La Semana Santa de Rafaela
Decidió que mejor pasaran unos días. Pero cuando el buen cura vio que Rafaela entraba en la sacristía el mismo lunes de pascua se temió lo peor. Se conocían muy bien y casi que se lo esperaba.
¿Puedo hablar con usted, don Jesús? Es que me gustaría preguntarle algunas cosas de estos días de atrás que no me han gustado, pero seguro que es cosa mía que no lo entiendo. Son cosas facilitas. Yo le suelto todo lo que me ha sonado raro y usted me dice.
Por ejemplo he echado en falta el lavatorio de los pies el jueves santo, ya ve, siempre se había hecho y nunca faltaron voluntarios. También me llamó la atención que mandara cerrar la iglesia esa noche a las once, porque siempre habíamos hecho turnos en el monumento la noche entera, aparte de que en misa, en la plegaria, yo he escuchado alguna cosa que me ha sonado rara.

Te quedas, como vulgarmente se dice, a cuadros. Llevaba yo creo que años y años sin ver a Piedad. Bonito encuentro de amigos, del cura con una antigua feligresa. Creo que los dos hemos cambiado. Ella cada vez más progre y liberal. Servidor, por lo visto, convertido en un radical de cuidado. Cosas de la vida.
Quisimos hacer una fe desnuda, tan desnuda, que mucha gente se quedó huérfana. Decidimos que “su” fe, apoyada en imágenes, devociones, tradición, sentimiento e incluso mucho sentimentalismo, traducida en ofrendas, promesas, penitencia era una fe que nosotros, con la boca llena del “hay que respetar” decidimos unilateralmente calificar de “falsa”, “mágica”, “preconcliliar” y “alejada de la realidad”.
Me sucede año tras año. En cuanto empiezo a preparar las últimas cosas del jueves santo normalmente en la tarde del miércoles, se me pone un nudo en la boca del estómago que me dura hasta la mañana del viernes. Cosas mías, qué les voy a decir.