Educar en la feminidad (IV): Del amor romántico y del matrimonio como su fin. Brontë y Austen
«Los nuevos esposos en el Registro». Obra de Edmund Blair Leighton (1852-1922). |
No admito que se pueda destruir un matrimonio.
No es amor el amor que no logra subsistir
O se amengua al herirle el desamor.
Oh, no. El amor es un faro imperturbable que contempla
las tempestades y nunca se estremece;
Es la estrella de toda barca errante, cuya altura se mide, no su brillo.
No es juguete del Tiempo, aunque los labios y mejillas dobléguense a su suerte,
No le alteran del Tiempo los agravios,
Pues su reino no acaba con la muerte.
Y si eso es falso y fuera en mí probado,
Ni yo he escrito jamás, ni nadie ha amado.
William Shakespeare. Soneto 116
En otro lugar, y hace ya algún tiempo, les hablé un poco del amor romántico, y hace unos días del noviazgo; hoy lo haré del natural e ideal fin, tanto de uno como de otro: el matrimonio.
Pero, ¿qué es el matrimonio? ¿Una institución?, ¿una costumbre?, ¿un contrato? Es todo eso, ciertamente, pero también más, mucho más. Aún sin descender a profundidades teológicas ni penetrar en su esencia más profunda, (como nos dijo san Pablo, un «misterio» relacionado con Cristo y la Iglesia, como los Padres trataron de aclarar), desde el punto de vista humano, se trata de una realidad sorprendente y de un enorme potencial transformador, ya que, por él, el hombre y mujer dejan todo y a todos para unir estrechamente sus cuerpos y sus almas, y lo hacen de forma exclusiva y vitalicia.
Como escribió Rainer María Rilke:
«Comprende bien esto,
Me escaparé furtivo y en silencio
Lejos de la estridente multitud
Cuando vea a las pálidas estrellas
Alzarse, florecientes, por encima de los robles.
Seguiré caminos solitarios
A través de los pálidos prados crepusculares
Solo con este sueño:
Tú vienes conmigo».
Ello solo es posible porque el matrimonio no es algo meramente humano, ya que el mismo «Dios esparció en ellos [en los esposos] las semillas del amor» (como dice san Juan Crisóstomo). De tal forma, que «la mujer y el varón no son dos hombres, sino uno solo».
Y sin embargo, paralelamente, el matrimonio es también algo específicamente humano, enraizado en nuestra misma naturaleza, sostenido en el tiempo por un mutuo consentimiento que no puede ser suplido por ninguna autoridad humana, y con un objeto y unas propiedades esenciales inmutables que se sustraen a la libre voluntad de los contrayentes. Todo lo cual refuerza su naturaleza misteriosa y trascendente.
Dice así el verso de Wendell Berry:
«Para aquellos que no cambian, el tiempo es infidelidad.
Pero nosotros estamos casados hasta la muerte
y estamos prometidos al cambio».
Pero, no nos engañemos. Esta concepción del matrimonio es, en nuestros días, marginal, y ni tan siquiera es mayoritaria entre los mismos cristianos. En este país, por ejemplo, el matrimonio muy probablemente ha dejado de ser un contrato, si por ello entendemos un acuerdo de voluntades que genera derechos y obligaciones para las partes contratantes. «Pero…, ¡si está regulado en el Código civil!», se argüirá. Cierto, pero, no lo es menos que se trata del único contrato reconocido por la ley cuya violación dolosa no conlleva ninguna indemnización, cause los daños que cause, y también el único respecto del cual se permite una rescisión unilateral ad nutum (esto, y no otra cosa, es el divorcio sin necesidad de motivación). Parece entonces que, desde el punto de vista legal, se trata de papel mojado. Tanto es así que algunas voces consideran que, de facto, el antaño denominado contrato matrimonial hoy se encuentra abolido.
Lo cierto es que, tanto su concepción de mero contrato como su misma naturaleza de misterio, son hoy objeto de un afán de destrucción demoníaco. Unos, los menos, procuran alcanzar ese fin destructivo con aviesa intención, otros, los más, siguen, con papanatismo desbocado, lo que los primeros les sugieren. Y ello, a pesar de los desastrosos efectos que esta abolición está causando a personas y sociedades.
