alma. De forma misteriosa, se va formando un vínculo afectivo, un sentido de comunidad entre los que leen y los que escuchan; un círculo de intimidad y confianza nace entre unos y otros, y se acrecienta con cada lectura; se generan conversaciones sobre temas en los que seguramente el que escucha no habría llegado a pensar si no hubiera sido por esa lectura; se presenta ante el atento oyente la imagen clara y sorprendente de escenas y paisajes desconocidos e inimaginables para él; se dibujan con precisión y presencia casi real distintos personajes, hombres, mujeres, niños y hasta animales, en una sucesión incansable que llena de bullicio y de vida su imaginación.

¿Tendrá valor para un niño o un joven convertirse de repente en Alicia y vagar por su mundo de maravillas, o en Jim Hawkins y explorar su isla del tesoro? ¿De qué manera afectará a un joven lector bajar plácidamente el río en una pequeña barca, mecido por el suave viento y a la sombra de los verdes sauces, acompañado del Ratón de agua, el Topo, el Sr. Tejón y el Sr. Sapo? ¿Cómo condicionará el futuro destino del niño o el joven el sumergirse en el país de las hadas, adentrarse en la Tierra Media, bailar en los salones de Pemberley, o deambular entre los molinos de viento de La Mancha? ¿Todo ello significará algo, o será un mero divertimento que se dispersará como arena llevada por el viento?

Como ya les he dicho, significará, y mucho. Sabemos con certeza que la lectura en voz alta afecta de forma decisiva al desarrollo presente y futuro del niño, y condiciona aquello que será y cómo y de qué manera lo será.

Pero no crean que cualquier lectura en voz alta es igualmente válida. Como en todo hay grados, conveniencias e inconveniencias.

Primero, y como ingrediente indispensable y fundamental, está la cuestión de qué libros leer, pues ya sabemos que no todos los libros son iguales ni tienen los mismos efectos. Para ello, y aparte de su propia experiencia, y la de otras personas de su confianza, escribo este blog y he escrito mi libro, De libros, padres e hijos, a fin de ayudarles en esa elección y facilitarles la misma.

Y segundo, tal y como nos recuerdan Jorge Luis Borges y Daniel Pennac, el verbo leer no soporta el imperativo, sea esta lectura en «lepido susurro», o en voz alta. Leer en voz alta ha de ser placentero y agradable, tanto para el lector, como para el oyente. De ninguna manera puede suponer una condena, aun cuando no llegue a los extremos de la que le aguarda a Tony Last, en la novela de Evelyn Waugh, Un puñado de polvo (1934), quien termina siendo obligado por el resto de sus días a leer en voz alta las obras de Charles Dickens a un loco analfabeto, en un poblacho en medio de la selva amazónica.

Si respetamos esos mínimos límites, escuchar buenas y hermosas palabras, leídas en voz alta por una voz conocida, se convertirá en una experiencia, no solo encantadora sino, además, transformadora.

Entonces, ¿por qué no lo hacemos ya? ¿Por qué hemos abandonado esta buena costumbre?

Es extraño lo que sucede con la lectura en voz alta, realmente extraño. Porque, de ordinario, los hombres deseamos compartir experiencias; nos gusta comentar lo que experimentamos; nos gusta sentir la presencia de otros hombres a nuestro lado. Si estamos solos, no es lo mismo; nos falta un algo indefinido pero esencial. Y cuando se trata del arte y los espectáculos esta convivencia es lo más habitual: así sucede con el cine, el deporte, la televisión, el teatro, los conciertos musicales, o cualquier otro espectáculo, incluso, con la simple contemplación de un atardecer. Entonces, ¿por qué no lo hacemos con la lectura?

Encontrar una explicación a esto quizá sea tan fácil como fijar nuestra atención en el mundo en que vivimos, y en darnos cuenta de cómo vivimos en él. El cambio cultural y tecnológico en el que estamos inmersos nos está cambiando; y me temo que, si hacemos un balance, no para mejor. Nos hemos adaptado a él demasiado confiadamente, siendo uno de sus efectos más perniciosos un creciente aislamiento social, sobre todo entre los más jóvenes. Al mismo tiempo, el tipo de vida que estamos adoptando absorbe todas nuestras energías, lo que nos hace huir de aquellas actividades que más exigen de nosotros. Y la lectura, especialmente en voz alta, exige mucho.

