El mejor de los libros para leer y escuchar

                      Leyendo la Biblia. Óleo de Hermann Kaulbach (1846-1909).

  

    

«Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna: son ellas las que dan testimonio de Mí»

(Juan 5,39)

      

 

El Dr. Samuel Johnson era un creyente cristiano, pero negó la posibilidad de una literatura espiritual: «El bien y el mal eternos son demasiado pesados para las alas del ingenio. La mente se hunde bajo ellos, contenta con una creencia de tranquila y humilde adoración». Sin duda, Johnson se refería al ingenio puramente humano, dejado a su suerte y ventura, sin auxilios, ni guías, ni inspiraciones.

Pero, ¿y sí no estamos hablando de hombres?, ¿y si el literato es, en último término, la Divinidad? ¿Y si hablamos de la Biblia?

La Biblia es, nosotros los cristianos lo sabemos, la palabra de Dios, aquello que Dios ha querido mostrarnos de sí mismo, y también aquello que Dios ha querido mostramos de nosotros mismos. Como dejó dicho Soren Kierkegaard, «cuando lees la Palabra de Dios, debes estar constantemente diciéndote a ti mismo: ´me está hablando a mí, y sobre mí´». Pero no es solo esto (aunque lo es preferentemente), sino que también es, como no podía ser de otra manera viniendo de Dios, belleza, belleza en forma de palabra. Dios no solo ama lo bello y se expresa a su través, sino que Él mismo es la Belleza. Por eso, dado que Él inspiró a los escritores que compusieron el Libro («los hombres hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo», 2 Pedro 1, 21), la forma literaria de la Biblia es expresión de esa Belleza, y por ello su lectura, contemplación y disfrute (independientemente, y, además, de aquello que nos transmite), es otra vía para acercarnos a Él que no puede olvidarse.

Podemos decir, pues, que en las Sagradas Escrituras está la belleza en toda su amplitud: es el mismo amor de Dios hecho palabras. Es la belleza del exceso del amor, de la caridad que impulsa al Dios inmortal a hacerse hombre y morir por nosotros los hombres a fin de darnos la condición de hijos suyos. El bonicellus de los medievales, donde lo bello es lo bueno y a un tiempo humilde.

Es extraordinario el efecto que esta belleza, profunda, solemne, sencilla y tremenda ha producido en las almas de muchos de los hombres, incluso no creyentes, que se han aproximado a la Biblia. Un inmenso y sobrenatural poder de seducción, fascinación y encanto es irradiado desde sus páginas.

 

 

                          Evangelio de San Juan. Evangelios de Grimbald (1010-1023).

Un solo párrafo del polígrafo Holbrook Jackson podría bastar para ilustrar el poderoso influjo de las Escrituras. Dice, en su curiosa y fascinante Anatomía de la bibliomanía (1930):

«El Dr. Johnson visitaba al poeta William Collins en su pobre alojamiento en Islington y este lo recibió con un Nuevo Testamento en su mano: “Tengo solamente un libro”, dijo él, “pero es el mejor”. Cuando a Santo Tomás de Aquino se le preguntó de qué manera un hombre podría aprender, respondió: “leyendo un libro, esto es, la Biblia”; Cuando Sir Walter Scott estaba cerca de su final, le pidió a su amigo Lockhart que lo llevara a la biblioteca de Abbotsford y lo colocara cerca de la ventana para que pudiera mirar una vez más el campo; despues, pidió a su amigo que le leyera y cuando este le preguntó qué libro, dijo: “¿Necesitas preguntar? Sólo hay uno”, refiriéndose a las Sagradas Escrituras. Al mismo libro se refería el cardenal Newman cuando dijo: “Es nuestro deber vivir entre los libros, sobre todo para vivir de un libro, y muy antiguo”. Hyperius sostiene que por medio de esta obra la mente es erigida de todas las cuitas y preocupaciones mundanas, y con mucha quietud y tranquilidad, porque, como dice san Agustín, es “scientia scientiarum, omni melle dulcior, omni pane suavitud, omni vino hilarior” (es la ciencia de las ciencias, más dulce que cualquier miel, más tierna que cualquier pan, más reconfortante que cualquier vino). Porque, como bien dijo san Juan Crisóstomo, “las ramas y las hojas de los árboles se inclinan para que los ganados queden cubiertos y a salvo del caluroso día de verano, y los refrescan con su aceptable sombra; cuanto más la lectura de las Escrituras ampara y consuela a un alma angustiada de dolor y aflicción”. Ninguna canción, para Milton, “es comparable a las canciones de Sion; ninguna oración igual a la de los Profetas”. Y para Coleridge, “Homero y Virgilio son repugnantemente mansos y Milton apenas tolerable después de Isaías o la epístola de San Pablo a los hebreos”». (The anatomy of Bibliomania. Holbrook Jackson, 1930).