Pero, así y todo, la mayoría de la gente, cuando piensa en el matrimonio como ideal, guarda en su memoria una concepción tradicional del mismo: un hombre y una mujer se conocen, se enamoran, y se comprometen en matrimonio para toda la vida, con el fin de formar una familia; luego tienen hijos, los crían, educan, los ven crecer y tener hijos propios, y, en tanto esto es así, se mantienen fieles el uno junto al otro a través del tiempo y las dificultades hasta que la muerte les separa. Esto todavía se considera deseable, admirable y beneficioso para las personas y para la sociedad en la que viven.
El problema está en que, si bien hoy prevalece aún esta concepción ideal, es percibida únicamente como eso, un ideal difícilmente alcanzable. Por ello, nuestro propósito deberá ser el trasmitir a nuestros hijos, sobrinos y nietos, no solo la pureza de ese ideal, sino también el hacerles ver que se trata de algo factible, que uno, con la ayuda imprescindible de Dios, debe esforzarse por lograr.
Y algunos buenos libros hay por ahí que pueden orientar a nuestros chicos en esa buena dirección.
Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë
Comienzo con Jane Eyre, la obra maestra de Charlotte Brontë, que les presento a modo de ejemplo de algo que hoy se encuentra muy olvidado: del matrimonio como el único lugar donde debe –y puede– desenvolverse y florecer ese amor entre un hombre y una mujer.
En esta gran novela (comentada aquí), la protagonista, Jane, profesa un amor apasionado y profundo por su enamorado, el señor Rochester. Esta pasión amorosa la mueve a aceptar su propuesta matrimonial. Sin embargo, ante el mismo altar, Jane renuncia a su pasión y rompe con su amado, al descubrir que Rochester ya está casado. Jane abandona así, tanto el placer y deseo amoroso que la embarga, como el futuro, aparentemente feliz y complaciente (aunque de espaldas al matrimonio) que, tentadoramente, se le ofrece. Y esto lo hace, precisamente, porque ama de verdad. Deja a Rochester mediante un costoso ejercicio de voluntad:
«Observaré la ley de Dios, sancionada por el hombre. Sostendré los principios que seguía cuando estaba cuerda, antes de estar loca como lo estoy ahora. Las leyes y los principios no son para los momentos en los que no hay tentaciones; son para momentos como este, cuando se rebelan el cuerpo y el alma contra su severidad. Son rigurosos, pero no los violaré. Si pudiera incumplirlos según mi conveniencia personal, ¿qué valor tendrían? Tienen un valor, siempre lo he creído, y si no” “lo puedo creer ahora, es porque estoy loca, totalmente loca, con fuego en las venas y el corazón latiéndome tan deprisa que no puedo contar los latidos. Todo lo que tengo para sustentarme en este momento son las opiniones preconcebidas y las resoluciones predeterminadas, y en ellas me apoyo.
Y así lo hice».
Pero, como he dicho, se trata únicamente de un acto de voluntad, pues, aun cuando ella sepa que no puede compartir ese amor con él, lo sigue amando con la íntima convicción de que el amor es uno y siempre uno. Y dice a su amado:
«Haz lo que yo hago: confía en Dios y en ti mismo. Cree en el cielo. Espero volver a vernos allí… Te aconsejo que vivas sin pecado, y deseo que mueras tranquilo… Nacimos para esforzarnos y soportar, tanto tú como yo: hazlo».
¿Se puede amar de esta manera?, ¿en la adversidad, en el sufrimiento? ¿Puede ese amor, en apariencia derrotado, desterrado, apartado al olvido, ser el verdadero amor? ¿Puede sobrevivir en ese ambiente de tristeza y desesperación?
La respuesta de la novela es que sí, pero siempre que el amor esté ligado a una tercera Persona. Si se produce ese encuentro entre lo romántico y lo trascendente, el amor podrá sobrevivir, incluso en las condiciones más precarias. Esto es lo que da al inicial impulso de la pasión, el sosiego profundo y sólido del verdadero amor. Y podemos verlo en esta novela. Hay algo en ese amor entre Jane y Rochester que finalmente lo hace triunfar, algo divino que une a los amantes a través de un fino, frágil e invisible hilo.
