Educar en la feminidad (VII). Del matrimonio y sus dificultades. Los contraejemplos: Tolstoi, Flaubert y Clarín
«Atardecer nórdico de verano». Sven Richard Bergh (1858-1919). |
«El amor de marido y mujer es la fuerza que une a la sociedad. Los hombres tomarán las armas e incluso sacrificarán sus vidas por este amor… Sin embargo, cuando es de otro modo, todo se vuelve confuso y desordenado».
San Juan Crisóstomo.
«El mal, no es un problema a resolver, sino un misterio a soportar».
Flannery O’Connor.
«El hombre no estará siempre en estado de inocencia; llegará a pecar y su literatura será expresión de su pecado, ya sea pagano o cristiano».
Cardenal John Henry Newman.
Intuimos –y abiertamente deseamos– que los libros que lean nuestros hijos sean un compendio de virtudes. Así, pensamos, se les mostrará claramente el bien, y así, aprenderán de la mejor y menos peligrosa de las maneras a ser buenos hombres. Pero, lo cierto es que esta, mitad intuición, mitad deseo, no es del todo cierta. Porque, tampoco está mal leer cosas no edificantes, siempre que estas lecturas estén debidamente presentadas como contraejemplos. Esto es así ya que, nuestros débiles intelectos tienden a apreciar las cosas más en contraste con sus opuestos, y, sobre todo, porque el mal únicamente se puede llegar a entender de modo indirecto, en confrontación con el bien, puesto que no tiene existencia por sí mismo.
Por otro lado, en el puro orden natural no nos encontraremos con la verdadera pureza, con la auténtica y plena bondad. En este mundo, hasta que llegue la hora, hasta que «llegue el tiempo de la cosecha», se encontrarán mezclados el trigo y la cizaña. Y la buena y la gran literatura puede ser un medio ideal para esta enseñanza. El cardenal Newman, en el discurso, Cristianismo y literatura, contenido en su libro, La idea de la Universidad (1852), escribió sobre esto:
«Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula… Sorprenderán a vuestros jóvenes… sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se le haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso».
Así que es bueno que nuestros hijos conozcan, no solo las virtudes, sino también los vicios, aunque siempre con nuestro atento seguimiento y atención. De esta manera, abordaremos los contraejemplos, tanto del noviazgo como del matrimonio, de la mano de Tolstoi, Flaubert y Clarín.
Guerra y Paz (1867), de León Tolstoi.
Tomemos de esta grandiosa –por arte y dimensiones– novela, a uno de sus personajes, Pierre Bezújov. Su noviazgo con la que será su esposa, Elena Kuráguina, se revela inadecuado y desemboca en un matrimonio que nunca debió celebrarse. Ya desde el principio de su noviazgo Pierre cree que casarse con Elena sería un error. Ve que su atracción se basa en su belleza física y, en último término en la pasión lujuriosa que le consume, e intuye que «habría algo desagradable, antinatural, (…) y deshonroso en este matrimonio». Y pese a ello, sigue adelante con la relación, cometiendo dos errores de juicio que desembocan en un casamiento desastroso.
En primer lugar, Pierre se engaña a sí mismo. Se convence de que Elena es más y mejor de lo que siente y presiente que es –meramente un cuerpo deseable, y además, un alma inmoral–, o que, al menos, ella podría llegar a cambiar:
«Al mismo tiempo meditaba sobre su inutilidad y soñaba con cómo sería su esposa, cómo podría amarle, cómo podría llegar a ser muy diferente, y cómo todo lo que había pensado y oído sobre ella podría ser falso».
El segundo error de Pierre consiste en procrastinar. No actúa cuando debe hacerlo, y deja que los demás, y los propios acontecimientos, se desarrollen y trabajen por y para él. A pesar de que, cuando conoce a Elena, tiene serias dudas sobre la conveniencia profundizar en la relación, concluyendo que lo mejor para él sería abandonar la ciudad, nunca llega a hacerlo, dejando que, más tarde, otros (concretamente, el príncipe Andrei Bolkonsky) le empujen a tomar la decisión de comprometerse en lo que será un desastroso matrimonio.