Al final, la dura realidad es que ciertamente no todos los padres leen a sus hijos con regularidad. Es más, la mayoría no lo hacen nunca, bien porque ellos mismos no leen (¿por qué entonces habrían de hacerlo con sus hijos?), bien porque no están informados de los beneficios –tanto afectivos como cognitivos– que la lectura trae consigo, bien porque tienen poco tiempo para estar con sus hijos, y, consecuentemente, menos tiempo aun para leer con ellos.

Podría resultar tedioso enumerar algunos de los numerosos beneficios y utilidades que trae consigo la lectura, y especialmente, la lectura en voz alta, pero a riesgo de ello voy a hacerlo:

- Fortalece el vínculo afectivo entre el niño y el lector adulto.
- Crea un vínculo afectivo –para toda la vida– entre el niño y la lectura.
- Estimula el desarrollo cognitivo.
- Permite adquirir nuevo vocabulario y sintaxis.
- Estimula y alimenta la imaginación.
- Amplia la capacidad de atención y la memoria.
- Enseña a empatizar con los sentimientos y problemas de los demás.
- Enseña a afrontar y domeñar los sentimientos y problemas propios.
- Amplia los horizontes del mundo conocido.
- Ayuda a desarrollar el interés por nuevos temas y aficiones.
- Permite conocer, y ayuda a comprender, el patrimonio de la propia cultura y de otras culturas.
- Facilita la adquisición de nuevos conocimientos sobre la naturaleza y la historia.
- Proporciona una educación moral.
- Estimula el desarrollo de una educación estética.

Así que, por el bien de nuestros chicos, pongamos freno a esto. Rescatemos del olvido la sanísima costumbre de la lectura en voz alta, y traigámosla de vuelta a nuestros hogares y a nuestras aulas.

Se trata de un acto sencillo y modesto, que está al alcance de cualquiera. Solo hace falta, por un lado, tomar un libro y leerlo en voz alta, y por otro, escuchar con atención y dejar volar la imaginación. Pero, contrastado con esta sencillez, sus efectos son, como les he señalado, fascinantes y mágicos.

Y, por supuesto, no se trata solo de la estructura neuronal y del cableado del cerebro, del desarrollo de esa parte material y mecánica de nuestro ser, y de todas las cosas útiles antes enumeradas –que también, por supuesto–, sino, además y sobre todo, de aquellas cosas intangibles, inasibles y enigmáticas que acontecen en nosotros cuando leemos y escuchamos, y que nos acompañarán, silenciosa y misteriosamente, a lo largo de toda nuestra vida: nos ayudará –y con nosotros, a nuestros hijos– a tomar conciencia del arte y la belleza, así como de la vida misma y su sentido, sirviendo en ocasiones de «martillo» que nos sacuda cuando sea preciso, rasgando ese «algodón de la vida cotidiana» que nos proporciona confort, para darnos aquello que necesitemos cuando lo necesitemos, por incómodo que sea; y además –esto es especialmente importante–, este tipo de lectura nos ayudará a preparar a nuestros pequeños para que algún día estén en la mejor disposición de alcanzar aquello para lo que han sido creados, su natural florecimiento como hombres, como defensores y amantes de la verdad, la belleza y la bondad.

Y es que, los beneficios de la lectura en voz alta comienzan pronto, pero pueden prolongarse durante toda la vida. Ya lo creo que sí. Pueden estar seguros de ello.

    

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3 comentarios

  
Chico
Cuando era chico en los escolapios leíamos cada día en la escuela todos juntos y en voz alta.
16/07/24 2:03 PM
  
Elfida Soto
Recuerdo a mi maestra de Literatura española : Qué está de moda?
- Lo que se había olvidado.”
16/07/24 3:40 PM
  
Crux ave, spes unica
Recuerdo que hace unos años unos supernumerarios del Opus Dei me invitaron a un retiro de 3 días; durante los desayunos, comidas, meriendas y cenas se leía por turnos en voz alta un libro espiritual (nos íbamos pasando el libro cada 5 minutos de lectura). Aprovechando el tiempo al máximo!!!


Pero algo que me causaba preocupación era ver cómo en la sobremesa después de la comida o cena muchos de los asistentes daban vueltas por el pasillo rezando misterios del Rosario, pero olvidando completamente la oración pública de la Iglesia (Nona, vísperas, completas etc)


Con mucho precisión escuché decir a un obispo que aquellos que dan prioridad a las devociones populares en detrimento de la oración pública de la Iglesia, son iguales a aquellos que ponen perejil a sus San Pancracio y luego no aparecen por Misa nunca. Una deformación total.

16/07/24 10:30 PM

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