Pero este maravilloso efecto no solo está reservado a los grandes hombres. Como cristianos, sabemos de la preferencia de Nuestro Señor por los más pequeños. Este párrafo, perteneciente al magnífico libro del Dr. Anthony Esolen, 10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo (2010, Homo Legens), donde el autor habla de su infancia, puede también ilustrarnos:

«Uno de mis primeros recuerdos es el de un libro. No tenía aún cuatro años cuando empecé a leerlo; nadie sabe decirme cómo sucedió. Teníamos solo un puñado de libros en casa. (…) Pero había un libro que nunca podré olvidar

(…)

El libro tenía una fragancia especial, no como papel de fábrica, sino algo así como pergamino perfumado. Eso también lo hacía sagrado. (…) En la parte interior de la portada había una ilustración de un hombre con barba, con rayos como cuernos que salían o penetraban en su frente. El hombre descendía de una montaña. Llevaba grandes tablas de piedra que tenían escrito: “Yo soy el Señor tu Dios, no tendrás dioses extranjeros en lugar de mí”. Yo tenía, incluso entonces, una intuición de lo que aquello significaba: una potente, aunque difusa, certeza infantil del Ser más allá de los seres, del Dios que lo hizo todo y lo gobierna todo. (…) En el interior de la contraportada había una ilustración similar de Jesús (no recuerdo tiempo alguno en el que no reconociera una imagen de Jesús) de pie en una ladera, predicando a la gente que estaba abajo. Esta vez, el pie de la imagen comenzaba: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Todavía le doy vueltas a eso.

(…)

Así que empecé por la primera página y leí estas palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra, y la tierra estaba vacía y las tinieblas estaban sobre la superficie del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas”. (…) Pero las palabras que produjeron estupor en mi mente fueron las tres primeras: “En el principio”.

Ahí había un tiempo anterior a todo lo que yo pudiera recordar; algo más viejo que mi perro o mi casa, o incluso mi madre y mi padre. (…) Esto agitó mi mente en sus oscuras e insondables profundidades. Podía preguntarle a mi padre, “¿cómo era cuando eras un niño?” y “¿cuéntame cómo solías subirte a los vagones del tren?” y “¿cómo podías ver algo cuando estabas en las minas?”, pero nunca podría preguntarle: “¿cómo era todo en el principio?” Una pregunta así estaba infinitamente lejos de mi pequeño mundo, pero he aquí que ahora me enseñaban que lo que fue en el principio ayuda a explicar cómo es el aquí y ahora. Eso también era un misterio. Sabía que había nacido, y ahora sentía un golpecito en el hombro, como de un extraño que me susurrara al oído: “Y no solo has nacido”. 

Luego vinieron las palabras que inundaron mi mente, palabras extrañas que ningún narrador de historias que yo hubiera conocido concebiría: “Entonces Dios dijo: ‘Que se haga la luz’, y la luz se hizo”.

(…)

Después de eso dejé de leer en orden, y fui dando saltos alrededor del libro, especialmente en el Antiguo Testamento (…). Pero no piensen que mi imaginación fue despertada principalmente por la emoción de estas historias. (…) No eran simples naderías para niños. Eran historias arraigadas en el corazón de nuestro ser humano. (…) En otras palabras, no podías leer una sola línea sin ser consciente de esas primeras palabras, “En el principio”, porque todas aquellas historias trataban finalmente sobre las obras de ese Padre misterioso que lo hizo todo».

 

             Lectura de la biblia familiar. Herman Frederik Carel ten Kate (1822-1891). 