Así, vemos como el mal uso del noviazgo puede conducir a un matrimonio desgraciado.
Ana Karenina (1879), de León Tolstoi.
En esta novela, Tolstoi nos ofrece tanto un ejemplo como un contraejemplo de las dificultades de un matrimonio, y dos posibles desenlaces a esa crisis.
A pesar de su título —que parece referirse una sola protagonista, Ana— la novela presenta una panoplia de personajes que rivalizan con la mencionada Ana. Tolstoi aprovecha esta variedad de personajes para darnos una lección sobre qué es el amor y el matrimonio, a través del contraste entre dos parejas: Ana y Vronsky, y Kitty y Levin.
Al comienzo de la novela, se nos presenta a una joven Kitty enamorada del fascinador conde Vronsky y sujeta a la influencia del mundo profundamente superficial de Ana. Así las cosas, cuando el joven terrateniente Levin la pide en matrimonio, ella lo rechaza. Pero él persevera con paciencia y humildad, y la espera. No la presiona. Solo espera, hasta que más adelante la providencia les vuelven a reunir. Para entonces, Kitty ha madurado, se ha curado de su frívola superficialidad, y, para su dicha y la de su enamorado, acepta su nueva propuesta matrimonial.
Pero el matrimonio no siempre es fácil, especialmente al principio. Hay en la unión conyugal de Kitty y Levin choques, discusiones, celos. Hay dolor, pero también hay maduración y crecimiento. Así, ambos cónyuges tratan constantemente, con sus altibajos, de entregarse plenamente el uno al otro; de ser una sola carne. Su amor es más paciente que vivaz; pero crece en las dificultades. De esta manera, forjan una vida juntos, dejando atrás sus falsas visiones sobre el amor, y en su lugar se comprometen el uno con el otro con un matrimonio firme y real, arraigado en la comprensión, la comunicación y el afecto. Por ello, estas dificultades no hacen más que fortalecer su unión.
Frente a esta visión del casamiento se encuentra el desastroso matrimonio de Ana y su subsecuente relación adúltera con el conde Vronsky. Los dos amantes se dejan arrastrar por una pasión desaforada. Una pasión destructiva, fruto de su mutuo egoismo, que acaba con el matrimonio de Ana y finalmente la conduce al suicidio.
Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert.
De las heladas tundras de la Rusia de los Zares, pasamos a la sofisticada y elegante Francia del Segundo Imperio. Y frente a protagonistas ejemplares como Jane Eyre o las heroínas de Austen, transitamos a un contraejemplo igualmente instructivo, a otra Emma (y no podría ser más opuesta): Emma Bovary, la protagonista de la más famosa novela del francés Gustave Flaubert, Madame Bovary (1856).
Emma es una ilustración perfecta para las ideas amatorias contenidas en De l’Amour de Stendhal, tan de moda hoy. Las relaciones de la protagonista con su marido, y con sus amantes, León y Rodolphe, se ajustan por completo al modelo stendhaliano. Emma sólo conoce su deseo de «sentir amor», y considera a su esposo y a sus dos amantes como instrumentos para inducir este placer. No es más que una receptora pasiva de sensaciones, y está totalmente a merced de las mismas. Su felicidad depende de ser capaz de mantener sus ilusiones, lo que la lleva a romper su promesa matrimonial y a hacer trizas la fidelidad debida a su marido. En Emma Bovary se realiza la tremenda, y muy actual, frase del filósofo David Hume de que la razón debe ser esclava de las pasiones.