Aun estando alejada de su enamorado, los pensamientos sobre Rochester impregnan todo el ser de Jane y arden en lo más profundo de su alma. No importa que se hallen mezclados con la desesperanza de un, aparentemente imposible, reencuentro. Más, todo ello la sume en un profundo sufrimiento, en tanto que una enorme duda carcome su corazón.
Más tarde, cuando el reverendo John Rivers trata de convencerla con una propuesta de matrimonio utilitarista, basada en un mero deber descarnado de todo afecto, percibe en Jane una barrera invisible que le impide acercarse, y que perspicazmente identifica con ese amor, en apariencia roto. Cuando ella le habla de «un punto sobre el que he soportado durante mucho tiempo una dolorosa duda», Rivers contesta: «Sé hacia dónde se dirige tu corazón, y a qué se aferra», (…). «Piensas en el señor Rochester». Y cuando Jane materializa su rechazo, acierta a decirle al joven reverendo:
«Podría decidir [sobre su proposición de matrimonio] si estuviera segura de que es la voluntad de Dios».
Pero ella sabe bien que el matrimonio con Rivers no respondería a esa voluntad. Solo cuando, misteriosamente, intuye percibir a través del aullar del viento una llamada de Rochester, y acude a él, ese amor acallado resucita poderosamente de una forma igual de misteriosa.
Emma (1815), de Jane Austen.
La escritora británica nos presenta en sus novelas casi siempre una trama simple: una joven en edad de casarse tiene ante sí a dos pretendientes, uno bueno y otro malo. Rechaza al malo y elige al bueno, y el curso de la novela sirve para mostrarnos, a través de ese devenir, un orden de las cosas subyacente, lo que las hace asemejarse a una fábula.
Sin embargo, la mayoría de las jóvenes lectoras no se enfrentaran con la decisión de elegir entre el hombre adecuado y el equivocado. Es más, si acaso sucediera, esa disyuntiva podría aparecer de forma sucesiva en el tiempo, o incluso, lo que pudiera presentarse, no será muchas veces una opción clara entre un hombre bueno y uno malo. Eso es verdad. Pero de alguna manera la novelista se aparta de este aparente desorden de la vida, para atender al sentido más profundo de su orden final, coincidente con la creencia cristiana tradicional sobre el buen equilibrio entre el libre albedrío y la omnipotencia y providencia de Dios. Jane Austen es plenamente consciente de que la vida no siempre muestra las cualidades de orden, armonía y justicia que pertenecen a la naturaleza última de las cosas, pero utiliza sus novelas para dar sutilmente unas pautas de actuación generales y orientadas a lo que la vida debería ser, como si así lo fuera. Y específicamente lo hace, como sabemos, en el desenvolvimiento del noviazgo y su culminación en el matrimonio como fin de aquel.
Por ejemplo, tomemos una de sus más famosas novelas, Emma. En esta novela, tanto si tenemos en cuenta tanto el número de matrimonios que se celebran, como el gran número de conversaciones sobre el matrimonio que impregnan sus páginas, podría concluirse que es, al menos en parte, un tratado encomiando las virtudes del casamiento.
Sin embargo, no lo parece así, al menos en sus comienzos. A diferencia de Elisabeth Bennett y sus hermanas en Orgullo y Prejuicio, Emma Woodhouse parte de una posición económica desahogada, lo que le permite tener la independencia financiera suficiente como para no verse impelida a buscar marido. Además, está muy satisfecha con la vida que lleva y no se encuentra ni ansiosa ni interesada por ningún hombre determinado; no le interesa encontrar su verdadero amor; le basta con trajinar para que los demás puedan encontrarlo, caso de su amiga Harriet.
Estas circunstancias hacen a Emma abierta al amor en su pureza: ni el interés social o económico la acucia, ni una pasión o atracción hacia un hombre concreto la desasosiega; ella no ve el matrimonio como una forma de obtener lo que necesita. Emma se nos muestra libre de lastres para recibir a Cupido. El hombre que le corresponde, como sabemos, está muy cerca y parece insospechado a quien no sea un lector atento.