Todos estos ejemplos ponen de manifiesto la importancia de acercarse a la lectura de las Sagradas Escrituras, seamos niños o seamos hombres. Y la belleza y armonía de sus formas es, además de un bien en sí mismo, una manera de atraernos a ella y dejar que nos inspire por ella. 

La mayoría de la belleza que transita las obras de la denominada cultura occidental bebe, consciente o inconscientemente, de este manantial original. La multiplicidad de géneros literarios que podemos encontramos si nos adentramos en la lectura de la Biblia es asombrosa; por cierto, todos ellos originados o sublimados en sus páginas: salmos y crónicas, canciones y parábolas, epigramas y consejos, epístolas y apocalipsis. Pero no es solo esto. La sencillez del estilo es pareja a su profundidad. Sobre esta cuestión de la profundidad, Peter Kreeft comenta que es «como si hubiese sido escrito en el Cielo», y continúa:

«Sus palabras son como grandes columnas hundidas, una por una, en la tierra. Sus palabras son palabras verticales; juntan el Cielo con la tierra».

Esta profunda sencillez es resaltada por el famoso crítico literario Northrop Frye, quien dice al respecto: «La simplicidad de la Biblia es la simplicidad de la majestad… su simplicidad expresa la voz de la autoridad».

No es un secreto que para llegar al corazón de los hombres es muy conveniente hacer gala de un impulso dramático. Los seres humanos amamos los dramas, las historias, aquello que se nos muestra a través del relato de la vida de otros. Y Quien nos creó hace uso de ello como nadie podría hacerlo. El poeta inglés Samuel Taylor Coleridge lo expresó así: «¿Conociste algún libro que te llegara al corazón tan a menudo y tan profundamente?». «El estilo bíblico», escribe el literato Henry Seidel Canby, «es elocuente e inigualable en expresividad emocional». Cierto, combina la gravitas clásica con la urgencia moderna, y la fascinación con la trascendencia. No podía ser de otra manera tratándose de la Verdad. El ensayista inglés William Hazlitt pone de manifiesto esta maravilla: «En todas las partes de la Escritura hay originalidad, vastedad de concepción, profundidad y ternura de sentimientos y una simplicidad conmovedora».

Pero, si esto es así, ¿que ocurre hoy? ¿Alguien lee la Biblia? Y, sobre todo, ¿algún niño, algún joven, lee hoy la Biblia? Viendo estos testimonios tan elogiosos y admirativos, provenientes de creyentes y no creyentes, tendríamos que pensar que sí, que por supuesto que sí. Pero me temo que estaríamos equivocados. Ni eruditos ni sabios, ni prudentes ni necios, así como tampoco niños o jóvenes; casi nadie la lee ya.  

En lo que respecta a los católicos, reconozcámoslo, hay una especie de recelo a leer las Sagradas Escrituras, un miedo a protestantizarse (que curiosamente no existe en muchos otros ámbitos como en la liturgia, donde ese peligro es ya una realidad). Pero este temor es infundado. Hoy y siempre, la postura correcta ante el gran Libro es la misma, y nos la da Nuestro Señor Jesucristo en la cita que abre esta entrada: «Escudriñad las Escrituras».

No por nada dirá san Jerónimo: «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo». San Pablo en su segunda carta a Timoteo nos dice también: «Toda la Escritura es divinamente inspirada y eficaz para enseñar, para convencer (de culpa), para corregir y para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, bien provisto para toda obra buena».  

Hasta nuestro Cervantes, por boca de su Quijote, nos lo recalca, pues según él las Sagradas Escrituras «tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo; que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar».

 

       Monja leyendo las Sagradas Escrituras. Obra de Hermann Kaulbach (1846-1909). 

Además, los católicos tenemos una pequeña gran ventaja cuando nos aproximamos al Libro de los libros. Tenemos una guía: la Iglesia. La Iglesia es nuestra maestra y nos acompañará siempre en ese viaje lector. «La Sagrada Escritura está escrita principalmente en el corazón de la Iglesia, más que en documentos y registros», nos enseña el Catecismo, «porque la Iglesia lleva en su Tradición el memorial viviente de la Palabra de Dios» (CIC 113). Y eso es una garantía frente al naufragio y el extravío que sufren otros.