De esta forma, Emma –«una conciencia mezquina», según Henry James–, es presentada por su creador como una víctima de la exacerbación romántica que había dominado, y todavía dominaba, la esfera artística y social del siglo. Sobre estos presupuestos, Flaubert explora los efectos de ese enfermizo romanticismo en el alma de la protagonista, y como la infidelidad, el aburrimiento y el anhelo de pasión explosionan en un matrimonio fallido. A modo de demonios destructores que anidan y prosperan en el seno de la relación conyugal de los Bovary, estas perversiones amorosas terminan desembocando en el suicidio de la protagonista y en la ruina económica y moral de su familia.
Por ello, quizá la lectura de la obra pueda resultar conveniente. Por un lado, para hacerles ver a los chicos qué es lo que ocurre cuando se entiende el amor como una mera ilusión placentera, y se ve al supuesto amado como un mero objeto para satisfacerla. Y por otro, para resaltar la importancia de una buena elección y lo fundamental de un sano noviazgo, así como lo decisivo de afrontar una vida matrimonial presidida por el amor.
La Regenta (1884-5), de Leopoldo Alas, “Clarín".
Como contraejemplo patrio podríamos hablar de la obra maestra de Clarín, La Regenta.
En esta novela, el matrimonio de conveniencia de la protagonista, Ana Ozores, es un fiasco desde su planteamiento. Su origen y finalidad utilitarista, de búsqueda, a toda costa, de blasones y caudales, lo conduce al desastre. Escribe Clarín en su novela:
«Los nobles ricos buscaban a las aristócratas ricas, sus iguales; los nobles pobres buscaban su acomodo en la parte nueva de Vetusta, en la Coloniaindia, como llamaban al barrio de los americanos los aristócratas. Un indiano plebeyo, un Vespucio, como también los apellidaban, pagaba caro el placer de verse suegro de un título, o de un caballero linajudo por lo menos».
Aunque no solo residen aquí las razones del fracaso. La huella dejada en Ana por los anhelos románticos inspirados por una literatura sentimentalista tiene también su papel en la tragedia. Por todo ello, sus similitudes con Madame Bovary son grandes, y por esta razón recibió Clarín muchas críticas, aunque se trata de dos novelas dispares que, aun tratando el mismo tema, lo hacen con notables diferencias.
No obstante la fundada crítica a esos matrimonios de conveniencia, tan bien tratada en la novela, no siempre deben ser rechazados los consejos. A veces estos son sensatos y deberían, al menos, ser escuchados, sino atendidos, pues muchos son nacidos de una contrastada experiencia, y con frecuencia impulsados por afectos sinceros. Aunque, depende de quién estos vengan, ya que en ocasiones, como es el caso de La Regenta, mejor sería hacerles oídos sordos.
Llamo la atención aquí sobre un artículo de la época, de Mariano José de Larra, titulado, El casarse pronto y mal, donde el escritor aboga en estos temas por la sabiduría de los padres, a quienes, según él, se debe por principio atender. Y con este fin, narra el escritor madrileno la triste historia de dos jóvenes que se resisten a las sensatas recomendaciones de sus progenitores, creyendo ingenuamente que solo del amor podrían vivir, influenciados por algunas exitosas novelas francesas, pero cuyo enlace, desgraciadamente, termina en un sonoro fracaso.
Podría seguir acumulando ejemplos literarios, pues, muestras de buenos matrimonios las encontramos en otros muchos libros. Pero no acabaría nunca. No obstante, mis hijas me matarían si no cito algunos de ellos.
Así, he de hablar de Ana y Gilbert, en la serie Ana, la de Tejas Verdes, quienes están felizmente casados desde el quinto libro, y forman una feliz familia con siete hijos. Y ello, aunque su historia de amor comienza con una pizarra aplastada sobre la cabeza de Gilbert.
A pesar de (o gracias a) su tono cómico, me veo igualmente obligado a citar a la mayoría de los libros de P. G. Wodehouse. El escritor británico tendía a describir a las parejas como felices una vez que contraían matrimonio, si bien llegar a este estado era a menudo una prueba tortuosamente cómica. Es verdad que Bertie Wooster no se casa (aunque no por falta de ocasiones), pero dentro de su círculo familiar aparece un magnífico ejemplo de buen matrimonio en una de sus tías, la tía Dalia, casada con Tom Travers. Por cierto, a través de ella, Wodehouse nos da un sabio consejo matrimonial: la razón por la que su relación conyugal funciona tan bien es que no hace absolutamente ningún esfuerzo por moldear a su capricho a su esposo, algo que no se puede decir de la mayoría de las chicas con las que su sobrino tropieza.