Y si bien esto podría entenderse como una preferencia, al menos en ciertas circunstancias, por la soltería y la independencia que parece traer consigo, finalmente se revela como una defensa velada, de un determinado tipo de matrimonio basado en el afecto y las afinidades y creencias comunes más que en la conveniencia económica o social.
San Juan Crisóstomo nos habla de esta delicada tarea de elección, desea búsqueda de afinidades, de complementariedades, poniendo de relieve la extraordinaria relevancia del paso que los futuros esposos están a punto de dar, dado el carácter definitivo e indisoluble del matrimonio. Así, frente a la búsqueda fría y racional de dinero, linaje y belleza, él exhorta a perseguir «virtud del alma y nobleza de costumbres, para que gocemos de paz, para que nos complazcamos en una concordia y un amor perpetuo».
En la novela, Austen, definiendo la esencia del noviazgo, nos dice lo siguiente respecto de uno de los pretendientes de la protagonista:
«Si [Emma] hubiera tenido la intención de casarse alguna vez con él, habría valido la pena detenerse y considerar, y tratar de entender el valor de su preferencia, y el carácter de su temperamento».
Nos habla aquí la autora de una prudencia en la elección, de un discernimiento práctico y al mismo tiempo sabio, cara al matrimonio, sin el cual, el noviazgo carece de sentido: «detenerse y considerar, y tratar de entender el valor de su preferencia, y el carácter de su temperamento». Grabémoslo y guardémoslo para cuando tengamos que explicar a nuestros hijos (porque tendremos que hacerlo, tal y como están las cosas), cuál es la finalidad de un verdadero noviazgo.
En coincidencia con el padre antioqueño, en todas las novelas de Jane Austen el matrimonio recibe una consideración capital, y se presenta como el final feliz de las historias. En todas ellas aparece concebido como la unión de un hombre y una mujer fundada en un profundo afecto, que sin dejar de ser apasionado tiene una base racional. Este afecto está fundamentado en un evidente respeto mutuo y una afinidad en las creencias y los gustos, siendo su germen un noviazgo que ha permitido a los futuros cónyuges un conocimiento mutuo sobre su carácter y sobre esas creencias y gustos, y sin que se revelen como elementos decisivos el origen social y la situación financiera.
Pero este camino hacia el matrimonio no es fácil. Con demasiada frecuencia, las protagonistas de Austen se encuentran en medio de un embrollo moral, en un estado de ceguera o de confusión, y no les resulta sencillo discernir con acierto. Esto es evidente incluso en Mansfield Park, donde la heroína más perfecta de Austen sufre innumerables lapsus morales en su marcha hacia la conquista del mandato de su corazón y su sana conciencia. Pero, a lo largo de las tramas, poco a poco, sus heroínas van superando todos los obstáculos.
Y termino con un epitalamio, como preludio y deseo de todo buen matrimonio, como procede al caso:
«Que canten las Musas, que bailen las Gracias, y no sólo durante los esponsales, sino todos los días de su vida;
Que sus corazones se acompasen para que jamás ira o enojo se apoderen de ellos;
Que él nunca la llame con más nombre que ‘mi gozo’ y ‘mi luz’, ni ella le llame de otro modo que ‘mi bien amado’;
Que la vejez no les robe un ápice de felicidad, sino que con los años crezcan su amor mutuo y su bienestar».Erasmo. Epitalamio de Pedro Egidio.
3 comentarios
Siempre suelo decir que yo no me casé enamorado, sino por quererle mucho a mi mujer, siendo éste un matiz importante que los "enamorados" que licencian su matrimonio en dos años no entienden, y nosotros vamos hacia las bodas de plata.
Pero sí; no hablamos de nuestras realidades particulares, sino de literatura, y la tradición de la novela romántica bien escrita, nos cautiva a todos.
lo dejo acá como dato de color
la foto de arriba me parece equivocada, tendría que ser los esposos en la iglesia frente al sacerdote y no una firma en el registro civil
lo dejo acá como dato de color
***
Tiene usted razón.
Si a algún obispo se le hubiera ocurrido hacer un artículo sobre el amor conyugal con una ilustración como esa, las ordas infocatólicas hubieran atacado sin piedad al susodicho. Pero como es un blogger, todos calladitos.
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