Así que quizá sea conveniente que nuestros hijos, y nosotros con ellos, frecuenten ese maravilloso, único y sobrenatural libro, donde la forma se aúna con el mensaje y donde la Belleza se hermana e identifica con la Verdad; pero siempre, siempre, acompañados del Magisterio y la Tradición de la Iglesia. 

Y finalizo con otra cita, esta vez de otro de los Padres, san Isidoro, que nos da una última instrucción fundamental:

«La doctrina, sin la ayuda de la gracia, aunque resuene en los oídos, nunca penetra en el corazón; hace ruido por fuera, pero en nada aprovecha interiormente. En cambio, cuando la gracia de Dios toca interiormente el alma y le abre la inteligencia, entonces es cuando la Palabra de Dios pasa desde los oídos a los más íntimo del corazón».

 

13 comentarios

  
Jaime Astudillo
Excelente artículo estimado Miguel Sanmartín, nos deja un sabor, en primera instancia, dulce, muy dulce, al saber que contamos con dos Regalos Divinos: por un lado la Santa Biblia, Palabra de Dios y dos la Santa Madre Iglesia, quien nos instruye en el escudriñamiento de la Santa Biblia. Sin embargo, nos deja también un sabor amargo, aquel sabor que se degusta cuando a bien se tiene hacer aquella pregunta que usted a formulado en tiempo tan oportuno y es ¿la leemos hoy en día?
Un examen de conciencia profundo acerca de nuestra sociedad nos delatará de inmediato que esta es una época escasa de lectura y peor aún escasa de Lectura que salva.
08/04/20 5:20 AM
  
Scintilla
Hoy, por desgracia, don Miguel, nada es tan difícil como encontrar la meditación de la Iglesia sobre la Biblia incluso para los que estamos empeñados en leerla siguiendo su maravillosa enseñanza. LE invito a que usted o cualquier lector cojan uno de los múltiples evangelios del día a la venta y dígame qué hay de espíritu en ellos, dónde está en ellos esa enseñanza, cuando no te encuentras a Lutero animado, a un teólogo condenado por la Iglesia, y eso es lo mejor. Por lo general son reflexiones inanes que no beben de ese torrente. Es vergonzoso. TAnto como los sermones de muchos de nuestros pastores, cuya atención e interés por la Biblia, que nos deberían explicar es nula, o simplemente la malinterpretan o la destrozan o la olvidan para contarnos sus milongas. Nuestros pastores son los primeros que no se acercan a la Biblia o lo hacen con algo que no sabría si llamar repugnancia o distancia. Como si no fuera con ellos. Qué van a transmitir entonces a sus catecúmenos, a sus fieles.
Por cierto, el Hyperius de la cita de Jackson, fue un maestro protestante en la oratoria sagrada que, en la época en la que algunos de nuestros pastores todavía se preocupaban por hacer dignos sermones, le copiaron (el agustino Villavicencio) su libro de oratoria sagrada (basada en el mismo principio de la católica: los santos doctores como recta explicación de la Escritura) para que sirviera de modelo a otros. El temor de "protestantizarse" sólo lo tienen los malos pastores o los malos cristianos.
08/04/20 9:57 AM
  
Miguel
Extraordinario artículo y contenido. Muy motivador para esta Semana Santa y días sucesivos...
08/04/20 11:44 AM
  
Palas Atenea
Aquí se utiliza el término, muy católico, de Sagradas Escrituras para hacer de la Biblia un solo libro de libros. En otro post algunos defendimos esto pero hubo católicos que consideran que la única lectura que nos interesa es la del Nuevo Testamento, dejando el Antiguo solo para las partes que se leen en la misa. En opinión de estas personas todo lo que debemos saber está contenido en los Evangelios y el resto no tiene más interés que las profecías o los salmos que puedan estar relacionadas con Jesucristo.
Yo había leído libros sueltos, pero no todos, y hace tiempo reinicié la lectura de toda la Biblia, Sagradas Escrituras, según consejo de Fray Nelson y creo que esa lectura es fundamental. La Biblia es la Palabra de Dios toda ella pero no sé si esa es la idea general de los católicos, aunque, paradójicamente, los católicos a la antigua estamos más dispuestos a las lecturas bíblicas (con biblias comentadas católicas, por supuesto) que los modernistas.
08/04/20 1:58 PM
  