Y, claro está, también tenemos los ejemplos de Tolkien. El Señor de los Anillos nos proporciona muchos matrimonios felices: Aragorn y Arwen, Faramir y Éowyn, Sam y Rosie o Celeborn y Galadriel. En otras de sus obras hay más ejemplos, entre los que destaca el de Beren y Lúthien, una historia de amor que relata el destino de estos dos amantes, quienes contraen el primer matrimonio entre un humano y una elfa inmortal. Una historia muy especial para Tolkien, tanto es así que los nombres Beren y Lúthien están tallados en la lápida que él y su esposa comparten en el cementerio de Wolvercote, en Oxford.
Para el caso de malos matrimonios encontramos ejemplos aún más numerosos, pues la morbosidad anudada a las tragedias a que pueden dar lugar, ha sido, lógicamente, aprovechada por los literatos. Todo el siglo XIX es un constante ejemplo, y tras Emma Bovary se suceden los casos: George Eliot, Thomas Hardy, Emile Zola, Honoré de Balzac, Henry James, Pérez Galdós o Pardo Bazán, entre otros.
Como ven el fondo de catalogo es inmenso, y muy atractivo y recomendable. Espero que ustedes y sus hijos puedan aprovecharlo.
Epílogo
Toda esta serie de entradas ha sido un intento de exploración, forzosa e intencionadamente limitada, de un tema tan complejo como es el alma femenina y sus implicaciones con otro asunto, también inmenso y misterioso, como es la relación entre los sexos y una de sus culminaciones naturales, el matrimonio.
La principal de estas limitaciones radica en que el examen se ha circunscrito al aspecto natural de todo ello, dejando para otros sus implicaciones sobrenaturales, pues como sabemos, el verdadero matrimonio es cosa de tres, y Uno de esos tres es inefable e inabarcable.
Por esta razón, las obras de los literatos mentados sufren, forzosamente, de una carencia. Hay algo que las limita, algo que hace que no sean ejemplos redondos de aquello que muestran. Todas ellas, incluidas sus heroínas, carecen de trascendencia, no apuntan al Cielo, ya que, como hemos dicho, dejan a un lado a Una de las tres partes que conforman todo matrimonio real.
No obstante, siguen siendo «útiles», en ese concepto de utilidad no mercantil, sino «como un bien que se difunde», que defendía Newman. Siguen ofreciendo a nuestras hijas adolescentes y jóvenes un ejemplo terrenal de aquello que puede llegar a ser el amor, su culminación en un buen matrimonio, y el camino de virtud a transitar. Abren las puertas de un jardín, un jardín que ya conocemos, hortus conclusus y locus amoenus que cultivar con esmero antes de contemplar el Cielo, a donde quizá Nuestra Madre pueda guiarlas un día. Pues, no olvidemos que María es, como nos dicen las Letanías, Iánua Cæli, la Puerta del Cielo.
3 comentarios
No hace falta que nos entiendan, cosa imposible por otro lado, con que nos amen ya está. Cada uno a la suya, entiéndase Mi marido no me entiende ni falta que hace. A veces no me entiendo ni yo. Pero con los años está aprendiendo a amarme, estamos aprendiendo a amarnos. Y así poder volver a Casa con Dios algún día.
Tolstoi, Flaubert, Balzac, Maupassant, EÇa de Queiroz, Clarín, Galdós...
Ahora ese drama se ha convertido en una gracieta de cine español al ver como uno se lía en el ascensor con su vecina para que se ría la peña.
Qué lástima.
Qué bochornosa degeneración.
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