Scintilla
Quienes le digan eso de la Biblia, Palas, no defienden la doctrina católica, sino la herejía marcionita, cosa muy frecuente hoy en día. Es el truco para intentar vender a un Dios, como dice aquel alemán, "que mola", o sea, dispuesto a hacer lo que nos venga bien en cada momento, como si el evangelio nos mostrase un Dios complaciente y flojeras. Y así hacen el evangelio a su imagen también. Y por eso al final tienen que afeitar también el Evangelio. Acuérdese de las palabras del actual General de los jesuitas. O de la lectura de san Pablo en la última Jornada de las familias o de la juventud, no recuerdo. La Biblia, hoy, escuece, como escuece Cristo, que dice en otro artículo de hoy Bruno. Y como escuecen, hay que barrerlas debajo de la alfombra y contarnos en su lugar cualquier milonga. Mire el nivel ordinario de los sermones y la predicación de nuestro clero. PAra llorar.
La ignorancia del antiguo testamento produce ignorancia del nuevo, porque éste es aclaración de aquél, el nuevo testamento es Dios que interpreta auténticamente su Palabra.
08/04/20 6:32 PM
  
Palas Atenea
Cierto. Recuerdo que mis abuelos y padres hacían referencia a que en los sermones se citaba el Antiguo Testamento muchas veces pero en las homilías actuales rara vez se menciona.
08/04/20 9:51 PM
  
Palas Atenea
Supongo que el alemán al que te refieres es Ulrich L. Lehner que, efectivamente, dice en su libro que se le han quitado las espinas a Cristo, o, dicho de otro modo, que se prefiere la rosa sin espinas. Ciertamente el Antiguo Testamento es espinoso, pero también lo es el Nuevo si no le pasas la garlopa para dejarlo lisito.
08/04/20 10:13 PM
  
José María
9 de abril de 2020

Muy querido D. Miguel:

¡Alabanza a nuestro Señor Jesucristo que, a su manera siempre amorosa, nos llama a acoger y rumiar la Palabra de Dios con el corazón templado y ardiente de su santísima madre, María, siempre Virgen y madre nuestra!

Acogerla y rumiarla, diría, hasta ser, en la medida de lo posible, con la pluma o al menos con los labios, como aquellos escribas que, convertidos en discípulos del Rey de cielos y tierra, imitan a los laboriosos y sabios padres y madres de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo.

¡Qué maravillosamente bien ha hablado usted, D. Miguel, del mejor de los libros!

¡Qué preciosas las ilustraciones que nos ha puesto!

¡Qué excelentes las citas de Kierkegaard, Holbrook Jackson, Peter Kreeft, Northrop Frye, Coleridge, Henry Seidel Canby, William Hazlitt y Cervantes, sin olvidar, claro está, las de san Juan, san Pedro, san Pablo, Santos Padres y santos!

¡Qué especialmente sobrecogedoras las palabras de Anthony Esolen y qué evocación tan luminosa la que él nos hace de su infancia!

A mi parecer, se puede decir, en resumen, que la Palabra de Dios es “belleza en forma de palabra” y, debido a eso mismo, es también una belleza que, si es conveniente, no nos escatima la contemplación y aceptación de las peores y más horribles crudezas (ya vengan éstas de los ángeles caídos o de los hombres).

Usted nos lo recuerda perfectamente al indicarnos que la lectura, contemplación y disfrute de las Sagradas Escrituras nos acercan a Dios, “independientemente (…) de aquello que (el autor sagrado) nos transmite”.

Y, un poco más abajo, hablando de la belleza de la forma literaria de la Biblia, usted nos recuerda en concreto que esta belleza, además de ser “profunda, solemne, sencilla”, es también “tremenda”. ¡Qué verdad más grande, querido D. Miguel!

Perfecto, pues, que, entre la multiplicidad de sus asombrosos géneros literarios, usted nos recuerde también que en la Biblia está el género apocalíptico.

“No es un secreto que para llegar al corazón de los hombres es muy conveniente hacer gala de un impulso dramático. Los seres humanos amamos los dramas, las historias, aquello que se nos muestra a través del relato de la vida de otros. Y Quien nos creó hace uso de ello como nadie podría hacerlo”.

Es verdad: el estilo bíblico “combina la gravitas clásica con la urgencia moderna, y la fascinación con la trascendencia. No podía ser de otra manera tratándose de la Verdad”.

Y respecto a si alguien lee hoy la Biblia, coincido, D. Miguel, con su diagnóstico: “Ni eruditos ni sabios, ni prudentes ni necios, así como tampoco niños o jóvenes; casi nadie la lee ya”.

A mi parecer, no la leemos, o no la leemos lo suficiente, por la sencilla razón de que leer es un trabajo y un trabajo que cuesta, sobre todo, cuando uno no ha sido iniciado desde pequeño en su familia o cuando uno, siendo adulto, no quiere y no pide ser iniciado en este conjunto incomparable de libros (Hechos de los Apóstoles 8, 26-39).

Respecto al Magisterio y la Tradición de la Iglesia, ya sabe usted que hoy están casi sistemáticamente desacreditados y ridiculizados por casi todos los medios de comunicación.

Además, como la Biblia es el Dios vivo que nos habla precisamente a nosotros, hombres de dura cerviz y de corazón incircunciso, nosotros, los adultos, sospechamos enseguida (¡con toda razón!) que, tarde o temprano, ese Dios amoroso que nos lleva al desierto y allí nos habla al corazón como nadie puede hablarnos, ese Dios incomparable y único nos va a pedir a la vez que recapacitemos como el hijo pródigo y volvamos a la casa paterna, igual que nos va a pedir que, en adelante, luchemos para no escondernos de Él, escudándonos tras el campo que acabamos de comprar y queremos ir a ver, tras los nuevos bueyes que queremos probar o tras la esposa con la que estamos recién casados y a la que no queremos abandonar (Lucas 14, 18-20).

Por eso, D. Miguel, me parece genial la cita de san Isidoro con la que usted concluye todo, ya que ese texto es, verdaderamente, una instrucción fundamental: “La doctrina, sin la ayuda de la gracia, aunque resuene en los oídos, nunca penetra en el corazón; hace ruido por fuera, pero en nada aprovecha interiormente. En cambio, cuando la gracia de Dios toca interiormente el alma y le abre la inteligencia, entonces es cuando la Palabra de Dios pasa desde los oídos a los más íntimo del corazón”.

Muchísimas gracias, D. Miguel.

José Mari, franciscano

Muchísimas gracias también a los cuatro hermanos comentaristas que me han precedido con sus buenísimos comentarios.


09/04/20 3:46 PM
  
Pub
"Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí" (Jn 5, 39) (Biblia oficial de la Conferencia Episcopal Española). No es imperativo, sino presente de indicativo. Se refiere al AT. Y va dirigido a los judíos.
Exclente artículo, pero quería hacer esa observación.
10/04/20 3:11 AM
  
Palas Atenea
No entiendo, ¿La Biblia Oficial de la Conferencia Episcopal Española va dirigida a los judíos?
10/04/20 3:06 PM
  
Palas Atenea
¡Ah! Ahora lo entiendo, Jesús dice a los judíos que las Escrituras dan testimonio de Él.
10/04/20 7:31 PM
  
Scintilla
Pub: la forma verbal en griego (eraunate), como en la traducción latina de la Vulgata (scrutamini), se puede entender tanto en indicativo como en imperativo. Y los santos padres las han interpretado en un sentido y en otro, aunque más frecuentemente en imperativo (Crisóstomo, Tertuliano, Agustín, etc.). Las versiones al castellano han solido utilizar el imperativo (Nácar-Colunga, Bover). Así que el autor presenta, dentro de la libertad que en esto tenemos los fieles católicos en estas cosas, una opción tan válida o más (por tradición y número de testimonios) como la de la actual versión oficial. Y aunque Cristo se lo dijera a los maestros de la ley, nos lo sigue diciendo hoy a todos, aquejados de creernos maestros. Leamos las Escrituras y encontremos en ellas a Cristo, que hoy nos muere, alabado sea Dios.
10/04/20 8:30 PM
  
valle Piñar
Creo que nunca he leído un artículo mejor sobre la Biblia. Excelente!!
10/04/20 9:29 PM

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